ya de los objetos que él mismo ansía: aquí, usurpadores o rivales que desposeer, porque retienen indebidamente (a sus ojos) los objetos o los valores modales de los que él mismo quisiera disponer; más allá, posibles informadores, cuyos secretos (pues todo conocimiento es para él una forma de tener) tratará de penetrar; por otra parte, clientes eventuales con los que trata de reconciliarse (carecen de lo que él tiene, pero piensa que si los gratifica, podrá obtener de ellos, como intercambio, otros valores de los que desea igualmente apropiarse); están, además, los ambiciosos, los indigentes, los hambrientos –en sentido literal o “figurado”–, dispuestos todos a robarle, según cree, sus riquezas, su posición social, su saber, tal vez incluso el poder que mantiene, en suma, todo su haber, todas sus posesiones, de las que parece surgir su identidad como la suma de una serie de bienes objetivados.
A la inversa, lejos de reificar nada, la otra perspectiva, concebida no ya en términos de junción con los objetos, sino de unión entre sujetos (terminología que tendremos ocasión de retomar en lo que sigue y de precisarla en cada caso), es una perspectiva que “animiza” al otro (incluso cuando, desde un punto de vista realista, ese otro no es más que una cosa), que le atribuye un “alma”, que transforma en otro sujeto todo aquello que puede entrar en relación con el sujeto de referencia. Se pone entonces en movimiento toda una cadena de presuposiciones de carácter recursivo, como dicen los lingüistas, o más filosóficamente, dialéctica: para que Ego se “logre” plenamente, será necesario que el otro se lo permita; para eso, es preciso que ese otro llegue a ser lo que sus potencialidades le permitan ser; pero para lograrlo hace falta que Ego sepa invitarlo a hacerlo. De ese modo, el sentido y el valor del Otro no están nunca fijados de antemano, como no lo están tampoco el sentido y el valor de la existencia de cada uno para sí mismo. Solamente en acto, en la interacción con el otro –con el texto, con la cosa, con el interlocutor–, el valor significante de ese otro y el sentido mismo de la relación con ese otro (sentido y valor no entendidos como algo “en sí”, sino como probados [experimentados] en situación por Ego) se definirán o se descubrirán dinámicamente, sin poder jamás ser definitivamente detenidos.
Ya no hay aquí diferencia entre teoría de la acción (o más exactamente, de la interacción) y teoría de la significación. La (inter)acción, en lugar de presuponer valores ya instituidos, que la motivarían, hace emerger el sentido y el valor por su desarrollo mismo. El sentido y el valor no se constituyen ya como un sistema (semiológico o axiológico) presupuesto, que hace actuar; son, por el contrario, el resultado del proceso, es decir, aquello que la interacción hace ser. La interacción no se reduce a la ejecución de programas cuyo sentido ha sido fijado de antemano, sino que lleva, propiamente hablando, a descubrir el valor y el sentido –no como si se tratase de tesoros hasta ese momento ocultos “bajo la superficie de las apariencias” o detrás de los “significantes” del semiólogo, sino como la actualización condicional de puras potencialidades, dicho de otro modo, como efectos que no “existían” antes más que en potencia–. Desde ese punto de vista, la interacción es verdaderamente creadora de sentido.
Correlativamente, se puede apreciar ahora que la construcción del sentido solo se deja concebir, semióticamente, como un proceso que compromete, que implica al sujeto en su relación con alguna forma del otro. En consecuencia, no puede haber jamás ni interpretación neutra ni construcción de sentido completamente desinteresada. Dicho esto, el abanico de las modalidades de dicha “implicación” o de dicho “interés” está abierto. Un sujeto puede concebir el sentido de su relación con el otro, o más generalmente, con todo aquello que lo rodea, ya en términos de confrontación, mientras se mantenga con una óptica instrumentalista y juntiva, ya en términos de ajustes entre actantes, si la relación se organiza según el régimen de la unión. Conforme con otro modelo bien conocido en semiótica narrativa, el régimen de la “confrontación” puede, como se sabe, revestir o bien un carácter polémico, si Ego debe (o cree que debe) eliminar adversarios o rivales para asegurar la posesión de los objetos de valor que tiene en la mira, o bien una forma contractual, si, para obtener esos valores, puede (o cree poder) contentarse con remunerar al otro que se supone ser el poseedor de dichos bienes11. Distinciones análogas pueden hacerse igualmente acerca de las figuras del ajuste.
