que Dios está con nosotros, que va delante de nosotros y que desea usarnos, incluso a pesar de nuestros miedos y nuestra poca fe, es lo que marca la diferencia. Como dijo el predicador del siglo XIX Charles Spurgeon: “Algunos son bebés y otros son gigantes. Pero... un poco de fe es fe. Y una esperanza trémula es esperanza” (Faith’s Checkbook, crosswalk. com/devotionals/faithcheckbook, devocional del 21 de febrero, visto el 23/12/19).
Lo cierto es que no necesitamos confiar más en nosotros mismos. Lo que precisamos, más que nada, es confiar en Dios. Confiar en el Dios verdadero es lo que nos permite ver que nuestra debilidad no limita al Dios vivo y poderoso. A él le complace usarnos, mientras damos pequeños pasos de obediencia.
Jesús nos manda que seamos sus testigos. Será más fácil de lo que pensamos y más difícil de lo que imaginamos. Pero Jesús no nos envía con las manos vacías. Nos da los medios divinos que necesitamos para obedecer ese mandamiento divino; y de esos medios hablaremos en esta primera sección del libro.
Para reflexionar
1 Piensa en las veces que has intentando compartir el evangelio con otros. ¿Cómo han marcado esas experiencias tus expectativas y cómo te sientes en cuanto a la evangelización?
1 ¿Qué has aprendido de Becky sobre la forma en que Jesús se acercaba a la gente con el evangelio? ¿Cómo podrías aplicar el acercamiento de Jesús en tu propio testimonio?
1 “No necesitamos confiar más en nosotros mismos. Lo que precisamos, más que nada, es confiar en Dios”. ¿Tiendes a avanzar confiando en ti mismo o a dudar de ti mismo y no avanzar? ¿Cómo influye eso tu actitud respecto a compartir tu fe?
02 Celebrar nuestra pequeñez

Cuando era agnóstica, constantemente le daba vueltas a la misma pregunta: “¿Cómo puede el ser humano finito afirmar que conoce a Dios? ¿Cómo sabe que no está siendo engañado?”.
Un día soleado de verano estaba tumbada en el césped de nuestro jardín cuando vi que unas hormigas estaban ocupadas construyendo un hormiguero. Se me ocurrió redireccionar sus pasos usando ramitas y hojas. Y, sin más, cambiaron de ruta y empezaron un nuevo hormiguero. Pensé: “¡Esto es como ser Dios! ¡Estoy redirigiendo sus pasos y ni siquiera se dan cuenta!”.
En un momento dado, dos hormigas se subieron a mi mano y pensé: “Sería gracioso que una hormiga se volviera hacia la otra y le dijera: ‘¿Crees en Becky? ¿Crees que Becky existe?’”.
Me imaginé a la otra hormiga respondiendo: “¡No seas ridícula! Becky es un mito, un cuento de hadas!”. ¡Qué cómica la arrogancia de esa hormiga diciendo que no existo, cuando podía tirarla de allí con un simple soplido!
Pero, ¿y si la otra hormiga le dijera “Yo sí creo que Becky existe”? ¿Cómo lo resolverían? ¿Cómo podrían saber que soy real? ¿Qué tendría que hacer yo para revelarles quién soy?
De repente, me di cuenta: la única forma de revelarles quién soy, de un modo que ellas me pudieran entender, sería convirtiéndome en una hormiga. Tendría que identificarme por completo con el ámbito de su realidad.
Me senté y recuerdo que pensé: “¡Qué pensamiento tan asombroso! ¡Reducir mi tamaño para reflejar con exactitud quién soy en forma de hormiga! ¿Pero cómo sabrían las hormigas que se trataba de mí en forma de hormiga? Ya lo sé: ¡tendría que hacer trucos! ¡Cosas que ninguna otra hormiga podía hacer!”.
Entonces caí en la cuenta: acababa de resolver el problema de cómo los seres humanos finitos podríamos descubrir a Dios. Para ello, Dios tendría que venir del exterior y revelarnos quién es.
