planteada ahora como posible, no solamente en circunstancias excepcionales y fortuitas, sino también “en nuestros comportamientos de todos los días” (De l’I., 78). La experiencia estética no será ya, o no lo será necesariamente, una gracia providencial. Puede proceder igualmente de la iniciativa del sujeto y de un trabajo de construcción que depende solo de él. En ese caso, nada de eventos estéticos fortuitos ni de deslumbramientos que esperar. Y de hecho, al relato anterior, canónicamente proppiano (suspenso, peripecia, resolución), sucede ahora el de un verdadero no evento: menos heroico y menos espectacular que el destino del sujeto transportado por el éxtasis o los trances de la pasión, pero también menos estereotipado; podemos asistir ahora a una lenta y perseverante búsqueda de sentido, alejada de todo sentimentalismo y de todo recurso a la trascendencia. Para el sujeto de esta búsqueda, la cuestión central ya no será aquella, especulativa, de la prioridad de lo cognitivo o de lo sensitivo, vistos como polos irreconciliables, sino una “cuestión de método”: ¿cómo dar cuenta de la inteligibilidad de lo sensible a través de la observación de los comportamientos humanos “vividos” o de sus simulacros, por ejemplo, literarios, “dignos de fe” (De l’I., 72)?
Y lo mismo ocurre con la posición del semiótico en cuanto sujeto supuesto de un “saber”. En lugar de considerar lo sensible como un plano autónomo que se debe mantener a distancia, en posición de objeto, al cual se superpondría, como en Semiótica de las pasiones, un plano cognitivo concebido como jerárquicamente superior y como reservado a una instancia cognoscente desligada de la experiencia misma a analizar, Greimas propone, en De la imperfección, la figura de un sujeto, por así decir, completo, o simplemente humano: a la vez “inteligente” y “sensible”, indisociablemente implicado en la experiencia del mundo sensorialmente perceptible y comprometido en la búsqueda reflexiva del sentido que allí se inscribe. “Mehr Licht!”* (D l’I., 95), sí, pero sobre la experiencia misma de un sujeto que conjuga ahora tanto la disponibilidad para sentir como la disposición para comprender. Nos enfrentamos, pues, con un trabajo de edificación o incluso de deducción semiótica, con una suerte de aprendizaje que tiene en mente un mejor control de la competencia latente que cada uno de nosotros posee para sentir en torno a sí la presencia del sentido, y para comprender aquello que puede ser significado a través de esa presencia sensible.
2.3.2 Sentido y no-sentido
A fin de extraer de estas observaciones una interpretación crítica de conjunto, podríamos decir, de manera deliberadamente un tanto provocativa, que la primera parte de De la imperfección trata en el fondo de las formas posibles del no-sentido, poniendo de relieve dos de ellas, complementarias entre sí: la primera procede de la pura continuidad –es la supuesta uniformidad pesada y engorrosa de lo cotidiano, capaz de “desemantizar” todas las cosas–, mientras que la otra, su contraria, nace de la discontinuidad radical –de una dispersión que impide que el sentido “cuaje”–. Por el contrario, la segunda parte del libro apunta al restablecimiento de un mundo que hace sentido, y sugiere para eso un doble proceso de negación creadora que desemboca en la producción, por un lado, de formas de lo no continuo que permitan la aparición de efectos de sentido “modulados”, y por otro, de articulaciones no discontinuas, potencialmente generadoras de “armonías” significantes.
Podemos esquematizar esta interpretación de la manera siguiente:
En Greimas, la primera de esas formas, la del no-sentido, ligada a un tipo de manifestación de lo continuo que él denomina “rutina” (en posición 1 en el esquema), está explícitamente vinculada a la idea de un mundo desemantizado, totalmente idéntico a sí mismo, muerto en cierto modo, o en todo caso que “no representa la vida”, puesto que apela a la constitución de “otro lugar imaginario alimentado de espera y de esperanza” (De l’I., 84). La otra forma de negación del sentido (en posición 3 en el esquema) es la de un mundo no “desemantizado” por la repetición o por la permanencia de lo mismo, es decir, por el exceso de previsibilidad, sino convertido en sinsentido por la imprevisibilidad de los “accidentes estéticos” que provocan ahí aleatoriamente las inscripciones siempre posibles de una alteridad radical.
