con esa forma particular de la alteridad que son, en su existencia de magnitudes autónomas, las palabras y las reglas de una lengua, será enfrentarse ahí, con vistas a hacer-ser, a partir de ellas, sentido, idealmente (mallarmeanamente, si se puede decir), en forma de Poema –puro ser de lenguaje–, ayudando a que las palabras se pongan, por decirlo así, por sí mismas en orden de acuerdo con afinidades propias. Evidentemente, antes de esa prueba en la que el “poeta” se prueba a sí mismo en contacto con una entidad no menos viva y determinada que él, con sus resistencias y casi, se diría, con su intencionalidad propia (como la del granito que solo se deja poner en forma a condición de que se respeten sus potenciales líneas de ruptura), nada –ningún sentido articulado, ningún objeto de valor, ningún “poema”– existe si no es como pura potencialidad de la lengua.
Desde este punto de vista, habría en el trabajo de la escritura un “placer de la lengua” (del juego con sus potencialidades) que se podría poner en paralelo con lo que, por el lado de la lectura, concebida también como un “trabajo”, se ha llamado el “placer del texto”. Si el paralelo se justifica es porque, evidentemente, en la medida en que, en un caso y en otro –escritura y lectura–, tenemos globalmente que ver con los mismos tipos de procesos interactivos de construcción de sentido. En el trabajo de la escritura, la positividad que el sujeto enfrenta en cuanto alteridad resistente es la lengua misma, y a través de ella, la infinidad de discursos, toda la “cultura” de la que ella es uno de los principales depositarios; de manera análoga, si se tratase de escritura musical, la alteridad por enfrentar estaría representada, para el compositor, por las potencialidades y las resistencias inherentes al sistema musical (tonal) que explora. El escritor trabaja en y con la lengua, el compositor musical en y con el universo sonoro ya también estructurado, cuya exploración y manifestación se impone como tarea. Paralelamente, en el trabajo de la lectura, el lugar y el rol del Otro corresponden al “texto”.
Pero entonces, ¿en qué sentido exactamente se puede decir que el texto también “interactúa” con el sujeto, convertido en “lector”? ¿Qué procedimientos semióticos precisos deben ponerse en marcha para que la lectura pase de una simple decodificación, que sería el equivalente de una ejecución académica o de un ensayo puramente escolar de la partitura musical, a lo que podríamos llamar una dicción, entendiendo por eso una lectura que, como la interpretación musical “de calidad”, adquiriese en cada ejecución la forma de una re-creación (al menos parcial) de sentido? “Practicar” un texto, ¿no sería en definitiva esencialmente algo como esto: rehacerlo como acto de construcción de sentido? No agotar unilateralmente sus virtualidades, sino acoger su estructura productiva misma y desplegar interactivamente sus potencialidades; no reconocer solo en su superficie una serie finita de significaciones, completamente hechas, sino reencontrar en él, en su espesor y en su opacidad, eso que está listo para hacer sentido, en acto, a cada nueva lectura, por poco que le demos los medios para hacerlo, es decir que logremos re-enunciarlo nosotros mismos. Eso implica una lectura que trascienda la pertinencia de los contenidos enunciados, la “letra” del texto, y que logre captar la efectividad enunciativa, o sea, la productividad significante.
