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Congreso Internacional de Derecho Procesal


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nunca alcanzó ese estatus. Es más, comenzó a sufrir fuertes embates no solo en Latinoamérica, ya que otro tanto aconteció en Europa. En efecto, se comenzó a gestar en el viejo continente una ideología y normativa francamente opuesta al juez que prueba oficiosamente y luego sentencia con base en las pruebas que él mismo colectó.

      Las enseñanzas de Luigi Ferrajoli empezaron a forjar un nuevo camino en el pensamiento procesal moderno. Su monumental obra Derecho y razón (1995) elevó las ideas garantistas a un plano superlativo y estas concepciones se derramaron fuera de Italia. Un duro golpe al pretendido “unicato” publicista fue el propinado con la sanción de la Ley de Enjuiciamiento Civil Española del año 2001. El nuevo código procesal civil limitó —hasta casi anular— las posibilidades que los jueces españoles dictaran medidas oficiosas de “mejor proveer” o de “mejor sentenciar”, para suplir la negligencia en la que pudieron caer las partes en el incumplimiento de sus cargas probatorias.

      Así que no existe ese consenso doctrinario y normativo que imaginan los publicistas. Es sintomática la reacción de la dogmática publicista frente a este giro de ciento ochenta grados dado por el procesalismo español; su “respuesta” fue encerrarse en la negación y omitir o rehuir al planteamiento de un debate serio sobre la normativa procesal española y el profundo cambio de paradigmas que implicó, “como si nada hubiera acontecido”, siguieron encerrados en la cápsula de su propia tesis, sosteniendo las exigencias de imponerle el poder-deber al juez civil para probar oficiosamente —en busca de la verdad histórica— y para acceder a la “plena justicia” en el caso concreto. Es el mal fruto de la inserción de interés público, y de un interés superior del Estado al de las propias partes en los procesos civiles de hoy en día.

      Así que el juez, en ese enrarecido contexto (si se lo mira desde el punto de vista garantista o de excelencia, si la visión es publicista), “puede”, en rigor, si nos atenemos a las prescripciones del Código Procesal Civil de la Nación, en la Argentina —que se replica en varios países de nuestro continente— “debe” (le incumbe) probar “oficiosamente” a partir de los hechos afirmados o refutados por las partes.

      El fundamento de esta exigencia puesta sobre los hombros de la jurisdicción parte de la concepción publicista es que el proceso civil está muy lejos de ser un debate solo de las partes y que, una vez afirmados y refutados los hechos, estos quedan incorporados y, por ello, “la prueba” de los hechos adquiridos “para el litigio” incumbe tanto a las partes como al propio juez. También se afirma que el juez no puede renunciar conscientemente a la búsqueda de la verdad jurídica objetiva (la Corte Suprema de Justicia de Argentina que se expidió en tal sentido en el caso “Colalillo”).

      En definitiva: con base en este cúmulo de afirmaciones teóricas, jurisprudenciales y normativas que maneja el publicismo (todas orientadas a reforzar los poderes-deberes del órgano jurisdiccional en materia probatoria), se cayó en la ilusión del paradigma consensuado sustentado en premisas que, “parecería”, no podían (ni debían) ser refutadas. Lo reitero: de un modo artificioso se llegó a una “paz” apoyada por amplias capas de la comunidad científica procesal.

      Lo cierto fue que la vigencia de un consenso asentado sobre pilares que, según venimos demostrando y son endebles, insustanciales, incoherentes e infructuosos, solo podía “mantenerse” hasta que aparecieran —y se denunciaran— las anomalías, grietas e inconsistencias que encerraba todo lo que ha sido edificado laboriosamente por el publicismo procesal.

      Pero la hora de poner coto a tantas ideas irracionales devino incontenible. El extravío intelectual de querer instalar a un juez robustecido en litigios que en cierta medida le son ajenos y, a la par, destinar un papel empequeñecido a las partes, en su propio litigio, por lo antinatural del postulado tenía un plazo de caducidad que tarde o temprano, terminaría por producirse.

