la conjetura de la decisión judicial no siempre funciona como disparador de una negociación temprana sino que los abogados especulan con adjudicaciones provisorias (medidas cautelares, prolongación del pleito por utilización de todos los medios de impugnación disponibles, oposición a la ejecución, etcétera) para la satisfacción de otras pretensiones o a la espera de eventos insospechados (leyes penales más benignas, inacción de la parte contraria, crisis cambiarias, fallecimientos, insolvencias) que neutralicen o frustren un resultado probablemente esperado.
En ese marco “estratégico”, cabe preguntarse si se quiere un proceso más rápido.
Hipotéticamente, es dable pensar que partes informadas y libres decidan ralentizar la marcha de un proceso y aun detenerla (vía acuerdo de suspensión de términos), a los fines de permitir un tiempo de negociación y una eventual solución autocompositiva. Se trataría, por cierto, de un caso tolerable (y hasta deseable) de demora en los trámites.
Sin embargo, esa circunstancia se puede dar por otras muchas razones, de entre las cuales destacamos dos un tanto problemáticas.
Una primera dificultad tiene que ver con el enorme incentivo que nuestras leyes y prácticas generalmente brindan a una de las partes para dilatar —a como dé lugar— los procesos. En todo conflicto, la promoción del proceso consolida un statu quo (guarda del hijo, impago de una deuda, libertad del imputado, ocupación del inmueble, etcétera) que una de las partes querrá mantener y la otra alterar.
Cuando procesalmente ocurren verdaderos “anticipos” de solución jurisdiccional (medidas innovativas, “cautelas materiales”, prisión preventiva) el incentivo —si existe el temor a la revocación de la decisión— es exactamente el inverso (ahora es el actor o el acusador el que no tiene urgencia…).
Alguien argumentará que al incentivo de “demorar” se contrapone el de “acelerar” que —teóricamente— tiene la parte contraria.
No tan rápido, pues aquí frecuentemente se presenta el segundo problema.
La segunda dificultad con la que nos encontramos resulta escasamente tratada entre nosotros… y es que somos parte del problema.
En efecto, en la relación “abogado-cliente” se da lo que se conoce como “problema de agencia” que consiste, básicamente, en resolver de qué forma puede el principal (el cliente) asegurar que el agente (el abogado) lleve a cabo la actuación de forma óptima para los intereses de aquel y no de los de este (Cooter y Rubinfeld, 1989; Cooter y Ulen, 1997, pp. 237 y ss.; Priest y Klein, 1983).
Los abogados tenemos muchos incentivos para iniciar pleitos y prolongar su duración (vinculación con leyes arancelarias, mayores honorarios, cobro por horas o por instancias). A la asimetría de la información entre abogado y cliente se suma la incerteza en la aplicación del derecho que se da en países de bajos niveles de seguridad jurídica.
La “demanda” de resoluciones judiciales a los conflictos es inducida por el abogado, pues el cliente no conoce ni puede conocer las posibilidades de éxito, la inevitabilidad del juicio para la solución, las otras opciones compositivas que podrían existir.
¿Cómo generar incentivos para que el abogado aconseje a su cliente un acuerdo negociado en lugar de un juicio en tres instancias? El análisis económico del derecho propicia la celebración de un contrato de locación de servicios profesionales tal que garantice un mínimo que cubra la aversión al riesgo del abogado y una compensación por el esfuerzo realizado (Posner, 1998; Acciarri, 2015).
Sabemos, no obstante, que culturalmente las cosas no son tan sencillas. Ni qué hablar cuando un abogado toma más casos de los que puede razonablemente tramitar. El impulso procesal obedecerá a factores seguramente muy diversos del mejor interés del cliente, o del mejor interés de todos y cada uno de los clientes de ese abogado.