Es cierto que, contrariamente a las perturbaciones de orden pasional del otro libro, ninguno de los accidentes estéticos en cuestión nos es presentado como sinsentido en sí mismo, puesto que, al contrario, cada uno de ellos hace figura de brusca revelación del sentido por la mediación de lo sensible. Por ejemplo, la suspensión de la última gota de la clepsidra provoca en Robinson, el héroe del relato de Michel Tournier, la intuición súbita de un “mundo otro”, es decir, “verdadero”, deslumbrante justamente porque hace sentido, a diferencia del mundo “ordinario”, del que se podría decir, por contraste, que apenas tiene una pizca de “significación”. No por eso el conjunto de los “accidentes” analizados (tanto en el texto de Tournier como en los otros cuatro) deja de inscribirse dentro de un sintagma narrativo global que encadena una sucesión de experiencias absolutamente heterogéneas y hasta contradictorias entre sí. De donde surge, por decirlo familiarmente, su carácter de “sin pies ni cabeza”: del tedio del día a día al deslumbramiento inesperado, del marasmo al éxtasis, y luego, del éxtasis al marasmo; si tales idas y venidas tienen algún sentido, ¡lo que quieren decir es por lo menos enigmático!
Tanto y más que en cada uno de esos casos, el accidente propiamente dicho –la catástrofe o el milagro responsable del “deslumbramiento”– no parece resultar de nada que lo preceda. “Evento” inexplicado que cae “del cielo” sin que se lo pueda prever ni pueda uno prepararse para él, es decir, sin hacerlo venir. Después, una vez que ha ocurrido, deja que el sujeto recaiga como aturdido en un estado que no tiene, de nuevo, ninguna relación con la experiencia anterior. Como pura secuencia de discontinuidades, un sintagma semejante, considerado como un todo, solo puede producir, por decirlo de otro modo, un efecto de falta de ilación que constituye, propiamente hablando, en el plano de la vivencia, el equivalente de un caos semántico. Es comprensible que, en tales condiciones, el sujeto, milagrosamente privado de todo control sobre su entorno y sobre sí mismo, únicamente pueda guardar, a lo sumo, de su “deslumbrante” aventura, un poquito de “nostalgia” (De l’I., 17, 90).
Por el contrario, la segunda parte del libro cambia la vida, o al menos trata de introducir en ella un verdadero sentido por medio de la superación de ambos polos de la categoría continuo versus discontinuo –sobre la cual reposa la filosofía catastrofista precedentemente desarrollada–. Una primera posibilidad (figurada en el esquema por el paso de 1 a 2) es ofrecida por la negación de lo continuo, de lo monótono, de lo rutinario, de lo perfectamente programado, operación susceptible de traducirse en superficie por la aparición de cierta “fantasía”, es decir, por un margen de inesperado en la realización de los programas, por ejemplo por la introducción de variaciones cualitativas, o, por qué no en este estadio, de modulaciones cuantitativas a lo largo del sintagma. Pero es más bien la otra posibilidad sugerida por el modelo la que parece retener la atención de Greimas, la que consiste en explotar la negación de lo discontinuo: superación de lo aleatorio y de lo caótico (paso de 3 a 4). Allí aparece de manera decisiva lo que el autor llama el “hacer estético” del sujeto (De l’I., 79), actividad concertada y orientada que apuntará esencialmente a introducir encadenamientos, “enlaces”, una sintagmática controlada, y –elemento crucial– un espesor temporal en las interacciones entre las gentes y las cosas, de tal manera que resulta posible organizar la búsqueda del sentido, si no programarla, en lugar de quedar reducidos a esperar que la revelación advenga de pura suerte, por gracia o por accidente. Eso supone, cuando menos, el reconocimiento de cierta cohesión (tal vez también de alguna forma de “inherencia”, según expresión de Merleau-Ponty8) entre las magnitudes de diversos órdenes que están en juego: entre un hacer y otro hacer, o entre un hacer y el estado resultante. En otros términos, el estado de alma, la “pasión”, y más generalmente el padecer, cuya experiencia de orden estésico constituye