Para testificar el alcance de estas distinciones, volvamos por un instante al caso del joven arribista que marcha a la conquista de París: no carece, en efecto, de cierta ambigüedad en relación con el aspecto que nos ocupa. A pesar de que ha partido de nada y de que antaño se haya sentido despojado de todo, su satisfacción presente se debe menos a los goces pragmáticos que su holgura actual le permite, que a una suerte de satisfacción moral: altivez por haber llegado a tener finalmente de qué vivir (incluso en demasía), y, sobre todo, satisfacción de orgullo unida a la seguridad íntima que ha adquirido de ser ahora, de veras, ante los otros, y también, lo más importante, a sus propios ojos, “un rico”. Desde este punto de vista, el “ser” prima para él sobre el “tener”. Y sin embargo, lo hemos caracterizado hace un momento por su vinculación con el tener, definiéndolo fundamentalmente como un “poseedor”. De hecho, nos encontramos ante un caso relativamente paradójico, en el sentido en que, en él, solamente por el “tener” se constituye y se define el “ser”: solo podrá evolucionar dentro de relaciones del tipo “posesión”, y solo se reconoce a sí mismo a través de ellas. En otros términos, se define por sus “propiedades” en el sentido primero de esa palabra, por las propiedades-posesiones, la mayor parte de ellas de carácter cuantificable, que ostenta porque le han sido conferidas desde fuera, o porque se las ha quitado a otro, y no por las propiedades-cualidades que podrían caracterizarlo desde el interior. Eso nos ha conducido a afirmar que incluso si un personaje de ese género solamente llega a ser lo que es (solo accede a su propia “entelequia”) en el momento en que llega a ser verdaderamente rico, era, no obstante, ya un auténtico poseedor, aunque se encontrase aún privado de todo, y lo seguirá siendo hasta el fin, aun cuando un día vuelva a quedar en la ruina.
Pero –paradoja suplementaria– las relaciones que un sujeto constituido de ese modo puede establecer con los objetos que tanto le cuesta adquirir, no serán jamás relaciones de las que pueda nacer, entre ellos, alguna forma de connivencia, de inherencia o de intimidad. Porque un auténtico, un puro, un verdadero poseedor, un poseedor de alma raramente es capaz de gozar de las cualidades inmanentes y específicas que un objeto puede presentar. Lo que basta para satisfacerlo es el hecho mismo, o al menos el sentimiento –la certeza íntima– de poseerlo. Su placer supremo es, como se dice, un placer “celoso”, ante todo de orden cognitivo: placer de saber (o de creer) que la cosa es absolutamente suya, que puede disponer de ella en todo momento, ejercer sobre ella sus derechos de propietario; en breve, que él es el único y todopoderoso dueño, hasta la destrucción, dado el caso. A esa forma de pasión de objeto, paradójicamente tan desatenta a las cualidades intrínsecas de las magnitudes poseídas, vemos de inmediato que se puede oponer otra; exactamente con idéntica relación a las mismas entidades colocadas en posición de objetos: una pasión muy cercana y no obstante bien diferente, que, frente a las cosas y frente a las personas, consistiría en gozar no ya en abstracto y como intelectualmente de la posesión de lo que se tiene, sino concretamente, sensualmente, intersubjetivamente e intersomáticamente, de sus “propiedades” específicas, es decir, de sus cualidades intrínsecas.