Además, y por si esto no bastara para este análisis global de la duración de los procesos, ese “problema de agencia” se da también entre los funcionarios públicos (jueces, funcionarios y empleados del Poder Judicial, como “agentes”) y el Estado (como “principal”). En general, se asume que los funcionarios no tienen incentivos para producir más y mejores resoluciones judiciales debido a que cobran una remuneración fija.
Esta falta de incentivos es también un ingrediente de demora en las causas, que irán al ritmo de una maraña de factores determinantes de la praxis de cada tribunal concreto. Algunos privilegiarán ir “rápido, no importa cómo”; otros, “estudiar y fallar bien, no importa cuándo”; otros, “mantener el buen nombre y la buena consideración como juez o tribunal”; otros, ir “al filo de la legalidad” (en cuantos a plazos), y otros ni eso.
Ni qué hablar acerca de los cruces de incentivos en sociedades como las nuestras, en las cuales los roles de juez, académico y legislador se confunden (Chaumet, 2016/2017, pp. 13 y ss.). Los incentivos que eventualmente podría generar la pulsión psicológica de la propia actividad jurisdiccional se relegan frente a los propios que generan esas otras actividades: prestigio académico, oportunidad legiferante, repercusión mediática, etcétera.
Las burocracias4 encuentran enormes dificultades a la hora de subvenir a esta realidad. Si la “compensación” no es alternativa (pues no puede pagarse un “sobresueldo”) y la “sanción” tiene altos costes (propios del monitoreo, pero también políticos), urge pensar en propuestas imaginativas.
En los casos de confusión de roles de los que hablábamos, el éxito y el prestigio que puedan obtener en esas otras áreas limitan las posibilidades de los controles burocráticos sobre la actividad judicial del agente (al exitoso juez académico no se le observan los tiempos en el dictado de su sentencia…).
Más allá de su real eficacia, los mecanismos de control son fundamentales y resulta imperioso que el agente perciba su aplicación real. De lo contrario, no se generará incentivo alguno y no provocará cambio en la conducta.
4. PALABRAS FINALES
Este breve aporte tiene la primordial intención de mostrar, a través de unos pocos y concretos ejemplos, la enorme complejidad del tema que nos convoca.
Dejamos para otra oportunidad el análisis del carácter estatal de la jurisdicción (i.e., una jurisdicción mantenida con ingentes aportes de los contribuyentes) y de su incidencia a la hora de una pretensión social de buen funcionamiento del sistema de enjuiciamiento.
Baste lo hasta aquí expuesto para rechazar la espléndida ingenuidad de creer que con solo reformas de códigos procesales se pueda lograr algo, siquiera apreciable, en cuanto a la duración de los procesos.
Cualquier propuesta de reforma responsable presupone la comprensión de los condicionamientos constitucionales del debido proceso, una concreción adecuada y realista de todos esos condicionamientos en los textos legales y en las prácticas tribunalicias y —muy esencialmente— una asunción descarnada del juego de incentivos que se da en toda praxis social, también la procesal.
REFERENCIAS
Acciarri, H. A. (2015). Elementos de análisis económico del derecho de daños. Buenos Aires: La Ley.
Alvarado Velloso, A. (1989). Introducción al estudio del derecho procesal, tomo 1. Santa Fe: Rubinzal-Culzoni.
Binder, A. M. (2017). Derecho procesal penal, tomo III. Buenos Aires: Ad-Hoc.
Briseño Sierra, H. (1989). Compendio de derecho procesal. México, D. F.: Humanitas.
Calamandrei, P. (1950). Il processo come gioco. Rivista di Diritto Processuale, I.
Chaumet, M. E. (2016/2017). Juez Júpiter, Hércules, Hermes… ¿Y el riesgo de Eróstrato? Investigación y Docencia, 52. Rosario, Centro de Investigaciones en Filosofía Jurídica y Filosofía Social, Facultad de Derecho, Universidad Nacional de Rosario. Recuperado de http://centrodefilosofia.org/IyD/IyD523.pdf
Ciuro Caldani, M.