Rebecca Manley Pippert

Sal


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muestren la belleza y la relevancia del evangelio.

      Nos falta confianza

      Lo que oímos repetidamente es “No estoy seguro de cómo hacer esto. Sí quiero compartir mi fe, pero no sé por dónde empezar”. Así que la última sección se centra en el modelo: lo que podemos aprender de Jesús y de la iglesia primitiva sobre el “cómo” del testimonio. Veremos cómo podemos compartir eficazmente el evangelio tanto con personas que están espiritualmente abiertas como con aquellas que están cerradas.

      El propósito de este libro es ayudarnos a estar a la altura del desafío de nuestro tiempo: hablar en nombre de nuestro Señor de una manera que refleje la maravilla de quién es Dios; comunicar la belleza, la profundidad y la relevancia del evangelio que él nos ha confiado; llegar a depender del Espíritu para que, a través del Espíritu de Dios, podamos abrir una brecha en la resistencia y la obstinación de las mentes y los corazones que todavía no creen. En resumen, ayudarnos a encontrar maneras eficaces de compartir nuestra fe incluso, o especialmente, con todos los desafíos que presenta el mundo de hoy.

      SECCIÓN UNO: LOS MEDIOS

      01 Oposición en el campus

      

      No provengo de una familia cristiana. De hecho, mucho tiempo no fui cristiana.

      Durante varios años me habría descrito como agnóstica nostálgica. Sentía que me faltaba algo: había en mí un anhelo al que no lograba poner nombre, una sed que no podía saciar, una añoranza de algo que no alcanzaba a visualizar.

      Recientemente encontré algo que escribí para una clase de literatura en mi último año de secundaria. Me sorprendió ver lo claramente que aquel texto revelaba mi búsqueda de significado. Aquí va un fragmento: “Yo también me identifico con lo que el autor aborda en esta novela. Esa añoranza, esa sensación de que hemos sido creados para algo más, de que se nos promete algo más, ¿tiene alguna respuesta desde la realidad objetiva? ¿Existe alguna respuesta a esa ‘sed inconsolable’ de la que escribe?”.

      El instituto de secundaria al que asistí era un instituto público; es decir, no era una escuela cristiana. Sin embargo, mi profesor escribió en el margen: “Becky, estás en el viaje más importante que cualquier ser humano puede hacer. Aunque no lo sepas, estás buscando a Dios. No te conformes con sustitutos baratos. Llama a todas las puertas y sigue llamando hasta que obtengas una respuesta. Hagas lo que hagas, ¡no te rindas!”.

      En esa búsqueda de significado exploré otras religiones y otras filosofías. Todo lo que leí me dejó insatisfecha. Sin embargo, nunca había investigado el cristianismo, ni leído una sola página de la Biblia, porque asumí que, como había crecido en EE. UU., ya lo entendía.

      Entonces leí dos libros que me cambiaron la vida. El primero fue la novela La caída, de Albert Camus, el existencialista y ateo francés que me reveló que yo era pecadora. Afirmar que llegué a esa conclusión gracias a un autor ateo puede sonar extraño, pero su valiente análisis del corazón humano era tan devastador que ahogó toda esperanza de que llegara a ser una humanista optimista que solo veía el lado bueno de la naturaleza humana. No obstante, yo tenía un problema con Camus: aunque era profundamente realista sobre el lado oscuro de la naturaleza humana, no tenía respuestas satisfactorias para explicar el bien que vemos.

      Entonces me encontré con un libro de C. S. Lewis, Mero cristianismo. Lewis me introdujo en el cristianismo. Aunque a un nivel superficial veía similitudes entre las principales religiones, me sorprendió lo diferente que era la fe cristiana de todo lo que había leído. Lewis también despertó mi interés por la Biblia. Empecé a leer los Evangelios y Jesús me cautivó. Al final me rendí y entregué mi vida a Jesucristo, una historia de la que hablaré más en el próximo capítulo.

