Desiderio Blanco

Pasiones sin nombre


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decir, aun suponiendo que ese sabor le guste, una vez pasado el “deslumbramiento”, correrá grave riesgo, siempre desde la óptica juntiva, de que no le quede más que “un resabio de la imperfección”5. Porque en ese régimen, el sujeto y el objeto solo entran en comunicación en el instante mismo en que uno toma posesión del otro. Antes, eran absolutamente impermeables uno a otro, y después, uno de los dos desaparece, fundido en el otro.

      En el régimen de la unión, las identidades son concebidas, por el contrario, como fundamentalmente permeables unas a otras y como capaces de comunicarse entre sí de modo no discontinuo. Y eso hasta los casos límite como el del alimento. Recordemos a este propósito el bello pasaje de la Fisiología del gusto, de Brillat-Savarin, sobre la fritura, páginas revaloradas antaño por Barthes y más recientemente escrutadas con mirada de semiótico por Gianfranco Marrone6.

      Lo que surge de esa superposición de comentarios es que una fritura no es solamente un objeto de consunción con el que un gourmet se “conjuntará” puntualmente en su momento, una vez que el plato esté debidamente preparado y extraído de su más allá mítico (la cocina). De hecho, la fritura es a la vez por lo menos dos cosas que, al darse a sentir una y otra, tienen el poder de actuar mucho más allá del momento mismo de la ingestión.

      Es ante todo una consistencia específica del alimento, consistencia que el gourmet experimenta sinestésicamente (porque además del gusto y del olfato, compromete también cierta cualidad auditiva y táctil, lo crujiente), antes incluso de hacerlo crujir. Y es también, más ampliamente, una verdadera disposición general del cuerpo y del espíritu, casi una manera de estar-en-el-mundo.

      A este propósito hay que distinguir aquí entre el que simplemente come y el gourmet. El primero, que se limita, si nos atrevemos a decirlo, a la alternancia de los momentos de relleno y de vaciado de su cuerpo, solo tiene una relación funcional y puntual con el alimento: su visión de las cosas es exactamente de tipo a la vez juntivo, cuantitativo y hasta tensivo (dado que, desde el ayuno a la indigestión, todos los grados de la “junción” pueden entrar en consideración). El gourmet mantiene, en cambio, con lo que come, con lo que cocina, y hasta con aquello de lo que habla con otros en términos de gastronomía, una relación cualitativa modulada aspectualmente, en la que se integra la duración, y estésicamente cargada de contenidos que se intercambian en pie de igualdad, por decirlo así, entre él, sujeto, y una materia-objeto elevada a la dignidad de un casi-sujeto. Brevemente, comer representa para él una experiencia total, casi en el mismo sentido en que se habla de “hecho social total”.

      Así, pues, pasar del régimen juntivo al régimen de la unión no consiste solamente en abandonar el universo de las relaciones categoriales y entrar en un campo de relaciones aspectualizadas (y por consiguiente “tensivas”); es también, y a nuestro modo de ver, sobre todo, pasar de la función a la experiencia, es decir, de una visión económica a una concepción existencial de la vida7. Es, en todo caso, situarse en un plano dentro del cual las entidades van a poder comunicarse entre sí e interactuar mediante algo que hay que concebir como una relación generalizada entre los cuerpos, cuerpos-objetos con sus consistencias propias y con el conjunto de sus cualidades sensibles, y cuerpos-sujetos capaces de sentir esas cualidades y de probarse [experimentarse] a sí mismos con su contacto.

      3.1.3 La identidad en juego: ser y devenir

      “Junción” o “unión”, siempre se da el caso de que, lo mismo en un régimen que en otro, lo que denominamos interacción termina por regla general, casi por definición, en alguna transformación de por lo menos uno de los participantes en presencia, y probablemente, de hecho, de los dos con mucha frecuencia. Pero es preciso analizar aquí las delicadas diferencias que se presentan entre tipos de transformaciones posibles, en términos de naturaleza y de grado al mismo tiempo.

