generales, porque Greimas, a propósito de la avaricia, y luego Jacques Fontanille, en lo que concierne a los celos, olvidando aparentemente las promesas de su Introducción y del capítulo inicial, regresan, en lo esencial, a un estadio metodológico y teórico anterior, al de la gramática narrativa de los años 1970-1980. De hecho, las dos descripciones en cuestión se desarrollan en el único terreno modal –a lo cual nada se puede objetar, excepto porque, en lo que aquí nos interesa directamente, eso lleva a los autores a privilegiar a tal punto la dimensión del conocer en relación con la del sentir (lo “cognitivo” en detrimento del “sentir”) que, finalmente, el problema de las formas de la “cohabitación” esperada entre esas dos dimensiones ni siquiera es planteado–.
Al concentrar de ese modo su trabajo en la modalización, que, al decir de ambos semióticos, se centra exclusivamente en la “organización categorial” de los discursos, Greimas y su colaborador no podían sino dejar de lado otros dispositivos igualmente previstos por ellos, no categoriales, bautizados en este caso como modulaciones, y que tienen, en principio, el interés de “sobrepasar las simples combinaciones de contenidos modales” (SdP, 21). Dado que, nos dicen ellos en la primera parte, esos “arreglos estructurales de otro tipo”, esas “modulaciones”, “escapan a la categorización cognitiva” –dicho de otro modo, que pertenecen esencialmente al sentir–, no podemos menos que lamentar vivamente que no reaparezcan en su práctica descriptiva ulterior. Sin embargo, aunque las modulaciones en cuestión pudieron haber sido integradas por los autores a los parámetros de sus análisis, hay otro elemento pertinente, a saber, la dimensión estésica, que no debieron dejar tampoco de lado –elemento, no obstante, esencial, por poco en serio que se tomen las declaraciones proclamadas al comienzo, en particular aquella que conduciría a aprehender “la pasión en cuanto tal sometida al sentir” (SdP, 93-94)–.
El tratamiento semiótico del sentir no puede, en efecto, reducirse al registro, en forma de modulaciones, de las variaciones de intensidad (o de “tensividad”) susceptibles de afectar cuantitativamente las condiciones de nuestra percepción del mundo exterior. El mundo percibido, que reconstruimos espontáneamente a cada instante como mundo significante, nos solicita, por cierto, energéticamente, en función del grado variable –la intensidad– de su presencia en torno de nosotros o delante de nosotros. Pero tales variaciones “tensivas” presuponen evidentemente la presencia de algo que percibir (más o menos “intensamente”), y ese “algo” no puede ser sino un conjunto de propiedades o de cualidades materiales inherentes a los objetos perceptibles. Dicho de otro modo, para tomar el título de una obra cofirmada por Jacques Fontanille, pero reubicándola, si se puede decir, en el lugar adecuado para nuestro propio uso, no es la cantidad mensurable la que está primero, sino la cualidad sensible y significante de las cosas; y es esa cualidad la que puede, secundariamente, ser objeto de todas las “modulaciones” cuantitativas que se quiera, y no a la inversa4.
A nuestro modo de ver, no solamente se puede dar cuenta de los “más” y de los “menos” de manera accesoria. Medir intensidades (o limitarse, de hecho, más modestamente, a compararlas, dado que, en ese dominio, nadie dispone, propiamente hablando, de unidades de medida) no constituye un gran avance, semióticamente hablando, mientras no se pueda decir nada preciso de los contenidos mismos sobre los cuales recaigan los cambios de intensidad en cuestión. Y no obstante, en esa dirección se ha orientado, a grandes rasgos, a partir de la aparición de Semiótica de las pasiones, la problemática conocida con la etiqueta de “semiótica tensiva”. Esa tendencia focaliza, por principio, las variaciones cuantitativas que afectan, si entendemos bien, el grado de percepción por los sujetos de los efectos inducidos por los elementos que componen su “campo de presencia” –y eso con la ayuda de toda una panoplia de “gradientes” de aires aritméticos, con esquemas de amplificación y de despliegue, de atenuación y de reducción, etc.−5.