      Es muy claro que las partes tienen intereses genuinos y más intensos en su propio litigio que el juzgador. Eso ha sido siempre así y lo será. Este enunciado es casi una obviedad. Luego, así como aconteció en el proceso penal moderno cuando se echó por la borda la idea que en un conflicto penal el primer perjudicado era el Estado, y por esa falsaria afirmación —durante décadas— se le confiscó el conflicto a la víctima y se le amputó el derecho de acusar a la parte objetiva que se enfrenta con ella: el Ministerio Público.

      Ahora bien, en el proceso civil publicista, en lugar de emular el logro de fortalecer a las partes frente a la siempre omnímoda jurisdicción penal neoinquisitiva, se insiste —para los procesos no penales— en mantener similar confiscación del litigio a las partes de las que padecieron el Ministerio Público de la acusación y la defensa del imputado. Como una suerte de zombi que se resiste a desaparecer, la presencia del juez Hércules en los procesos civiles y las partes enmagrecidas en su accionar se volvió una propuesta inaceptable. Tan inaceptable que provocó que se motorice con más fuerza, y en tonos más altos, la repulsa en aceptar que un burócrata —en este caso instalado en el ámbito judicial, salvo honrosas excepciones que confirman la regla— no se despoja de la esencia de todo funcionario público: será un burócrata que nunca tendrá más interés que los particulares afectados en la solución del litigio que los involucra.

      Si se nos permitiera la licencia de utilizar un ejemplo no jurídico y enunciáramos que el funcionario administrativo al que le requerimos, por caso, la extensión de una licencia para conducir automotores tiene más interés que nosotros en otorgarla, no podríamos sostener racionalmente este desvarío.

      Volviendo al campo de los procesos civiles, el juez (en definitiva, el Estado) con mayor interés que las partes en “su conflicto” se basa en una mezcla de candidez y desconocimiento de la mentalidad de las burocracias estatales (de las que no queda exenta la burocracia judicial). Así que los publicistas adjudican a la burocracia judicial un mérito que nunca tuvo: interesarse más que los propios ciudadanos —en este caso, los justiciables— en los problemas que los aquejan y que deberían solucionar.

      A riesgo de ser reiterativo, pero por la importancia que tiene el tema, que en un litigio civil la administración de justicia pública vaya a ostentar un interés superior y más intenso que el de las propias partes inmersas en la contienda hiere al sentido común, jurídico y lógico. Y ese ideario, de no haber tenido secuencias funestas por instalar una suerte de “dogma de fe” sin racionalizar lo que se expresaba, hizo —y hace— sufrir intensamente al justiciable de a pie y tornó impredecible el procesamiento y juzgamiento en la región. De no ser por sus funestas consecuencias, en todo caso debería movernos a una sonrisa despectiva. Pero la magnitud de la crisis desatada bajo el ideario publicista nos impide esta dispensa. Es que, lenta y ominosamente, ese juez de la visión publicista y esos códigos publicistas que despreciamos fueron construyendo penosos “muros” para los litigantes que va a costar mucho derribar, pero sobre los que tenemos que arremeter si queremos reestablecer procesos no penales compatibles con el ideario constitucional.

      Por caso, un muro que no se ha podido sortear hasta hoy —pero que vaticino será derribado más temprano que tarde— es concebir que un juez civil pueda introducir al litigio su propia teoría del caso. En el proceso penal moderno, solo el fiscal y la defensa puede sostener sus respectivas tesis. De la teoría del caso mejor expuesta y confirmada surgirá la convicción aséptica del magistrado, quien debe ser convencido para condenar o absolver. Ahora bien, en los procesos no penales, hoy en día el juez sigue despachando medidas oficiosas sencillamente porque va detrás de una teoría del caso “propia”. Se maneja como si fuera una parte, y esta torpeza de arrogarse un rol que no debe tener explica, pero no justifica, que para probar sus creencias —su “teoría”— se le concedan facultades omnímodas y deberes probatorios.

      Otro muro que no se ha podido superar, pero cuyo desmoronamiento vuelvo a vaticinar, son los fuertes recortes en la actividad probatoria que padecen las partes. Solo a título ejemplificativo citamos algunas de esas limitaciones, por caso, las que afloran en la declaración de impertinencia e inconducencia de la prueba; la sanción de negligencias probatorias y caducidades probatorias, la prueba ofrecida no sobre los hechos contradichos, generándole la carga de ofrecerla en los escritos constitutivos de la litis, etcétera.

      Tengo para mí que esos muros,