John C. Lennox

Contra la corriente


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Dios tiene planes, planes individuales para aquellos que confían en Él. De seguro no parecía ser así cuando los cuatro adolescentes salían dando tumbos de Jerusalén, observando (como podemos imaginarlos) a través de ojos llorosos, mientras las caras ansiosas de sus afligidos padres se perdían en la distancia. En aquellos momentos conmovedores quizá no sintieron que Dios les iba a dar un futuro y una esperanza. Pero Él al final lo hizo.

      Esto nos debe alentar cuando nuestra fe en Dios se vea sometida a pruebas duras, cuando nuestras oraciones parezcan rebotar en un cielo aparentemente impenetrable y las dudas se acumulen ante las circunstancias adversas y el creciente ataque público contra la fe cristiana. Cuando las emociones de Daniel y de sus amigos se quebrantaron, ellos encontraron consuelo al saber que lo que les estaba sucediendo, aunque era profundamente traumático, había sido predicho por los profetas. Y nosotros podemos hacer lo mismo. Después de todo, el mismo Señor Jesús dejó claro que aquellos que lo siguieran serían tratados como Él:

      Estas cosas os he hablado, para que no tengáis tropiezo. Os expulsarán de las sinagogas; y aun viene la hora cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde servicio a Dios (Juan 16:1-2).

      Jesús les dijo esto con antelación a Sus discípulos para que cuando al final los persiguieran y acosaran, supieran que Dios aún los tenía en Sus manos. Tal vez una analogía puede ayudarnos. Piense en un mapa de carreteras. Uno casi nunca lo necesita cuando el camino es ancho y las señales están bien iluminadas. Sin embargo, cuando el camino se torna estrecho y escabroso y parece no conducir a ninguna parte, tener un mapa que muestre que este terreno difícil es precisamente lo que usted debe esperar en esta etapa del viaje le da mucha tranquilidad, si es que usted no ha perdido el camino. Y es ese tipo de «mapa» el que nos puede ayudar cuando el «camino» de la vida se torna escabroso. Para Daniel fue muy escabroso, pero estaba claramente marcado en el mapa que Jeremías había proporcionado.

      Por supuesto, el realismo nos plantea que aún quedan muchas preguntas inquietantes que contestar. ¿Qué quiere decir Jeremías cuando afirma que Dios no tiene planes de hacernos daño? ¿No fueron dañados Daniel y sus amigos al ser arrancados de la estabilidad de sus hogares y llevados a Babilonia? ¿No es dañada una persona por lesiones o enfermedades, persecución o hambre? ¿No daña un cáncer que se lleva a una esposa de su esposo, o a una madre de sus hijos, a ese marido y a esa familia? Entonces, ¿qué puede significar que Dios no tiene planes de hacernos daño? La respuesta la podemos encontrar al considerar qué significa la palabra daño desde la perspectiva de Dios. Jesús expresó:

      Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno. ¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre. Pues aun vuestros cabellos están todos contados. Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos (Mateo 10:28-31).

      Jesús deja claro que el tipo de daño que mata al cuerpo no es daño como Dios considera el daño. El apóstol Pedro planteó algo similar, para reforzar la fe de los cristianos que estaban a punto de atravesar por un tiempo difícil de persecución:

      ¿Y quién es aquel que os podrá hacer daño, si vosotros seguís el bien? Mas también si alguna cosa padecéis por causa de la justicia, bienaventurados sois. Por tanto, no os amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis (1 Pedro 3:13-14).

      Es triste que a veces los cristianos profesantes acarrean problemas y sufrimiento sobre sí mismos por no ser justos. Pedro aquí escribe a los que sufren por ser justos, y los anima a no tener miedo.

      ¿Qué es lo que marca la diferencia? ¿Podría ser que lo que pensamos que es daño se ve diferente desde la perspectiva eterna de Dios? Si la muerte física es el fin de la existencia, como afirman los ateos, entonces las palabras de Pedro son vacías por completo. Peor que eso, son positivamente engañosas. Si la muerte no es el fin, sino una puerta que marca una transición hacia algo mucho más grande, todo se ve diferente.