      Por lo que concierne al régimen de la junción, dejaremos provisionalmente de lado el caso particular de la conjunción-fusión, donde uno (al menos) de los actantes pierde de hecho su identidad, y nos limitaremos al caso más general de la conjunción vista en términos de contigüidad espacial entre actantes, y a partir de ahí, de posesión y de dominación. A primera vista, lo que caracteriza a las interacciones inscritas en ese marco por oposición a las que dependen del régimen de la unión, es que no cambian en el fondo nada esencial. Cualesquiera que puedan ser la extensión y la importancia de las transformaciones funcionales inducidas por las operaciones conjuntivas o disjuntivas que las afectan, los actantes, como vamos a ver, permanecen siempre, fundamentalmente, existencialmente, idénticos a sí mismos. Es cierto que los protagonistas pueden intercambiar entre sí, o darse, o robarse unos a otros todos los objetos de valor imaginables –riquezas, informaciones, armas, dinero, mujeres, prestigio– y acrecentar o reducir con eso la amplitud de su poder-hacer respectivo, y en términos más amplios, su grado de satisfacción en la existencia; pero –y ese es el punto decisivo– sin llegar no obstante a alterar cualitativamente, en un plano más global, ni el objetivo general –el “proyecto de vida”– que sirve de fundamento a su identidad, ni el de sus participantes o el de sus adversarios.

      Pongamos como ejemplo el recorrido imaginario del joven arribista a lo Balzac: su sueño consiste en llegar a París y, una vez allí, convertirse lo más rápidamente posible en un hombre rico, poderoso, por tanto, adulado; a fuerza de ahínco, y gracias al apoyo discreto de algún protector bien colocado, lo veremos muy pronto a la cabeza de los millones codiciados, y envidiado entre sus pares. Todo lo que le faltaba ya lo tiene ahora, y la abundancia, la plenitud, casi excesiva, han sustituido a su alrededor a la carencia, al vacío, a lo insuficiente. Todo eso se puede leer en su rostro, que, a imagen de su cartera que va engordando, ha adquirido también un aspecto interesante. Inflado de su nueva importancia, se tiene por un hombre “rico” en todos los planos. Y sin embargo, por indiscutibles que sean todos esos cambios factuales –más peso, más poder, más dinero, más placeres, en suma, más de todo–, nada hay en todo eso que, en rigor, permita afirmar que nos hallemos ante un hombre transformado. Metamorfoseado, tal vez, aumentado, inflado, engrosado todo lo que se quiera por todas las “conjunciones” posibles, y, no obstante, ¡siempre estrictamente el mismo!

      Porque con su nueva fortuna y con todas las buenas fortunas que ella pueda proporcionarle, no ha hecho nada mejor, a fin de cuentas, que seguir siendo exactamente lo que ya era, puntualmente, desde el origen. Lo que es hoy lo era ya desde el comienzo, exactamente con los mismos rasgos, de acuerdo con una imaginería estereotipada indisociable de las “ambiciones juveniles” de un joven de su época y de su medio.

      Realizando su “sueño”, es decir, poniendo en práctica un programa cuyo contenido era de parte a parte y desde el origen socialmente (o en todo caso, literariamente) preestablecido, no ha cambiado en absoluto en relación con lo que era al comenzar, sino que, a lo más, ha dado testimonio de su adhesión a un proyecto de vida trazado de antemano. No ha hecho en el fondo otra cosa que reafirmar día a día, reificándola en las prácticas cotidianas, una identidad cuyos contornos estaban ya fijados. En esas condiciones, no sería suficiente decir que, una vez instalado en su posición de nuevo rico y de hombre feliz, continúa siendo, a pesar de las apariencias, lo que siempre ha sido; en verdad, hace algo más que eso: lo que es desde siempre, lo es ahora superlativamente.

      Y lo que se complace en resaltar de manera ostentosa ahora que lo tiene todo, es simplemente el estatuto de poseedor que era ya secretamente, en potencia, mientras no poseía nada. Mejor aún, la condición del poseedor que seguirá siendo toda la vida, pase lo que pase, incluso cuando se arruine si por un vuelco nada improbable de la suerte, se vuelve a encontrar un día desposeído de su oro y de todo lo demás. Pues la experiencia de la “ruina” solo puede tener sentido, e incluso solo es pensable en cuanto tal (exactamente, por lo demás, como la experiencia de la “indigencia” inicial o la de la “opulencia” adquirida después), como una de las etapas, la última, de un recorrido fundado de principio a fin en una sola y misma pasión económica, y más precisamente, en un deseo de apropiación incansablemente orientado a los mismos objetos, a las mismas cosas y gentes primero codiciadas, luego poseídas, y un día, finalmente,