el objeto –o con otro sujeto–, ajustándose en acto. Solo, en efecto, un determinado modo de “ajuste” [adecuación] (el término se encuentra en Greimas: De l’I., 40), una forma u otra de permeabilidad y de sintonía, en definitiva de orden somático, entre elementos copresentes en el espacio o articulados en el tiempo puede dar, poco a poco, un sentido, si no a “la vida” en general, por lo menos a la copresencia de los sujetos, a su estar-conjuntos, y eso no en un “mundo otro”, por así decir trascendente, sino, hic et nunc, en la inmanencia sensible de la existencia cotidiana.
De manera más general, se podría decir que ese paso de lo discontinuo a lo no discontinuo da cuenta del paso de la discordancia a las diferentes formas de armonía donde las partes se arreglarán entre sí para construir un todo que se sostenga a sí mismo. Podemos pensar, por ejemplo, en lo que cambia entre el momento en que los músicos de una orquesta “afinan” sus instrumentos cada uno por su lado (o a lo sumo de dos en dos, o de instrumento en instrumento) y, en esa medida, “no se ponen de acuerdo” entre sí –de donde surge ese efecto de cacofonía y de “caos” (posición 3 del esquema)–, y el momento siguiente (indicado en 4), cuando, por el contrario, comienzan a tocar todos juntos, precisamente cuando se ponen de acuerdo unos con otros, es decir, cuando ajustan sus diferencias (sin neutralizarlas), haciendo que “se acoplen” unos con otros: la cacofonía se transforma entonces en sinfonía. Paralelamente, si por continuo en sentido estricto se designa un sintagma hecho únicamente de la repetición indefinida del (o de los) mismo(s) elemento(s) –monotonía perfecta, representable, por ejemplo, por un mismo sonido indefinidamente “mantenido” (posición 1 del esquema)–, queda claro que un sintagma semejante se opone tanto a la cacofonía representada por lo discontinuo en sentido estricto, pura alteridad de los componentes, de unos con respecto a los otros (posición 3), como a la armonía sinfónica que se puede oír con la aparición de lo no discontinuo, configuración en la que los elementos se ajustan unos con otros, y tienden por eso mismo a crear un efecto de diversidad –de vida– en el interior de una unidad englobante dotada en sí misma de sentido (según la posición 4, de nuevo).
Para prever, por lo demás, algunos de los valores que los términos polares de la categoría de base que aquí opera –lo continuo y lo discontinuo– pueden teóricamente adquirir no solamente bajo el ángulo estésico, sino también más generalmente en términos ideológicos, hay que advertir que tanto uno como otro tienen grandes posibilidades de aparecer, en numerosos contextos, como muy cercanos de lo intolerable, y hasta de lo “mortal” en sus efectos. Así, lo continuo, por poco que se manifieste con insistencia, por ejemplo en el plano de la percepción visual o sonora –ya como repetición indefinida, ya como persistencia inmutable–, se convierte rápidamente en insoportable. Por su parte, el caos total, o la inconstancia radical que sería el equivalente de un discontinuo en estado puro, donde no se pudiese uno fiar absolutamente de nada, donde ninguna regularidad pudiera ser identificable, sería igualmente insoportable. No obstante, aunque esos dos extremos nos parezcan, en ese sentido, igualmente “inhumanos”, no lo son de la misma manera: mientras que lo continuo nos llevaría, en términos schopenhauerianos (y también, como lo hemos constatado, “greimasianos”), a hacernos morir de tedio (porque es siempre lo mismo lo que acontece), lo discontinuo nos llevaría más bien al polo del dolor (la cacofonía perfora los oídos).