De nuevo, aquí la aproximación al texto musical y a su interpretación nos parece esclarecedora. En sí misma, la partitura, por “musical” que sea, es con toda evidencia literalmente muda: no es más que un enunciado sin voz, objetivado por medio de una notación convencional. Solamente la ejecución, que es una puesta en acto del texto, una enunciación, dará vida a las notas figuradas en el papel, haciéndolas resonar, dándoles un cuerpo, una voz. ¿El texto lingüístico no reclama algo equivalente? No es sin duda únicamente una metáfora decir, como Raúl Dorra, que el texto (en la ocurrencia, el romancero de tradición ibérica), con su “voz”, con su “cadencia”, con su “respiración”, con su “color”, con el conjunto de sus cualidades estésicas, nos toca directamente al cuerpo, o, como François Jullien, que al reportar ciertos preceptos de la tradición china, afirma que son un “alimento” y que conviene “moverlos” en la boca e incluso “masticarlos” en silencio13. Mas, para justificarlo semióticamente, es necesario darle todo su alcance al acto enunciativo que constituye la lectura como trabajo de construcción del sentido. La enunciación se define, ciertamente, primero, de manera puramente negativa, formal y relativa, como lo que no es el enunciado, sino lo que él presupone y lo que lo condiciona: simple diferencia, puro desnivel jerárquico entre un plano y otro. Pero la enunciación es también lo que hay probablemente de más sustancial –de más carnal, incluso– en todo el proceso de la producción del sentido: es la que toma a su cargo el texto por medio de una “voz”, la del “enunciador” precisamente (en este caso, la del lector), que diciendo el texto le da cuerpo. Y según esta segunda acepción, la enunciación aparece a la vez como una puesta a prueba de sí misma –¿cómo trabajar el texto para realizarlo?– y, si esa prueba es felizmente vivida, como una encarnación del otro, es decir, del texto: doble y recíproco logro.
1.3.3 Sentido y experiencia
Presencia, situación, estesis, interacción: tales son algunas de las principales nociones que conviene retener para circunscribir la especificidad del “hacer” semiótico en lo que tiene hoy, en nuestra opinión, de más vital. Al ponerse como objetivo la captación del sentido en cuanto dimensión experimentada de nuestro ser en el mundo y al pretender estar en contacto directo con lo cotidiano, con lo social, con lo vivido, la investigación en nuestro dominio se orienta, cada vez más explícitamente, hacia la constitución de una semiótica de la experiencia, muy particularmente en forma de una sociosemiótica.
En ese marco, el privilegio otorgado a la relación entre instancias enunciantes, y en consecuencia, a la problemática del ajuste en acto y de la unión entre protagonistas que concurren a la construcción del sentido, permite comprender las afinidades que enlazan, en el plano de los principios, la presente perspectiva con la corriente fenomenológica. El sentido, desde nuestro punto de vista, no tiene que ser “descubierto” tal cual entre las cosas, ni “reconocido” en mensajes codificados, ni siquiera “liberado” jugando con la literalidad de los enunciados. Es necesario construirlo, y construirlo por lo menos entre dos. Porque si existe como materia viva, solamente puede serlo como el producto de la puesta en presencia de dos instancias competentes para interactuar en situación, una en cuanto “sujeto”, otra en cuanto “objeto”, sin olvidar que, en teoría, esas posiciones son siempre intercambiables.
En un pasado reciente, estos puntos de vista generales han estado en el origen de una evolución teórica que ha conducido, primero, a la radicalización de los principios de la semiótica narrativa clásica –una teoría de la acción “en papel” fue sustituida poco a poco por una teoría de la praxis “en acto”14–, luego, a su reinterpretación en el marco de una semiótica que se podría caracterizar, en su principio, como estética15. El paso se efectuó por medio de una serie de trabajos bastante heteróclitos en apariencia por sus temas –investigaciones sobre la percepción, sobre la presencia, sobre el gusto, sobre el contagio, sobre el cuerpo en general–, pero que, de hecho, arrancan todos de la noción de estesis tal como fue formulada por Greimas en De la imperfección16. Dos grandes pistas se diseñan a partir de ahí. Mientras que la primera conduce al análisis de la experiencia estética stricto sensu y a una renovación de la semiótica de las obras literarias y de los objetos plásticos17, la segunda desemboca generalmente en una mejor comprensión de las condiciones de nuestro ser en el mundo en cuanto mundo significante18. Como puede comprenderse, esta última orientación es la que más nos interesa aquí, dadas las perspectivas que abre en lo que concierne al estudio más específicamente “socio”-semiótico de los regímenes de sentido en situación y de sus transformaciones. Ciertamente, existen otras corrientes que dan testimonio en particular de preocupaciones más marcadas por la coherencia metalingüística, por la autonomía epistemológica, y con frecuencia por un formalismo que coexiste en el seno de la disciplina. Por nuestra parte, tratamos de construir una semiótica extrovertida, menos interesada en probar su propia existencia que en dar cuenta de la manera en que el mundo hace sentido a nuestro