experiencia no era nueva. Los cristianos siempre han sufrido persecución. Mi segunda reacción fue de vergüenza profunda. Los apóstoles no solo fueron perseguidos por compartir el evangelio, sino que todos menos uno morirían por ello. Experimentaron un nivel de persecución que yo nunca había sufrido y que probablemente nunca sufriré. Confesé mis temores a Dios y le pedí que me fortaleciera para ser obediente y fiel fuera cual fuera el resultado.
Regresé al campus con nuevas fuerzas. El martes por la noche, mientras caminaba hacia la sala donde nos reuníamos para el estudio bíblico, me sorprendió ver el vestíbulo lleno de estudiantes. “Perdón”, dije. “Necesito pasar porque tengo una reunión”.
“Nosotros también queremos entrar”, dijeron. “Solo que la sala no es lo suficientemente grande. ¡No cabemos todos!”.
¡Todos querían asistir a mi estudio bíblico!
Estaba horrorizada. A pesar de lo que me había dicho el padre de Paula, no estaba segura de que no me podían expulsar de la universidad. Aunque estaba decidida a ser obediente, todavía tenía la esperanza de que, como se trataba de un estudio bíblico pequeño, no habría más problemas. ¡Pero solo en el vestíbulo había más de diez chicas!
¡¿Qué había pasado?! Bueno, estábamos a finales de los años 60, el apogeo de la “protesta revolucionaria” entre los jóvenes de EE. UU. El mantra de la época era: “No confíes en nadie mayor de treinta años”. Así que mi historia se había propagado como el fuego. La noticia de que la administración quería suprimir algo iniciado por los estudiantes —¡aunque fuera un estudio bíblico!— alimentó el espíritu revolucionario de la época. A la semana siguiente vinieron más estudiantes. Al final tuvimos que reunirnos en la sala más grande de nuestra planta. Aquel interés probablemente estaba más motivado por el deseo de plantarse ante la universidad que de considerar las afirmaciones del cristianismo. Sin embargo, allí estaban, escuchando sobre Jesús.
Obviamente, la encargada de la residencia estaba furiosa y me llamó a su oficina.
“¡Becky, te dije que no invitaras a nadie más hasta que volviéramos a hablar!”.
“¡Pero yo no he invitado a nadie! ¡Los estudiantes empezaron a invitar a más estudiantes!”.
No parecía convencida, y lanzó más amenazas, diciendo que mi expulsión de la universidad era ahora casi inevitable.
Lo irónico es que yo esperaba mantener el estudio como algo reducido para que la cosa no trascendiera. Pero cuanto más me amenazaba la encargada, más avivaba la llama de la protesta de los estudiantes. ¡Aquel estudio bíblico, en un campus en pleno Cinturón Bíblico, había terminado siendo algo contracultural y revolucionario! Pero, eso es precisamente lo que cualquier estudio de las Escrituras debería ser, en cualquier época y lugar.
Unos días después, cuando pasaba por la cafetería del edificio de estudiantes, una estudiante del estudio bíblico me llamó y me presentó a un hombre mayor que nosotras. Dijo que le acababan de contar la situación en torno al estudio bíblico y me pidió que le explicara lo que había pasado. Después de escuchar mi historia dijo: “Becky, soy el pastor de una iglesia unitaria de la ciudad. ¿Querrías venir este domingo y contar tu historia en lugar de mi sermón?”.
Intenté negarme, pero él insistió tanto, que al final decidí aceptar. Pero me quedé preocupada. Los unitarios niegan la existencia de la Trinidad, uno de los pilares de la verdadera fe cristiana. Fui a hablar con una estudiante cristiana madura, Lydia, y le pregunté si había cometido un error al aceptar.
“Becky”, dijo Lydia. “Creo que el Señor te ha dado una oportunidad de proclamar el evangelio. Así que no solo compartas lo que pasó. Asegúrate de compartir tu testimonio también”.
“Lo haré”, respondí. “Pero... ¿qué es un testimonio?”.
“Es explicar cómo conociste a Cristo. Cuenta lo que nos has contado: que eras agnóstica y tenías muchas preguntas intelectuales, que estuviste investigando en otras religiones antes de fijarte en el cristianismo… ¡Y explica qué te hizo concluir que el evangelio tenía sentido!”.
