Fernando Vivas Sabroso

En vivo y en directo


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está el gusto

       Viejos y nuevos monstruos

       La noticia manda

       Canal por canal

       Algunas conclusiones

       Anexo estadístico

       Bibliografía

       Índice onomástico

      La televisión hecha en el Perú ha desafiado todos los enfoques corrientes en el mercado teórico de las ciencias sociales y de la comunicación. Ha hecho patinar a políticos, legisladores, sociólogos, censores y críticos. Ha puesto bajo sospecha a todos sus agentes: se discute la responsabilidad criminal de sus conductores, la moralidad de sus anunciantes, la precisión de sus empresas de sondeo, la salud mental de quienes la vemos ¡Se ha procesado a sus dueños por complicidad en peculado y asociación ilícita para delinquir! Es una televisión en clave alta que cuando no traiciona la realidad, la redunda. De ahí el empleo de una frase reiterativa, un pleonasmo abusado por varias generaciones de comunicadores, “en vivo y en directo”.

      En sus cinco décadas, la televisión peruana ha pasado por todas las fases económicas y por todos los estados de ánimo. Ha sido pionera con mercado en expansión, madura y con mercado estrangulado, libre, autorregulada, desmelenada, políticamente sobornada y estatizada. La curva de la producción nacional se empinó durante los sesenta, llegó a su clímax con el hit mundial de Simplemente María, cayó en el enorme bache del controlismo militar y, con la apertura liberal de los ochenta, se volvió parkinsoniana y agónica.

      Es en estas explosivas circunstancias que terminé, en febrero del 2001, la primera edición de este libro, asustado y a veces fascinado por el monstruo autófago que raja de sí mismo, se muerde la cola, somatiza sus miedos ante el chantaje político, se excita ante sus relaciones peligrosas con el poder, se jala las mechas y divide sus pocas energías para prender la chispa de un boom.

      El texto es el resultado de una vocación por el cine y por su crítica desviada hacia una línea paralela. Llegué en 1990 a la revista Caretas a hacerme cargo de una sección de televisión con el supuesto de que un crítico de películas era apto para verse con la televisión menuda. Inevitablemente, la pantalla chica me quedó grande. Nunca estuve dispuesto a pasar ante ella más del tercio del tiempo libre (aproximadamente tres horas y media al día), que según estadísticas universales y locales el ser humano le dedica a su principal medio de entretenimiento y socialización virtual.

      Casi dos décadas después, mi disponibilidad no ha cambiado —visiono mucho menos de lo que debo— pero me hago cargo de ciertos requisitos indispensables para poder “cubrir” la televisión periodísticamente y si el “cierre” de edición lo permite, balbucear un análisis: ver más televisión abierta que pagada, no perderme los estrenos, hojear las secciones de televisión de los periódicos, recordar las promociones de sus programas, conversar con sus protagonistas, atender la novedad mientras zapeo, picture in picture, sobre terreno conocido.

      Por supuesto, estas previsiones no fueron suficientes cuando me acerqué en 1994 a la Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima a plantear proyectos de investigación referidos al cine. El entonces decano Isaac León me sugirió que dichos proyectos no tendrían la acogida de, por ejemplo, una historia de la televisión. Tuvo razón. El Centro de Investigación en Comunicación Social (Cicosul), dirigido por José Perla Anaya, acogió la idea que esbocé con ingenuidad metodológica. Calculé que en un año, a lo sumo dos, podría entrevistar a pioneros, estrellas y directores, leer copiosas fuentes periodísticas y sentarme a escribir.

      La demora se debió a la complejidad del tema y a que lo ataqué solo. La lectura de periódicos, día por día, desde 1958, tomó demasiadas horas, pero ella es la base más confiable e importante de todo lo escrito sobre los sesenta, setenta y ochenta. A los asistentes con los que me apoyó el Cicosul los abrumé obligándolos a transcribir decenas de casetes de entrevistas. Todas las otras fases y aspectos —y gazapos— de la investigación son de mi entera responsabilidad.

      A partir de los noventa, las fuentes sí son de toda condición y grado de confiabilidad, pues son estas últimas décadas las que me han cogido de crítico de televisión, entrevistando a los protagonistas coyunturates, asistiendo a conferencias de prensa y eventos marketeros, pisando sets de grabación y de talk-shows en vivo. Periodista opinante ante un medio obligado a hacer política oficial, la polémica de la televisión nacional me ha tomado muchas horas extras. A veces fui convocado a debatir sobre el monstruo, en vivo, a sus mismísimas entrañas.

      Esta historia tiene un sesgo. El historiador es más improvisado aun que el crítico de televisión y este último se ha extendido abusivamente sobre temas y temporadas que ni siquiera registra su memoria (mis coartadas para tal abuso son que he visto fotos, recabado testimonios, leído comentarios de la época y visto temporadas posteriores de programas y personajes que no conocí en su fase pionera). Hoy no quiero asumirme ni crítico ni historiador, en primera instancia, sino televidente que lanza una mirada retrospectiva a los productos de la televisión peruana, con algunas herramientas sociológicas, de las ciencias de la comunicación, del periodismo y del sentido común. Tal el punto de vista ideal.

      Tampoco busquen en este libro largas y densas notas aclaratorias sobre el contexto histórico de los cincuenta años de televisión. Ni un balance ni perspectivas con sentencias y pronósticos sobre la televisión nacional. El recuento histórico está más o menos desnudo de esos enfoques que, porque me parecieron impositivos o porque no tenía las condiciones para extenderme en ellos, los reduje a su mínima expresión: sentido de la cronología tomando como unidad los quinquenios de gobierno, avatares de la historia que marcaron —con programas y rating— la producción, crisis económicas que limitaron la inversión de los teleastas y, solo en el caso del período militar, me extiendo sobre los esbozos del único plan estatal sobre la televisión peruana.

      El abocarme exclusivamente a lo producido en casa deja de lado en este libro al mercado internacional de la televisión y al complejísimo fenómeno de la recepción. Llegan a haber hasta cinco millones de lecturas simultáneas (audiencia ideal que puede atender un programa local) de la televisión nacional, pero en este libro solo se harán una idea de la recepción televisiva de los entrevistados, de las fuentes citadas y de quien escribe. Tampoco, insisto, me detengo en predicciones del futuro. El panorama del cable está apenas esbozado. En compensación, sí me explayo en ítems como Risas y salsa, las telenovelas de Iguana Producciones y Michel Gómez, los reinados del mediodía, el debate dominical y su parodia de rigor, o en fenómenos más recientes como el boom del gossip. Tengo la corazonada de que eso es lo que realmente interesará a la mayoría de lectores.

      La principal fuente de esta historia, repito, es el periódico. Las entrevistas son la gran fuente secundaria. El desprestigio académico de la televisión ha hecho que muchos actores y directores la releguen en su memoria ante sus recuerdos del teatro, el cine o de su vida familiar. Establecer fechas, créditos y nombres exactos es muy riesgoso cuando el entrevistado confiesa no poder evocar con celo su pasado. En estos casos, el periódico manda. Por supuesto, entre las decenas de entrevistados encontré prodigios de mnemotecnia junto a escandalosos olvidos. A la mayoría entrevisté en sus casas, ayudado por la grabadora; pero en la fase final el teléfono y una libreta de apuntes me sirvieron para consultas precisas que acabaron en largas charlas.

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