Ricardo Bedoya

Rondas, fanfarrias y melancolía


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Y CÍRCULO

      Dos formas del espectáculo popular aparecen ilustradas por Fellini a lo largo de su filmografía: la del teatro de variedades y la del circo. En ambas, su mirada se concentra en el marco de los escenarios y en la pista bajo la carpa. Y, sobre todo, en sus trastiendas.

      Mujeres y luces nos lleva al mundo de los espectáculos musicales y cómicos que se representan sobre los escenarios de los teatros de provincias. Acompañamos a un grupo de artistas de revistas de variedades en sus viajes y caminatas. El paisaje de fondo es el de una Italia empobrecida, de terrenos baldíos, trenes atestados y locales de mala muerte. Son los escenarios de la posguerra italiana que registró el neorrealismo. Pero la situación del entorno no mella el entusiasmo de las representaciones, por más que en los camerinos y entre bastidores se evidencie la decadencia del espectáculo y la banalidad de los conflictos personales de los artistas, tironeados por las vanidades o los celos. Más allá de la miseria cotidiana, se impone la ilusión de las luces de las variedades y la singularidad de una corte de cómicos y bailarines de la legua que desfilan sembrando euforia, confusión y caos en los estrechos espacios del backstage. Todos ellos están filmados en planos cercanos y caracterizados a partir de algún rasgo físico prominente, en el estilo de los trazos gráficos de las caricaturas. Por eso, más que a la poética neorrealista, Mujeres y luces, como luego El jeque blanco, se acerca a la comedia popular italiana. Pero no a la commedia all’italiana de Los monstruos (I mostri, 1963), de Dino Risi, o Feos, sucios y malos (Brutti, sporchi e cattivi, 1976), de Ettore Scola, mucho más amarga en su vena satírica, sino a la tradición del vodevil con su galería de seres atípicos, fracasados o irrisorios, pero siempre dignos, luciendo con orgullo sus compuestos y hasta afectados modales teatrales. En el contraste entre el júbilo de la ficción y la grisura de la vida errante de los artistas, aparece el germen de esos desmontajes de lo ilusorio y lo espectacular que vemos, con registros diferentes, en El jeque blanco, en clave burlesca y grotesca; en La calle, en forma de melodrama; en Ocho y medio e Y la nave va, en acento autorreflexivo; y en Ginger y Fred, como lamento terminal.

      Y están las incursiones circenses, que imponen su ritualidad en la obra de Fellini. Porque la fascinación inicial por el mundo del teatro de variedades deja su lugar a la presencia del circo como fuente de la ilusión, matriz espectacular y figura simbólica. Y eso empieza a ocurrir en La calle. Desde entonces, el escenario teatral aparece solo cuando de ahí proviene el hechizo de la ilusión o cuando se fabrica un simulacro, como en la secuencia de Cabiria siendo hipnotizada en Las noches de Cabiria, o en la evocación del teatro de la Barafonda en Fellini Roma. Una ilusión a la que le sigue la decepción, luego de desmontado el simulacro en el que se asienta la fantasía de la representación. El rectángulo de la boca de los escenarios es reemplazado por la circularidad de la pista circense. Una circularidad que marca la puesta en escena felliniana. Las rondas adquieren entonces un valor estructural en su cine.

      Circular es el retorno de las estaciones, de los ritos y de las fiestas comunales que marcan el paso de la vida en el pueblo de la Romaña en Amarcord. Circular es la trayectoria de la cámara que sigue a las participantes en el serrallo de Ocho y medio, que asimila la forma de una ronda circense, con el personaje de Anouk Aimée convertida en directora de pista. Y es una ronda la que cierra esa película, en la que un círculo de luz proyectada de estirpe circense encierra al Guido niño que desfila tocando una flauta. Circulares son las mesas espiritistas de La dolce vita y de Giulietta de los espíritus, que sigue la forma en rondó para mostrar las recurrentes fantasías interiores de la protagonista. Y circular es la disposición de los comensales de la cena presidida por la efigie de la lechuza en Casanova, al igual que el espacio desde el que despacha el maestro vidente que aconseja técnicas del Kamasutra a Giulietta. Circulares son los travellings que muestran al público que asiste al circo en La calle. Circularidad que también ocupa el centro de Los clowns, y que preside el sentido de la trayectoria del movimiento de la cámara que revela la trastienda de la ilusión en Y la nave va. Son circulares los giros de la muñeca mecánica en la que se refugia Casanova. Y en Ginger y Fred es circular la pista de baile que se transforma en escenario de intimidad y cotejo melancólico para la pareja sentada en el suelo del estudio de televisión durante el tiempo que dura ese apagón, que es también un viaje introspectivo.

