parafrasean Ocho y medio, pero saturados de color, acentos barrocos, representaciones oníricas suntuosas y claves psicoanalíticas más bien esquemáticas.
Otras películas toman en préstamo recursos estilísticos añejos o experiencias del cine de su época. Los periplos de Guido en Ocho y medio derivan de las pesadillas expresionistas de iluminación más contrastada y de los repertorios de efectos visuales empleados por las vanguardias de los años veinte para dar cuenta de las experiencias oníricas. Toby Dammit remite al fantástico estilizado de Riccardo Freda y Mario Bava, pero también juega al pastiche del wéstern mediterráneo, con sus alusiones al rodaje en Cinecittà del primer filme católico del Oeste (José Carlos Cabrejo desarrolla esta relación con el cine gótico italiano en el artículo incluido en este libro). El recorrido del personaje encarnado por Terence Stamp traviste el periplo romano de Marcello Rubini, en La dolce vita, en clave tóxica y con un impulso autodestructivo que se ofrece entre humos de colores. Y Fellini Satyricon podría leerse como un péplum de autor (acaso en memoria de aquel Maciste all’inferno, 1926, de Guido Brignone, que Fellini recuerda como la primera película que vio en los brazos de su padre), pero imbuido de cultura pop y estímulos psicotrópicos.
Similares reflejos especulares se perciben entre situaciones, imágenes y personajes que se duplican, triplican o multiplican a lo largo de la obra de Fellini. Roma puede aparecer como una ciudad solitaria y nocturna, o diurna y atestada de visitantes, pagana o contemporánea, libertina o conservadora (las representaciones de Roma en las películas de Fellini son tratadas por Javier Protzel en el artículo respectivo). Las plazas públicas desiertas, como espacios nucleares, se muestran una y otra vez. Como aquella donde el recién casado y ahora cónyuge abandonado de El jeque blanco se encuentra con dos prostitutas festivas —personajes recurrentes—, y donde Augusto (Broderick Crawford) coteja a Picasso (Richard Basehart) en El cuentero (véase el artículo de Enrique Silva Orrego en este libro). O donde el doctor Antonio divisa el afiche del “Bevete più latte / il latte fa bene / il latte conviene / a tutte le età!...” en Las tentaciones del doctor Antonio. O las plazuelas de Rímini, como la de Los inútiles, que tiene un eco en la plaza de la iglesia de Amarcord. Y están las prostitutas, novicios y seminaristas, siempre movedizos y en tránsitos interminables, que se asoman en cualquiera de las representaciones romanas. Igualmente, los bordes del acantilado, del abismo o de la carretera polvorienta, transitados en La calle y donde se ambientan las escenas climáticas de caída y redención en El cuentero y Las noches de Cabiria. También está la muerte por suicidio que acecha a las familias patricias, tanto en La dolce vita como en Fellini Satyricon. Y la erótica felliniana, fijada en los grandes senos femeninos y las formas corporales masivas y opulentas de la Saraghina, Anitona (como llamaba Fellini a Anita Ekberg), la Gradisca, la estanquera de Amarcord, la hechicera Enotea de Fellini Satyricon. Y la Sandra Milo de siempre.
En la primera secuencia de Mujeres y luces, el encuadre que muestra a Peppino de Filippo interpretando una canción es seguido por un contraplano que nos informa de la situación “real”: un apuntador le está “soplando” la letra. Desde entonces, las películas de Fellini se afanan en presentar la otra cara de su creación y en visibilizar a los “apuntadores” haciendo su trabajo: exhibe los mecanismos que fabrican la ilusión espectacular. Es decir, exponen el encantamiento y el desencanto, siguiendo la ruta de Wanda en El jeque blanco, que sueña con su mundo de jeques y odaliscas fotonovelescas hasta que descubre que el jeque blanco no es más que el Alberto Sordi marrullero de siempre. Lo real es un embuste y Fellini lo exhibe, pero no sin antes dejar de fascinarse por la parafernalia del carnaval.
