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Congreso Internacional de Derecho Procesal


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surgen en toda su expresividad al abordar el tema de las medidas para mejor proveer. En efecto, el análisis de estas medidas es realmente dirimente de una gruesa antinomia: en tanto que constitucionalmente a lo largo y ancho de Latinoamérica se robustece cada vez más la figura del juez auténticamente imparcial, (potenciada por las prescripciones contenidas en las normas fundamentales de los distintos Estados y por los pactos supranacionales que ponen énfasis en este aspecto), por otra parte, en abierta contradicción, los códigos procesales civiles admiten complacientemente, y sin ningún condicionamiento1, la entronización normativa de las pruebas de oficio y de las llamadas medidas para mejor proveer o para “mejor sentenciar”, como otros las denominan. También cuando aceptan la alteración de las reglas de la carga de la prueba.

      Adicionalmente, cuando se propugna la supresión del “contradictorio” (medidas autosatisfactivas), la expresión de la negación del método y la supremacía de la meta llega a su máxima intensidad.

      Toda esta batería emblemática del derecho procesal publicista ha provocado el enorme disvalor que normas procesales de inferior jerarquía jurídica, al conceder este rosario de facultades (o incumbencias a los jueces) generen un alzamiento contra las prescripciones constitucionales del juez imparcial y la debida igualdad de las partes en el proceso.

      En este contexto, el tema que nos convoca a nuestras últimas reflexiones en el marco de esta ponencia consiste en precisar una posición central a los fines de definir la incumbencia del juez a la hora de probar: el estado de inocencia del demandado en los procesos civiles. Volvemos sobre ese concepto que, de aceptarse, aspiramos que mute para siempre el ideario de las pruebas de oficio.

      Insistimos en la premisa de que, en los procesos civiles declarativos o de conocimiento, el demandado —al igual que el imputado en los procesos penales— goza de una franquicia constitucional cuyo respeto es esencial para preservar la convivencia pacífica de los ciudadanos: el estado de inocencia en tanto no se construya su responsabilidad por el pretendiente.

      Ese manto constitucional protector, que viene desde la cima de la pirámide jurídica, debe preservarse —normativa y operativamente— en toda la escala descendente del ordenamiento legal. Es una obviedad enunciar que hasta tanto no se dicte sentencia condenatoria en contra del demandado o el reo, como culminación de un debido proceso judicial, el individuo no tiene que soportar sospecha alguna de su culpabilidad sino, por el contrario, se debe reivindicar su estado de inocencia. Y también parece una obviedad remarcar que el estado de inocencia de las personas es el que impone la actitud que debe asumir el juez al momento de sentenciar.

      Sentada esta premisa, los invito a que debatamos las alternativas que caben al juzgador en los procesos no penales, si es que se asume —lo digo una vez más— que debe respetar el estado de inocencia del demandado.

      Primera premisa. De no arribar el juez al momento de fallar a una “certeza positiva de condena”, debería sin más rechazar la demanda contra el accionado.

      Esta es la posición normativa que adopta el artículo 217 de la Ley de Enjuiciamiento Civil Española del año 2000, aplicación del principio de estado de inocencia (textual de la norma):

      Carga de la prueba: cuando al tiempo de dictar sentencia o resolución semejante el Tribunal considerarse dudosos unos hechos relevantes para la decisión, desestimará las pretensiones del actor o del reconviniente o las del demandado o reconvenido según correspondía a unos u otros la carga de probar los hechos que permanezcan inciertos y fundamenten sus pretensiones.

      Segunda premisa. Si llegara a un estado de certeza positiva que provocara el dictado de una sentencia de condena, ese estado de certeza solo debería formarse a partir de la actividad —exclusiva y excluyente de las partes— sobre quienes pesa la carga de cumplir acabadamente con la afirmación, confirmación y valoración de los hechos y de las pruebas sostenidas e incorporadas al proceso. Si la actora, por caso, afirmó deficitariamente o no confirmó los hechos constitutivos de su pretensión, por imperio del mandato constitucional ya comentado, el camino procesal a seguir por el juzgador es legitimar procesalmente el estado de inocencia que —constitucionalmente— beneficia al demandado, dictando una sentencia absolutoria.