      Encontrar la sed

      Poco después de convertirme al cristianismo me marché de casa para ir a la universidad. Era una joven cristiana con muy poco conocimiento de la Biblia, pero sabía que los cristianos debían hablar de Jesús a los demás. El problema era que me faltaba el valor para hacerlo. Como muchos cristianos hoy en día, asumí que compartir mi fe significaba proclamar el mensaje a todas las personas que me encontrara, sin respiro. No tenía ni idea de cómo sacar el tema de la fe de forma natural. Me preocupaba ofender a la gente y no poder responder a sus preguntas. Así que nunca decía nada, esperando que la gente viera algo diferente al observar mi vida.

      En mi primer año en la universidad tuve dos experiencias muy significativas. En el primer semestre asistí a un encuentro cristiano. El tema del mismo era la evangelización, y fui con la esperanza de que disipara mis miedos y me diera la valentía que me faltaba. La primera charla fue sobre el imperativo bíblico de la evangelización y me sentí inspirada y retada. En la segunda charla, sin embargo, empecé a pasarlo mal. El tema era “Cómo ser un testigo” y el conferenciante presentó tres puntos:

      1 Comparte el evangelio con tantas personas como sea posible en un día. Nos dio algunas frases útiles para introducir el tema.

      1 Apunta siempre a que se entreguen a Cristo. Si no están interesados, entonces pasa a otra persona.

      1 Piensa en sus preguntas como cortinas de humo: cosas que la gente usa para no considerar la fe. Responde a sus preguntas si es posible, pero entiende que sus preguntas probablemente indican una falta de apertura espiritual.

      Nos enviaron a un centro comercial con instrucciones para hablar con la mayor cantidad de gente posible sobre Jesús. No debíamos perder el tiempo conversando, sino que debíamos tratar de llevarlos a Cristo.

      Sin embargo, decidí seguir mis propios instintos y pasé toda la tarde charlando con una sola persona, con quien tuve una conversación espiritual muy estimulante. No la presioné para que entregara su vida a Cristo porque me pareció prematuro. Al final de nuestra conversación intercambiamos direcciones para continuar nuestro diálogo espiritual.

      Cuando regresamos, tuvimos un tiempo para compartir cómo nos había ido. Me di cuenta de que el “éxito” se definía por la cantidad de gente que había hecho profesión de fe, y por esa regla de tres, yo había fracasado. No obstante, seguía muy contenta por la conversación espiritual que había tenido esa tarde.

      Aquellos conferenciantes eran creyentes fieles que amaban al Señor de forma sincera. Sin embargo, ¡salí del encuentro confundida y con más preguntas que cuando llegué! ¿Qué significa ser testigo de Jesús? ¿Cómo hablaba Jesús a la gente sobre la fe? ¿Es la conversión la única medida del “éxito” evangelístico? ¿Son los “resultados” algo que nosotros podemos provocar?

      Salí de aquel encuentro convencida de dos cosas: sí, era evidente que Dios nos llama a ser sus testigos, pero ahora tenía que averiguar cómo hablaba Jesús a la gente sobre la fe.

      Así que empecé a estudiar los Evangelios. Me impresionó profundamente la tremenda compasión que Jesús tenía por la gente. Mostraba respeto escuchando atentamente a los demás. Hacía preguntas sugerentes y era tan atrayente que despertaba la curiosidad de la gente y querían escuchar más.

      No importaba lo apremiantes que fueran las demandas que rodeaban a Jesús: nunca tenía prisa por pasar a la siguiente persona. Nunca trataba a la gente como “proyectos” evangelísticos. Tampoco compartía el evangelio siguiendo el mismo patrón con todos. La forma en que Jesús hablaba de la fe, las metáforas e ilustraciones que usaba, dependían de la persona con la que hablaba. Ni siquiera “predicó el evangelio” a todas las personas que se cruzaron en su camino.

      No descubrí ninguna fórmula, pues Jesús no tenía una serie de preguntas que usaba siempre, hablara con quien hablara. Aprendí mucho observando cómo Jesús hablaba sobre la fe, pero también me quedó claro que daba testimonio de