Por nuestra parte, al contrario, sostenemos la idea de que la prioridad corresponde a la construcción de modelos cualitativos, comparables en sus grandes líneas a aquellos que antaño fueron elaborados para sentar las bases teóricas de una semiótica visual6. Se trataba entonces de dar cuenta de la organización estructural de las cualidades plásticas propias de los objetos visibles. Hoy se trata, más generalmente, de saber con qué categorías se pueden explicar semióticamente los efectos cualitativos –los efectos de sentido simplemente– inducidos por nuestro contacto con el conjunto de las cualidades sensibles (más allá o más acá de lo meramente visible) inmanentes a los seres o a las cosas con las que nos enfrentamos. ¿Con qué categorías analizar el discurso estésico que nos dirige el mundo percibido? Tal es actualmente la tarea primordial que tenemos que emprender, porque es prácticamente la única vía posible, en semiótica, para abordar con eficacia la dimensión sensible de nuestra interacción con el mundo7.
Es cierto que en la parte inicial del libro sobre las pasiones, lo que los autores llaman “estesis” no está del todo ausente. Le consagran una página entera en el marco de una reflexión muy general sobre las “precondiciones” de la emergencia del sentido. En ese pasaje, que, por confesión de los mismos autores, se sitúa en el límite de la fabulación mítica (se trata de la construcción del “imaginario de la teoría” (SdP, 16)), la relación estésica es descrita “como el movimiento inverso de aquel que resuelve los sincretismos”, o, un poco más adelante, “como ‘resentir’ del estado límite y espera del retorno a la fusión, que reposa en la fiducia” (SdP, 28-29). Lamentablemente, la continuación no añade nuevas luces a esas evocaciones bastante sibilinas. Y los dos análisis que constituyen el cuerpo del libro tampoco aportan gran cosa, pues, como hemos visto, se centran de hecho en un nivel de pertinencia gramatical (actancial y modal) purificado de toda determinación de orden estésico: opción tanto más inesperada cuanto que las dos pasiones particulares que los autores han decidido analizar, la “avaricia” y los “celos”, hubieran podido ser consideradas como pasiones fundamentalmente ancladas en relaciones estésicas con el cuerpo del otro, sentido o “resentido” en su materia misma, oro o carne.
Por todas estas razones, no podremos encontrar en Semiótica de las pasiones instrumentos conceptuales capaces de ayudarnos a la elaboración de una semiótica que no siga oponiendo lo cognitivo a lo sensitivo, lo racional a lo pasional, lo inteligible a lo sensible, lo energético a lo material, o lo tensivo a lo estésico, sino que más bien trate de articular esas dimensiones de tal manera que permitan dar cuenta de los modos de significación de lo sensible en cuanto tal. Las premisas de una orientación semejante hay que buscarlas en otro sitio: precisamente en la segunda parte del otro libro, De la imperfección. Allí, en la sección acertadamente titulada “Las escapatorias”, nos percatamos de que el esquema un tanto desesperado (aunque solo sea por su naturaleza estrictamente binaria) comienza a ser cuestionado, e incluso es superado. No de manera explícita y sistemática, es cierto, pero al comienzo en un tono discretamente irónico (Greimas aplica a la “gran estética” casi el mismo tono que otros aplican a los “grandes relatos” heredados de una tradición ideológica secular obsoleta), y luego, más profundamente, por el acento puesto en la idea de un hacer estético inscrito en la duración y marcado por un cierto voluntarismo. El catastrofismo comienza entonces a dejar lugar a una orientación constructivista. Tal es el principio de la segunda lectura que se puede hacer de ese libro.
2.3 “MEHR LICHT!”
2.3.1 Un auto-aprendizaje
En contrapunto con la temática de la “fractura” y del “accidente” –bruscas discontinuidades, irrupciones imprevisibles, eventos puntuales–, que dominaban hasta entonces, vamos a ver ahora cómo se diseña una problemática articulada en términos de intencionalidad y de progresividad, una y otra orientadas por la preocupación de una inteligibilidad que no se detendrá en la frontera de lo sensible, sino que intentará por el contrario englobarlo. A pesar de lo que la experiencia pueda tener, en cuanto tal, de “cognitivamente inaprehensible” (De l’I., 72), no hay que “cerrar los ojos”, grita Greimas (De l’I., 95), sino