      Tercera premisa. Si el juzgador llegara a un estado de certeza negativa, deberá sin más rechazar la demanda, consagrando el estado de inocencia que asiste al demandado en los procesos civiles de conocimiento.

      Ahora bien, cuando un juez despacha una medida para mejor proveer (supliendo la negligencia probatoria de la parte), todo se trastoca. Si la negligencia de la parte —originada en el incumplimiento de las cargas procesales de afirmar y probar— impidió al juzgador llegar al estado de certeza positiva y, en su lugar, se instaló la duda jurídica, la pretensión (por respeto al estado de inocencia de las personas), insisto, no debe ser acogida. Solo subrogando indebidamente los roles procesales y rompiendo el fiel de la balanza puede torcerse el destino jurídico que el juzgador debía respetar. Por tanto, debe quedarnos en claro que el precio a pagar (en términos de supresión de garantías constitucionales, por esta insólita impostación de roles) es muy alto, tan alto que no tiene que asumirse.

      Tenemos entonces que, con el despacho oficioso de una “medida para mejor proveer”, es posible que el juzgador forme esa certeza positiva (que antes de su propia actividad probatoria no tenía, ya que estaba o en estado de duda o en estado de certeza negativa). Es más: también es factible que esa certeza (autoprovocada oficiosamente por el juez) confirme la efectiva ocurrencia de los hechos articulados en la demanda (que, de otra forma, no hubieran quedado demostrados). En otras palabras, puede darse el caso que con la actividad probatoria desplegada por el juez se llegue a la verdad procesal de lo acontecido (entendido el término verdad en el sentido de que exista correlación entre lo afirmado y confirmado en la causa, aunque, insisto, esa confirmación llegue por vía indebida).

      Esa es la principal bandera levantada por quienes sostienen que con el despacho oficioso de una medida probatoria (que a la postre otorgue al juez la certeza que antes no tenía) se cristaliza el compromiso con la verdad y la justicia a la que el juzgador no puede ni debe renunciar (por tratarse de un auténtico deber funcional) y que tiene que ejercitarse siempre. En esa inteligencia, sostienen que las medidas para mejor proveer no suponen contaminar de parcialidad del órgano jurisdiccional, por cuanto —al ordenarla— no sabe si esa medida va a beneficiar o perjudicar a algunas de las partes.

      Estamos ante un argumento engañoso. Es lógico que el juez no pueda conocer cuál será el resultado de la medida oficiosa de prueba que despacha. Si, por caso, en un litigio en el que se pretende el resarcimiento de lesiones corporales de la presunta víctima no se produce la prueba pericial médica y el juez, advertido de ello, la despacha de oficio, hasta tanto se materialice el dictamen no puede conocerse si esa víctima padece o no las lesiones descritas en la demanda, o cuál es su grado incapacitante. Esto está claro. Pero sí se puede detectar, con relativa facilidad, la finalidad procesal que persigue el juez al generar una prueba que no fue ofrecida o producida por la parte (que tenía la carga de acreditar el extremo fáctico, base de su pretensión). En efecto —e iterando lo antes expresado—, si ante la insuficiencia de prueba de la parte actora el juzgador tenía dudas en acoger la demanda (en el ejemplo utilizado, la ausencia de la pericia médica), y con el despacho de la medida las disipa, llegará así a una sentencia de condena en contra del demandado producto de su propia actividad probatoria (cuando sin el concurso de esa actividad oficiosa se hubiera impuesto el rechazo de la pretensión). El juez, en este caso, no se ha limitado a fallar el conflicto, sino que al probar (cuando la parte no lo hizo) se ha involucrado en tal forma que torció el curso de su decisión inicial. Así se pasó de un rechazo de la pretensión (que conforme a lo afirmado y probado se imponía) ¡al dictado de una sentencia favorable para el accionante!

      A su vez, si el juzgador hubiera adquirido la certeza positiva de condena, va de suyo que el despacho de la medida probatoria sería innecesario: simplemente debe dictar el pronunciamiento en contra del accionado. Y si el juzgador tenía la certeza necesaria para admitir la demanda, pero se le ocurre librar una medida para mejor proveer que, a la postre, destruye esa certeza, la duda (que autoprovocó) terminará con el rechazo de la pretensión deducida por el actor. Luego, considerado el caos reinante en la función judicial,