griego, esclavo y libre, hombre y mujer» (Gál 3,28). Esta afirmación refleja el valor que ha dado Jesús a la mujer, pues él mismo obedeció a su madre en las bodas de Caná (Jn 2,1-11); no dudó en acoger a mujeres a las que la mentalidad común condenaba, como la adúltera (Jn 8,3-11) y la prostituta (Lc 7,36-50), y, después de la resurrección, se apareció antes que a cualquier otro a la Magdalena (Jn 20,1-18), confiándole la tarea de anunciar que había resucitado, hasta tal punto que «a María Magdalena santo Tomás de Aquino le da el singular calificativo de apóstol de los Apóstoles (apostolorum apostola), dedicándole un bello comentario: “Del mismo modo que una mujer había anunciado al primer hombre palabras de muerte, así también una mujer fue la primera en anunciar a los Apóstoles palabras de vida”», como recordó hace años Benedicto XVI.6
Con el tiempo, el machismo y una cierta mentalidad patriarcal han hecho mella en el ámbito cristiano, pero no han conseguido vaciar el nuevo papel salvífico de la mujer, que ha florecido en una cantidad enorme de santas que han tenido un rol determinante en la vida de la Iglesia y de los pueblos como madres de familia, religiosas, fundadoras y reinas.7
Esta importancia decisiva de la mujer para la salvación del hombre es, además, la experiencia que he tenido cotidianamente en mi vida. Recuerdo como si fuese ahora cuando fui por primera vez a ver a don Giussani para presentarle a la mujer con la que me iba a casar, Grazia. Él le dedicó a ella toda su atención, y al final le dijo más o menos: «Piensa en un árbol. Para que dé frutos buenos hace falta que tenga unas raíces sólidas. Lo que cuentan son las raíces, aunque no se vean. Así es para tu marido y para ti: si él llega a hacer algo bueno en la vida, será porque tú lo sostienes, aunque los demás no lo vean». Y así ha sido: si he conseguido hacer algo bueno en mi vida es porque mi mujer me ha sostenido, corregido y perdonado constantemente.
Cuando volvimos a ver a don Giussani años después, y le dije que Grazia había sido siempre fiel a aquella indicación suya, él dio un puñetazo en la mesa y dijo: «¡Esto es el cristianismo!». Esta es la sabiduría nueva que Jesús ha venido a traer: «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea el servidor de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud» (Mc 10,43-45).
Para mí, este es el punto más revolucionario, porque el criterio que nos mueve normalmente en la vida es el poder, la afirmación de uno mismo, o bien el cálculo, la medida: yo he hecho esto, tú deberías hacer esto otro… Si el criterio es el poder, el otro se convierte en un obstáculo; si es el cálculo, las cuentas nunca salen. En cambio, si el criterio supremo de la vida es el servicio, si el camino para la afirmación de uno mismo es el servicio al otro, y en el fondo el servicio al destino común que nos liga el uno al otro, entonces la perspectiva cambia por completo.
Desde esta perspectiva, siempre he percibido que la mujer tiene una capacidad mayor de servicio que nosotros, los hombres, quienes necesitamos mirar y aprender; y por ello tiene una especie de primado, de responsabilidad especial a la hora de poner en movimiento el dinamismo del servicio recíproco. Como escribía Juan Pablo II en la carta apostólica dedicada a la dignidad de la mujer, Mulieris dignitatem:
La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer —sobre todo en razón de su femineidad— y ello decide principalmente su vocación.8
Hablando una vez con mi mujer de estos temas, ella me vino a decir: «Está bien, los hombres necesitan a una mujer que los cuide. Pero, a nosotras, ¿quién nos cuida?». La pregunta no es banal en absoluto. Sin embargo, la respuesta es fácil: los hombres; en el sentido de que un hombre que se siente acogido y sostenido en su necesidad se pone a su vez al servicio de la mujer, da la vida por ella. Es una relación que se refleja de forma emblemática en la imagen del caballero medieval arrodillado delante de su dama. Cuando este es acogido en su necesidad, cuando encuentra una mujer que, por así decir, es fan de él, que sostiene su obra, el hombre se arrodilla delante de ella, está dispuesto a hacer cualquier cosa por ella, a dejarse la vida. Y me permito añadir, por lo que yo sé, que una imagen de este tipo, el hombre fuerte y vigoroso de rodillas delante de su dama, ha nacido solo en el contexto de la cultura cristiana, del valor que el cristianismo atribuye a las mujeres. De este modo se activa un círculo virtuoso del que se alimentan todos, hombres y mujeres.