      El circo es el punto de partida de los tránsitos iniciáticos en la obra de Fellini. Como el que emprende el niño que sale de la cama, somnoliento, para entrever la figura de la carpa levantándose en Los clowns (imagen evocada por Léos Carax en el comienzo de Holy Motors, 2012). O como el recorrido trágico que inicia Gelsomina, vendida por su madre a Zampanò (Anthony Quinn), para encontrarse atrapada desde entonces entre la bestialidad del hombre fuerte de la troupe y la cordura del Loco, ese funámbulo que le permite ver con otros ojos la vida.

      La metáfora del circo —que es también un espacio liminal donde transcurre un período de aprendizaje y adecuación al mundo— se condensa en el imaginario felliniano en el equilibrio ideal, y por eso imposible, entre la fuerza bruta, la ternura y la racionalidad7. Si para Jean Renoir en La carroza de oro (Le carrosse d’or, 1953) los escenarios del teatro y la vida son espacios intercambiables, aquí lo son la pista del circo y las glorias y miserias del mundo. El espíritu de lo circense trasciende, pues, el espacio demarcado por los límites de una carpa y se transfigura en el desfile de modas eclesiástico de Fellini Roma, en los excesos del banquete de Trimalción y en el combate con el minotauro en Fellini Satyricon, o en el desafuero exhibicionista de la fiesta de El cuentero, que parece el “hipotexto” de la orgía de La dolce vita, con el personaje jugando al caballito mientras cabalga sobre la espalda de su pareja.

      INTERTEXTOS Y REFLEJOS

      Si la realidad felliniana se ofrece como un simulacro, la ficción revela la génesis de la ilusión. ¿Cómo lo hace? Algunas veces, proponiendo el diálogo entre sus películas, convirtiéndolas en “hipotextos” de las que vendrán, o recreando otras formas y expresiones de la cultura popular y el mundo del espectáculo. Otras veces, colocándolas frente a un espejo, poniéndolas en “abismo”, imbricando el mundo del cine en el interior de sus propias tramas o apelando a los mecanismos de la autoficción. En todas ellas asistimos a la creación de la ilusión y a su posterior desmontaje, o atisbamos la zona trasera del espectáculo.

      Su obra nos conduce por un intrincado sistema de correspondencias y reflejos especulares entre algunas películas y aquellas que las precedieron. Así, Los inútiles hace las veces de un texto de origen para Fellini Roma, que empieza con la prolongación del periplo de Moraldo, el “novillo” que emprende viaje a la capital. La dolce vita cumple similar papel para Entrevista, como también para Fellini Satyricon, incursión retrospectiva por una Roma pagana que deja como vestigios las pinturas de aquellos que recorrieron un imperio menguante. Pinturas que aluden a aquellas que el aire de la modernidad extingue en Fellini Roma.

      A su turno, el final de La dolce vita, con el extraño ser marino que aparece en la orilla como un signo de descomposición que sale del fondo del mar y que llega de mucho antes, acaso como una herencia ancestral y pagana, remite a los “monstruos” de Fellini Satyricon, mientras que las imágenes de las Termas de Caracalla ofreciendo un espectáculo de fiesta y paroxismo, en La dolce vita, anteceden a las bacanales de la Antigüedad imaginadas por Fellini en su versión libérrima del libro de Petronio. Y el mar, de presencia realista o fabulada como una construcción en estudio, es una presencia constante desde Los inútiles hasta La dolce vita, desde Fellini Satyricon hasta Y la nave va.

      Ocho y medio encuentra una réplica invertida en Giulietta de los espíritus. Centrada en la figura de Giulietta Masina, actriz en siete películas de Fellini, ella se despoja de la careta chaplinesca (la admiración por Chaplin es una preferencia compartida con Cesare Zavattini), la figura de lunática (prolongación de Wanda en El jeque blanco)8, la intención dolorista y los gestos redentores de La calle y Las noches de Cabiria, para convertirse en la esposa burguesa que no renuncia a una fantasía de armonía conyugal, pese a que el comportamiento de su cónyuge