Llegó el domingo por la mañana y estaba más que aterrorizada. Pero cuando empecé a hablar, sentí la misma paz que había experimentado cuando la encargada de la residencia me confrontó. Después del servicio dominical descubrí que muchos miembros de la iglesia trabajaban en la universidad. Cuatro profesores se me acercaron y me dieron sus tarjetas, diciéndome: “Te ayudaremos en todo lo que podamos. Llámanos si tienes algún otro problema”.
La encargada de la residencia y yo tuvimos una última reunión, pero esta vez sabía que sus amenazas eran huecas. Nunca sabré qué motivó sus acciones.
Más fácil y más difícil a la vez
¿Qué aprendí en mi primer año de universidad, hace ya tantos años? Primero, que cuando la evangelización se hace como Jesús lo hacía, es mucho más fácil de lo que imaginamos. Algunas de las personas menos inimaginables resultaron ser las más sedientas espiritualmente hablando.
En segundo lugar, aprendí que compartir el evangelio es extremadamente serio. Me preocupaba ofender a algún escéptico o que me acusaran de ser antiintelectual. Nunca imaginé que me tendría que defender ante la encargada de la residencia, que me prohibirían invitar a nadie más al estudio bíblico y que me amenazarían con expulsarme de la universidad.
¿Qué estaba pasando, incluso en pleno Cinturón Bíblico y hace ya cuarenta años? Estaba experimentando algo de lo que nunca había oído hablar: la guerra espiritual. Me sentí como si me hubiera metido en medio del fuego cruzado de una batalla que yo no había iniciado. Había leído sobre Satanás en la Biblia, pero ahora sabía de primera mano que hay un ser malévolo que se opone ferozmente a la proclamación de Cristo y que amenazará, intimidará, acosará y usará todas las tácticas intimidatorias posibles para detenernos. Y conmigo, casi había funcionado.
Aprendí otra lección de un valor incalculable: Dios no solo se alegra cuando damos a conocer el evangelio, sino que multiplicará nuestros esfuerzos, ¡incluso cuando no queremos que lo haga!
“ Dios no solo se alegra cuando damos a conocer el evangelio, sino que multiplicará nuestros esfuerzos”.
Recibir una amenaza de expulsión fue una experiencia aterradora. Aunque elegí obedecer, confiaba poder “manejar” el peligro manteniendo el modesto tamaño del estudio bíblico. ¡En cambio, Dios abrió las compuertas! Todas las tácticas que Satanás usó para ahogar el evangelio, Dios las utilizó para hacer que el evangelio llegara a más personas.
Las lecciones que aprendí por medio de esa experiencia me han sostenido y moldeado a lo largo de todo mi ministerio. Aunque muchas cosas han cambiado desde finales de los años 60, hay algo que continúa siendo cierto:
Compartir el evangelio sigue siendo más fácil de lo que pensamos y más difícil de lo que imaginamos: es a la vez emocionante y extremadamente serio.
Para ser testigos eficaces en los tiempos que corren necesitaremos valentía, perseverancia y capacitación práctica. Pero también debemos hacerlo con confianza y expectativa. Como dice el evangelista británico Rico Tice:
“[Hoy] somos testigos de mucha más hostilidad hacia el mensaje del evangelio. Pero eso no es lo único que está ocurriendo. También hay mucha más sed. Esa marea creciente de secularismo y materialismo que rechaza la idea de una única verdad y se ofende ante las normas morales absolutas está resultando ser una manera de vivir vacía y hueca. Y eso es emocionante, pues significa que te vas a encontrar con más y más personas que, aunque no lo verbalicen, ansían lo que el evangelio ofrece” (Honest Evangelism, p. 20).
Sobre todo necesitamos empezar con Dios, porque todas las luchas que tenemos a la hora de evangelizar —nos sentimos incapaces y débiles, vemos nuestros miedos, nuestra falta de compromiso en la oración, dudamos de que el evangelio realmente tenga poder para transformar vidas, que Dios pueda usarnos, y en el