3.2.2 Poseedores y poseídos: del intercambio al gasto
Sea el objeto de valor por excelencia: el dinero. En relación con ese bien, es trivial constatar que para muchos (¡entre los que tienen los medios!), la única pasión imaginable es una pasión propiamente económica, de poseedor, orientada a la cantidad, una pasión especulativa, a la vez en sentido bursátil y según la acepción filosófica del término, es decir que cuando actúa en estado puro, conduce a contentarse (como buen capitalista) con acumular en el banco, por tanto de manera muy abstracta, una riqueza que no tiene otra consistencia que la de puros juegos de escritura. Pero existe también, de cara al mismo objeto, una disposición pasional completamente distinta, si no antitética, ciertamente tan fuerte, aunque menos difundida en nuestro mundo de lo “virtual”, que consiste en proyectar sobre el dinero, esta vez en cuanto especies contantes y sonantes, todas las pulsiones de una auténtica pasión estética e incluso estésica: placer propiamente erótico, en los verdaderos harpagons* [avaros], el de tener, el de acariciar, el de abrir el cofre, el de hundir en él las dos manos, el de palpar allí su oro, el de hacerlo deslizar como una cabellera o como un licor, el de respirar su olor…
Y es que el dinero presenta, con toda evidencia, dos caras, entre las que se enlazan una serie de relaciones altamente reveladoras. Por un lado, el dinero –el capital, la moneda– es la abstracción misma: un puro “equivalente general”, como dicen los economistas. Representa el valor en estado puro, en forma inteligible y como inmaterial. Pero, por otro lado, el dinero es también, por comparación, la forma más impura que pueda darse del valor, su cara materializada y perfectamente sensible: no se trata ya del “dinero” en general, sino de aquello que parece haber constituido desde siempre su encarnación casi sagrada: el oro en una palabra. Bajo la primera forma, en su estado tanto mejor mensurable cuanto más descarnado está, el dinero tiende a presentarse como algo de lo que podemos o podríamos ser poseedores –por conjunción–; bajo la segunda, reviste imaginariamente los rasgos de una sustancia y hasta de un poder que amenaza a cada instante con poseernos haciendo que nos sintamos –esta vez bajo el modo de la unión– poseídos. En cuanto equivalente monetario, el dinero nos pone a distancia como si fuera una cosa, y nos aleja también de las cosas mismas al amparo de sus poderes de seducción, puesto que en tal caso se limita a “representar” la riqueza, una riqueza en verdad cuantificada (hasta la obsesión), aunque cualitativamente aún indeterminada, y por tanto una riqueza cualquiera. El oro, en el extremo opuesto, es por su parte la seducción misma, ya que, en lugar de limitarse a valer por las riquezas posibles y como tales, ausentes, actualiza ante nosotros, aquí y ahora, en su propia materia, la presencia misma del valor –un valor concreto e inmediatamente aprehensible, que se ofrece, por decirlo así, en persona y que se presta sin el menor pudor al contacto y como a una suerte de goce compartido entre sujeto y objeto, o mejor aún, en la ocurrencia, entre dos “poseídos”, uno en el modo del “ser”, otro en el modo del “tener”–.
La primera perspectiva remite a la lógica calculadora y abstracta, utilitarista y pragmática de la junción. La vemos perfectamente ilustrada, en particular, en los capítulos de Semiótica de las pasiones consagrados a esas “pasiones de objeto” en que se convierten, bajo la pluma de los autores, no solamente el amor al dinero, sino también el amor a secas, reducidos, respectivamente, a un deseo abstracto de acumulación de riqueza y a la obsesión de una posesión exclusiva del otro, sin que se vislumbre la eventualidad de una relación sensible entre el sujeto “amante” y la sustancia misma de la cosa o del ser “amados”. La segunda perspectiva, articulada figurativamente, coloca, al contrario, al sujeto en contacto directo con las propiedades significantes de los aspectos más sustanciales de la presencia del otro, y concuerda con las pasiones pródigas de la unión.
Según el punto de vista juntivo, el actante sujeto, instalado como puro poseedor, no es de hecho más que un lugar de paso, un punto de intersección casi inmaterial entre dos trayectorias –la suya propia y la de los valores en circulación–, un espacio de tránsito vacío por naturaleza, donde el actante objeto hace escala por un momento en el curso de su recorrido, sin que nada, ni en cuanto al objeto mismo ni en cuanto al sujeto que lo acoge, corra el riesgo de ser duraderamente alterado por el hecho de su encuentro, o más restrictivamente, por el hecho de una “conjunción” que no representa en realidad más que una coincidencia factual entre dos entidades perfectamente independientes la una de la otra. De suerte que no solamente los objetos aparecen, en esa óptica, como intercambiables, dado que se presentan como de igual valor, sino que los sujetos mismos se comportan correlativamente como entidades anónimas, prácticamente sin carne y sin cualidades propias, simples paradas funcionales en la ruta de los valores en movimiento.
Sujetos y objetos adquieren, por el contrario, una sustancia y una consistencia propias –un cuerpo– desde que uno se coloca en la otra óptica, cualitativa y material, estética y estésica, de la copresencia y de la unión. En ese régimen, cualquiera que sea la suma exacta que pueda poseer, cualquiera que sea la cantidad de mi haber, puedo considerarme siempre,