Además, las variables de orden aspectual en torno a las cuales se articula implícitamente nuestro modelo (la iteratividad de lo rutinario, la puntualidad de lo accidental, etc.) son bastante generales para que el dispositivo valga, en principio, también para dimensiones de la experiencia distintas de las temporales. Por ejemplo, en primer lugar, para la dimensión espacial. Para seguir por un momento a Greimas en su gusto por las realidades “de todos los días” (lejos, una vez más, de la “gran estética”), retengamos por un instante el tema del ordenamiento de los paisajes urbanos, y consideremos las diferentes maneras como dichos paisajes pueden llegar a hacer sentido, o no. Podemos tener, para empezar, configuraciones de tipo barrio industrial “a la europea”, con filas sin fin de casas idénticas, pegadas unas a otras: realización banal de un continuo donde el exceso de cohesión, y por consiguiente de previsibilidad, contiene todas las probabilidades de inducir un efecto de monotonía desesperante; tal sería el ejemplo típico del paisaje “desemantizado” (posición 1). En el polo opuesto, igualmente estereotipado aunque más pretencioso, tendremos (en 3) el estilo del barrio “chic” –a la americana, se entiende–, mezcolanza más o menos extravagante de estilos desprovistos de toda coherencia, caos urbanístico o capricho arquitectónico, que, en términos estéticos, engendra el sinsentido.
Pero, complementariamente, vemos cómo se podría poner remedio a una y otra de esas formas de lo inhabitable: de un lado (pasando de 1 a 2), por medio de un urbanismo que trate de romper la monotonía, de modular la uniformidad introduciendo un poco de “desorden”, de “inesperado”, o de “pintoresco” en el decorado, en una palabra, de “fantasía”, es decir, de lo no continuo –sin sobrepasar, claro está, ciertos límites, pues en tal caso, correríamos rápidamente el riesgo de caer en lo discontinuo (remontando de 2 a 3 según una implicación lógica, a la vez prevista por el modelo y comúnmente constatable en las realidades empíricas de las que pretendemos dar cuenta)–; y de otro lado (yendo de 3 a 4), por medio de estrategias orientadas, por el contrario, a la promoción de lo no discontinuo, tratando simplemente de introducir, frente a la proliferación de estilos, un mínimo de cohesión: corresponde evidentemente a la municipalidad, instancia homogeneizante, poner en práctica un principio unificador de ese género, aunque solo fuera plantando, por ejemplo, unas filas de árboles, o instalando un sistema de alumbrado público susceptible de dar a la ciudad un semblante de homogeneidad (si no de armonía), a pesar del carácter heteróclito de las opciones “estéticas” locales.
La lectura de De la imperfección invita, pues, a multiplicar las vías de acceso a la inteligibilidad de lo sensible. Hemos distinguido dos grandes líneas de interpretación, una catastrofista –rutina y accidente– y otra constructivista. La segunda se orienta hacia configuraciones en las que la presencia de un sentido se hace sentir de un modo “melódico” o “armónico”, que suponen, a su vez, el reconocimiento de un rol igualmente activo en los dos participantes –sujeto y objeto– implicados en los procesos de construcción del sentido. A esta última lectura nos atendremos en adelante. Ante todo, porque es la única que nos pare-ce conforme con la actitud epistemológica adoptada por Greimas a lo largo de todas sus obras, pero además, y sobre todo, porque, como se verá por lo que sigue, abre numerosas pistas nuevas para el avance de la investigación.
Capítulo 3
Sentido e interacción
3.1 JUNCIÓN VERSUS UNIÓN
Con la perspectiva de los años, resulta bastante fácil medir hoy la relatividad de los modelos elaborados en semiótica durante los años 1970-1980, cuando se trataba de construir las bases de una gramática narrativa, es decir, en realidad, de una teoría de la acción, y sobre todo, de la interacción. Esta noción, esencial en la perspectiva de un análisis sociosemiótico de las condiciones de emergencia y de captación de la significación, supone, en todos los casos, al menos dos actantes, entre los cuales interviene, por hipótesis, alguna relación de carácter dinámico, un proceso del cual resultarán determinadas transformaciones que pueden afectar a una o a otra de las dos partes, cuando no a las dos, y por lo mismo, probablemente, a la naturaleza misma de sus relaciones. A partir de ahí, son concebibles diversos tipos de modelos, a fin de formalizar y de describir después empíricamente el funcionamiento, los efectos y, en definitiva, el sentido de las relaciones y de los procesos observables en ese marco. Ahora bien, como sabemos, la arquitectura de los modelos que se ponen en marcha depende siempre, en parte, de las mallas de lectura a las que, a veces casi sin darnos cuenta, recurrimos en el estadio de observación intuitiva inicial. Y desde ese punto