En aquel momento, yo aún no había analizado el cristianismo, pero sí había buscado en otras religiones del mundo y no me había encontrado con ningún fundador o profeta que dijera a sus seguidores: “¿No lo entendéis? Cuando me veis a mí estáis viendo a Dios, porque yo soy Dios”. En vez de animar a sus seguidores a que les miraran a ellos, les hablaban de la importancia de seguir ciertas reglas y realizar ciertas prácticas espirituales para lograr, tal vez, que Dios les aceptara o les salvara.
Ahora bien, necesitaba averiguar si la Biblia afirmaba que Dios vino a la tierra en forma humana. No pude encontrar una Biblia en nuestra casa, así que busqué cualquier libro que tuviera en el título la palabra “cristiano”. ¡Y encontré uno! Se trataba de un ejemplar intacto de Mero cristianismo, así que me senté y empecé a leer vorazmente.
¿Qué descubrí? ¡Que la premisa central de la fe cristiana es que Dios irrumpió de forma sobrenatural en el planeta Tierra! El cristianismo es la religión de la revelación. ¡Dios vino a nosotros! Así como yo tenía que convertirme en una hormiga mientras seguía siendo Becky si quería comunicarme con las hormigas, ¡Cristo había adoptado naturaleza humana mientras seguía siendo Dios para así poder comunicarse con nosotros!
Aún no estaba convencida de que el cristianismo fuera verdad, pero ese enfoque tenía sentido. Si Dios existía, lo más lógico es que se revelara de una manera que pudiéramos entender.
C. S. Lewis también despertó mi curiosidad por leer la Biblia. Empecé con los Evangelios, y nunca olvidaré cuando leí esto por primera vez:
El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al unigénito Hijo del Padre, lleno de gracia y verdad [...] La gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito, quien es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer. Juan 1:14, 17-18
Fue un proceso, pero finalmente llegué a creer que Jesús era quien decía: el Hijo de Dios enviado a nuestro planeta para sacarnos de la situación desesperada en la que estamos. Jesús no solo vino a revelarnos al Padre, sino a morir en la cruz asumiendo nuestro pecado. Un día entregué mi vida a Dios a través de Jesucristo, completamente y sin reservas.
Qué significa ser humano
Una parte de mi búsqueda fue conocer a Dios, pero la otra fue descubrir quiénes somos y por qué estamos aquí. Me sorprendió descubrir que Jesús no solo es la ventana que nos permite entender la naturaleza de Dios, sino que también nos revela lo que significa ser verdaderamente humanos: humanos tal y como Dios había tenido en mente desde el principio.
Durante todos mis años de ministerio he reflexionado mucho sobre por qué a los cristianos les cuesta compartir su fe. Siempre supe que no era por no tener la técnica más actual o aquella nueva fórmula que funcionaba con todas las personas y en todas las situaciones (había y sigue habiendo mucha gente ofreciendo ese tipo de “estrategias” evangelísticas). Con el tiempo comencé a ver que el problema era más profundo.
Dick y yo hemos viajado por todo el mundo para capacitar a los cristianos en el área de la evangelización, ¿y qué es lo que escuchamos una y otra vez? La gente se nos acerca después de una charla con cara de estar a punto de confesar su secreto más oscuro: algo que esperan que nadie descubra nunca. Y dicen: “Yo sí quiero compartir mi fe. ¡Pero no puedo!”.
“¿Por qué no puedes?”, siempre preguntamos.
“Porque…”, dicen, mirando a su alrededor esperando que nadie les escuche, “no sé lo suficiente. No soy el cristiano perfecto. ¿Y si los ofendo? ¿Y si no puedo responder a sus preguntas? La cuestión es que no puedo compartir mi fe porque... ¡me siento incapaz!”.
“Esto… ¡claro que eres incapaz!”, respondemos nosotros. “¡Todos somos incapaces! ¡Todos dependemos completamente de Dios! ¿Y no es liberador ser conscientes de ello? ¡Nuestra dependencia de Dios no es algo de lo que avergonzarse!”.
Esos comentarios revelan que no hemos