No soy capaz de leer el Paraíso sin tener presente todo esto. Se trata de una gran historia de amor, constituye una alabanza extraordinaria no solo de Beatriz, sino de todas las mujeres, de esta capacidad —y responsabilidad— sobrecogedora que ellas tienen de constituir para sus hombres camino hacia el destino. Porque al final este es el objetivo último de la Divina comedia, el problema radical de la vida de todos: poder mirar a Dios a la cara, comprender, dentro de una experiencia amorosa, cuál es la fuerza «que mueve el sol y las demás estrellas» (Par., XXXIII, v. 145), cuál es el objeto adecuado de nuestro deseo, cuál es el camino posible para la felicidad.
1 Cf. D. Alighieri, Purgatorio, op. cit., p. 17.
2 Para la cuestión de Dante y Beatriz, remito a la lectura que propuse al respecto en D. Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 41-56.
3 C. Péguy, Verónica, diálogo de la historia y el alma carnal, Nuevo Inicio, Granada, 2008, pp. 131-132.
4 «Vida nueva», XXXI, 1-2, en D. Alighieri, Obras completas de Dante Alighieri, op. cit., p. 564.
5 Cf. D. Alighieri, Infierno, op. cit., pp. 97-98.
6 Benedicto XVI, Audiencia general, 14 de febrero de 2007.
7 Sobre este tema, véase, por ejemplo, R. Pernoud, La mujer en el tiempo de las catedrales, Andrés Bello, Barcelona, 1999; J. Ratzinger, Maestros y místicas medievales, Ciudad Nueva, Madrid, 2011.
8 Juan Pablo II, carta apostólica Mulieris dignitatem, n.º 30.
UNAS PALABRAS DE AGRADECIMIENTO
Acababa de terminar de escribir este comentario cuando me vi deslumbrado por la lectura de la carta apostólica del papa Francisco sobre Dante, Candor lucis aeternae. Imagínese el lector con qué maravilla, con qué conmoción leí las palabras del papa Francisco, que define a Dante como «cantor del deseo humano» (n.º 4):
Dante sabe leer el corazón humano en profundidad y en todos, aun en las figuras más abyectas e inquietantes, sabe descubrir una chispa de deseo por alcanzar cierta felicidad, una plenitud de vida. […] El poeta, partiendo de su propia condición personal, se convierte así en intérprete del deseo de todo ser humano de proseguir el camino hasta llegar a la meta final, hasta encontrar la verdad, la respuesta a los porqués de la existencia, hasta que, como ya afirmaba san Agustín, el corazón encuentre descanso y paz en Dios. […] El itinerario de Dante, particularmente el que se ilustra en la Divina comedia, es realmente el camino del deseo, de la necesidad profunda e interior de cambiar la propia vida para poder alcanzar la felicidad.
Para el papa Francisco, Dante es el «poeta de la misericordia de Dios y de la libertad humana»:
No se trata de un camino ilusorio o utópico sino real y posible, del que todos pueden formar parte, porque la misericordia de Dios ofrece siempre la posibilidad de cambiar, de convertirse, de encontrarse y encontrar el camino hacia la felicidad. […] En esta perspectiva, es significativo cómo el rey Manfredi, ubicado por Dante en el Purgatorio, evoca su fin y el juicio divino: «Después de tener mi cuerpo herido / por dos golpes mortales, me volví / llorando hacia Aquel que se complace en perdonar. / Horribles fueron mis pecados, / pero la bondad infinita tiene brazos tan largos / que toma en ellos a quien a ella se vuelve» (Purg., III, 118-123).
Pareciera divisarse la figura del padre de la parábola evangélica, con los brazos abiertos, dispuesto a acoger al hijo pródigo