En contextos muy diversos, este segundo régimen de sentido y de interacción podrá tomar la forma de un talante implícitamente contractual, en la ocurrencia de la unión propiamente dicha entre partes interactuantes, siempre que cada fase del desarrollo del otro se convierta en una condición del desarrollo del sujeto de referencia. Sin embargo, figura sin duda más paradójica, el ajuste también puede desenvolverse en una forma polémica. Es el caso en que, en lugar de buscar el completo desarrollo recíproco de los participantes, la unión se transforma en proceso de destrucción. Lejos de favorecer el despliegue recíproco de las potencialidades creativas y vitales, la interacción juega entonces a favor de las virtualidades negativas y (auto)destructivas de al menos uno de los participantes, mientras que el otro se aprovecha de esa situación para impulsar su propio desarrollo. En el plano de la estrategia militar, este régimen es bien conocido por los teóricos post-clausewitzianos de la guerra. No se trata ya, como en la confrontación polémica “clásica”, de infligir pérdidas al otro atacándolo desde el exterior (en términos de sintaxis narrativa, conjuntándolo con antivalores), sino de acoger sus fuerzas y sus debilidades, o, en los términos del filósofo François Jullien, de apoyarse en la “circunstancia” y en la “propensión” adversa a fin de volverlas contra él, y eso ajustándose lo más posible a él –casi como sucedía más arriba en la danza, pero en una danza desviada de su finalidad, o invertida12–.
1.3.2 Figuras de la alteridad
Nos acercamos aquí a un punto crítico de toda nuestra construcción. Si el sentido nace de la relación con el otro, ¿cómo lo que ocupa el lugar y cumple la función, caso por caso, de ese “otro” es construido, en cuanto haciendo sentido, precisamente, como otro? ¿En virtud de qué privilegio “la alteridad”, en cuanto atributo significante vinculado a un objeto cualquiera, podría ser dada y no construida como todos los demás efectos de sentido, y eso en acto, gracias a alguna interacción “con el Otro”? Para no comprometernos en un proceso recursivo que no tendría fin, planteamos de una parte, a sabiendas de que eso no resuelve el problema de fondo, que la alteridad del otro es evidentemente siempre relativa, es decir, constituida desde el punto de vista de un sujeto de referencia, y de otra parte, que desde el punto de vista de ese sujeto aparecerá “como otro” simplemente aquello con lo que él interactúa: definición puramente sintáctica, que tiene al menos la ventaja de no atribuir ningún contenido ontológico (sustancial) a la definición de la alteridad. Entonces, todo aquello que “actúa” en relación con el sujeto, todo lo que le resiste, e incluso todo lo que simplemente “existe” enfrentándose a él (en último término, todo lo que para él es perceptible) se constituye para el sujeto, ipso facto, en figura ocurrencial del otro.
Por ejemplo, la lengua –la que hablamos o escribimos– que “ponemos en práctica”: ¿alteridad que nos resiste y que, en esa misma medida, sustenta todos nuestros intercambios (todos nuestros “juegos”, para hablar como el filósofo del lenguaje) y que tenemos que aprender a apropiárnosla (según Benveniste)? ¿O, por el contrario, forma misma de nuestra identidad? Desde cierto punto de vista, fenomenológico, el lenguaje es, efectivamente, indisociable de nosotros mismos: es nosotros mismos, lo vivimos, estamos “en él” y él está “en nosotros”; nos es tan poco “otro” que, si no fuera por la escuela, la cual nos distancia de él por principio, nos resultaría casi seguro imposible (como para el niño) captarlo como una exterioridad. Pero, de otro lado, ¿qué ocurre con el escritor? Para él, el lenguaje sería, sin duda, más bien el equivalente del granito, figura típica de la alteridad para la mano del escultor que trata de construir (de constituir o revelar) formas significantes partiendo de una materia bruta, terriblemente resistente, a la vez sólida y estructurada, con sus líneas de separación tan secretas como indescifrables.
Si para unos –para la mayoría