con el objeto. Y si eso es así de cara a ese valor fungible por excelencia que es el dinero, será lo mismo, a fortiori, ante las otras magnitudes que pueda poseer como lugares de investimiento del valor: para el sujeto definido según el “ser”, nada, en último término, le será dado de antemano como si tuviera un precio determinado. A diferencia de las mercancías a la espera de la conjunción, cuyo valor de cambio aparece fijado en una etiqueta, convencional y funcionalmente detenido, el valor de ser del objeto en cuestión, aquel que reviste no en sí mismo y por referencia a algún criterio de evaluación contractualmente fijado, sino el que tiene aquí y ahora, “para mí”, solo se deja descubrir en el uso, o mejor, en la “probación” –en la experiencia que tengo de la cualidad específica de mi relación con el objeto en el momento mismo en que estoy viviendo esa relación–.
Salimos entonces del campo de las relaciones económicas –el de las interacciones mediatizadas por los intercambios más o menos equilibrados entre cantidades mensurables de bienes– y entramos en el universo del gasto, el de relaciones cualitativas siempre únicas, con las propiedades sensibles intrínsecas de las gentes o de las cosas. Todo objeto, incluso el más ordinario, es susceptible desde ese momento, de gozar, respecto al sujeto que lo valoriza, de un estatuto cercano al de la obra de arte, o al del ser amado. Porque el objeto estético, lo mismo que el objeto patético (que se orienta a la pasión), se sitúan, estatutariamente y por construcción, en el extremo opuesto del dinero, o en todo caso, de la moneda: valores que no son ni reproductibles ni intercambiables, que carecen de patrón de medida y de referencia; si uno los “ama”, lo hace fuera de todo cálculo, como si se tratase de objetos de elección perfectamente injustificables, como puros valores de por sí, situados más allá de toda comparación y más acá de toda “razón” particular, porque solamente encuentran su fundamento en la unicidad de la relación misma.
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