      Daniel tenía esa perspectiva. Él termina su libro al declarar confiadamente la esperanza de la resurrección. Las últimas palabras que él registra se las dijo un mensajero de otro mundo:

      Y tú irás hasta el fin, y reposarás, y te levantarás para recibir tu heredad al fin de los días (Daniel 12:13).

      No hay nada que enfurezca más a los nuevos ateos que hablar de otro mundo más allá de este, y de una resurrección en este mundo. Bueno, tal vez no sea así. Ellos serían felices con otros mundos según su convicción de una evolución universal que debió haber producido vida en abundancia; pero ciertamente no están felices de imaginar la resurrección. Por definición, un agujero sobrenatural en la historia no puede verse a través de la lente de una cosmovisión materialista (o naturalista). Pero eso no prueba que no esté allí. Un aparato físico que esté diseñado solo para detectar la luz en el espectro visible, nunca detectará los rayos X, pero esto no prueba que los rayos X no existen.

      Y existe un agujero muy bien certificado en la historia, un punto singular que no encaja en una teoría reduccionista de la historia ni de la ciencia. Como escribió el teólogo de Cambridge C. F. D. Moule (1967, páginas 3,13):

      Si la aparición de los Nazarenos, un fenómeno que el Nuevo Testamento certifica de manera innegable, abre violentamente un gran agujero en la historia, un agujero del tamaño y la forma de la Resurrección, ¿cómo pretende taparlo el historiador secular? […] El nacimiento y el rápido ascenso de la iglesia cristiana… sigue siendo un enigma sin resolver para cualquier historiador que se niegue a tomar en serio la única explicación que la propia iglesia ofrece.

      La historia ya da testimonio de la resurrección corporal de Jesús, alrededor de 600 años después de la época de Daniel. La resurrección constituye una prueba poderosa que establece que Él era el Mesías, el Hijo de Dios. Por supuesto, también demuestra que la muerte física no es el fin.

      Pero estamos avanzando demasiado rápido. Debemos dejar el debate del final del Libro de Daniel para el momento apropiado. Menciono aquí la resurrección solo para señalar que nunca entenderemos la estabilidad y resolución de la vida de Daniel hasta que captemos la disposición de ánimo que caracterizó su vida. Aunque vivió en este mundo, no vivió para él. Fue en otro mundo donde invirtió su vida, y es ahí donde ahora disfruta su herencia.

      Sobra decir que sería necio vivir para otro mundo si ese mundo no existiera. Eso en verdad sería gravemente delirante. Por otro lado, si ese mundo de hecho existe, no invertir la vida en él sería igualmente delirante, ¿no es verdad?

      CAPÍTULO 2

      CIUDAD DE ÍDOLOS

      Daniel 1

      Es muy probable que Daniel y sus amigos quedaran profundamente admirados cuando vieron por primera vez la ciudad de Babilonia, a pesar del trauma y el dolor que habían sufrido en los meses anteriores. Si la apreciamos con detenimiento, comprenderemos mejor la actitud y las decisiones de este joven hebreo.

      Alan Millard, experto en el Cercano Oriente, escribe (en Hoffmeier y Magary 2012, pág. 279):

      El Libro de Daniel, al igual que Heródoto y otros escritores griegos, refleja de manera precisa la actividad constructora de Nabucodonosor y el uso del arameo en la corte babilónica, un aspecto que era también bastante conocido, sin lugar a dudas.

      Babilonia era una ciudad espectacular que superaba con creces cualquier otra cosa que un joven de Judá hubiera visto o imaginado. Abarcaba más de 1.000 hectáreas (10.000.000 m2) así que era la más grande del mundo en aquella época. Jerusalén, la ciudad capital que Daniel conocía, debe haber lucido bastante pequeña en comparación con esta enorme metrópoli asentada en la orilla oriental del gran Río Éufrates.

      Casi un siglo antes, Senaquerib, el emperador asirio, había destruido Babilonia, y los emperadores babilónicos, en especial Nabucodonosor, habían emprendido inmensos programas de reconstrucción, los cuales a la llegada de Daniel ya estaban prácticamente terminados. En efecto, nueve décimas partes de los ladrillos desenterrados de