Entre Las noches de Cabiria e Y la nave va, el cine de Fellini se interroga sobre los mecanismos de la identificación y de la mirada. Construye una ilusión y la pone en el centro. Nos induce a ver las imágenes de su cine de la misma manera en la que el niño, al inicio de Los clowns, contempla la instalación de la carpa del circo, o como los asistentes del teatro de barrio ven a Cabiria interrogada por el ilusionista e hipnotizador, o como los personajes de Amarcord, en plena noche y lanzados a la mar, ven el paso iluminado del Grand Rex, el transatlántico del régimen fascista. Pero, al mismo tiempo, entre la Cabiria de 1957 y la nave que avanza en 1983, pasamos de esa ilusión a su desmontaje. El cambio se anuncia en Las noches de Cabiria, cuando el personaje de Giulietta Masina mira hacia la cámara y nos interpela. Al romper la cuarta pared, Fellini recurre al uso de un dispositivo que activa la conciencia metalingüística, pero también recrea un viejo mecanismo tomado del repertorio de la comedia teatral de variedades, una de sus fuentes formativas. Cabiria, como si fuese una actriz teatral, hace un “aparte” para solicitar la comprensión, la complicidad o para reclamar el juicio de los espectadores.
Cerrando el círculo abierto en esa escena de Cabiria y su mirada final, en Y la nave va, un desplazamiento inesperado de la cámara descubre al equipo de rodaje alejándose de la escenografía creada por Dante Ferretti para registrar la maquinaria del Gloria N depositada en una plataforma móvil del estudio de Cinecittà. Mucho antes, al inicio de la marcha de la nave, queda advertido el mecanismo de la ilusión cuando el sepia introductorio gira hacia el cromatismo. Y se vuelve a observar en la escena de los cantantes visitando el cuarto de máquinas de la nave, mientras los espectadores nos sentimos involucrados en ese descubrimiento de las entrañas del Gloria N9. Para no hablar, por supuesto, del mar de nailon agitado por ventiladores por el que surca la nave y del sol y la luna que lucen como grandes cartones pintados.
MUJERES
Una inquietud mayor en el cine de Fellini: la causada por la presencia de las mujeres, que fascinan y alarman al mismo tiempo. Una secuencia de Ocho y medio condensa ese vínculo que provoca enojo y placer.
Son tres misteriosas palabras las que la resumen: asa nisi masa. Las dice un niño y su entonación particular al pronunciarlas reverbera en el espacio físico en el que se encuentra. El fraseo provoca desasosiego y extrañeza. Las palabras se asocian al recuerdo de la actuación de un telépata. Algunos las han descifrado como un fraseo lúdico y descompuesto del término Anima, dada la admiración del director italiano por la obra de Carl Jung, y otros la han visto como un “Rosebud” felliniano, la incógnita que podría despejar la clave de su obra. ¿Pero importa acaso acceder al sentido oculto de esos tres vocablos mágicos?
Interesa más bien la cadencia de la pronunciación; el tono, el ritmo, la entonación y el carácter de hechizo que parecen tener. Al oírlas, creemos reconocer un conjuro mágico o la invocación de los iniciados en algún culto secreto. Tienen algo de abracadabra y de ábrete sésamo.
La invocación llega precedida por las imágenes de unos chiquillos que se resisten a cumplir las órdenes de unas mujeres mayores que los cuidan. Ellos corretean entre las sábanas colgadas en cordeles, por unos espacios de paredes altísimas y texturas rugosas que evocan la infancia vivida en la provincia, en la casa grande y rústica de iluminación contrastada y amplitud marcada por unas líneas de fuga que atraviesan las sombras proyectadas.
Es un fugaz esbozo de autoficción que evoca una época feliz de la infancia vivida al abrigo de mujeres, de la abuela y las nodrizas, que castigan de modo cariñoso las travesuras y rescatan a los niños del “baño de vino” que toman antes de dormir. Mujeres que abrazan a los niños, los envuelven en toallas, los calientan con sus cuerpos protectores mientras los acordes de la música festiva de Nino Rota adoptan los modos susurrantes de una canción de cuna. Formulada al calor del lecho, la invocación mágica de esas tres palabras abre el acceso de los muchachos hacia un mundo imaginario precedido por las imágenes de esas nanas generosas que encarnan el despertar de la sensualidad y el conocimiento de la calidez del cuerpo femenino.
Pero no olvidemos que esa placidez se encuentra de pronto con un estremecimiento de terror. La invocación asa nisi masa aparece para conjurar la aparición del espectro de un antepasado de la familia, representado en un retrato que adquirirá vida propia esa noche. Curiosa mezcla de evocaciones sensuales y temores nocturnos.
En otro momento de Ocho y medio, el personaje de Guido, ya adulto, enfrenta distintas presencias femeninas. Ahora son inquietantes, muy diferentes a las de las nanas. En la secuencia del harén —que