Franco Nembrini

Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri


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de sus elecciones, de su libertad. Incluso los gestos cotidianos y aparentemente insignificantes tienen un alcance que va más allá del tiempo, se proyectan en la dimensión eterna.

      El mayor don que Dios ha dado al hombre para que pueda alcanzar su destino final es precisamente la libertad, como afirma Beatriz: «El mayor don que Dios, en su liberalidad, / nos hizo al crearnos, el que está con la bondad / más conforme y el que más estima, / fue el del libre albedrío» (Par., V, 19-22). No son afirmaciones retóricas y vagas, porque surgen de la existencia de quien conoce el precio de la libertad: «Va buscando la libertad, que es tan amada / como sabe el que desprecia la vida por ella» (Purg., I, 71-72)».

      Qué sobresalto experimenté al leer las consideraciones del pontífice sobre el hecho de que «en la visión de Dios» se recobra «la imagen del hombre» (n.º 6), como veremos justamente en el Paraíso:

      En el itinerario de la Comedia, como ya señaló el papa Benedicto XVI, el camino de la libertad y del deseo no lleva consigo, como tal vez se podría imaginar, una reducción de lo humano en su realidad concreta, no saca fuera de sí a la persona, no anula ni omite lo que ha constituido su existencia histórica. De hecho, incluso en el Paraíso Dante presenta a los bienaventurados […] con su aspecto corpóreo, recuerda sus afectos y sus emociones, sus miradas y sus gestos. En definitiva, nos muestra a la humanidad en su realización perfecta de alma y cuerpo, prefigurando la resurrección de la carne. […] Resulta conmovedora esta revelación de los bienaventurados en su luminosa humanidad completa que no solo está motivada por sentimientos de afecto hacia los propios seres queridos, sino sobre todo por el deseo explícito de volver a ver los cuerpos, los semblantes terrenales: «Que bien mostraron el deseo de recobrar sus cuerpos mortales, / tal vez no por ellos mismos, sino por sus madres, / sus padres y otros seres que les fueron queridos / antes de convertirse en llamas sempiternas» (XIV, 63-66). […] El misterio de la encarnación es el verdadero centro inspirador y el núcleo esencial de todo el poema. En este se realiza lo que los padres de la Iglesia llamaban divinización, el admirabile commercium, el intercambio prodigioso mediante el cual, mientras Dios entra en nuestra historia haciéndose carne, la humanidad, en su realidad concreta, con los gestos y las palabras cotidianas, con su inteligencia y sus afectos, con el cuerpo y las emociones, es elevada a Dios, en quien encuentra la verdadera felicidad y la realización plena y última, meta de todo su camino.

      No escondo que me conmoví frente a la importancia que daba el papa Francisco a las «tres mujeres de la Comedia: María, Beatriz, Lucía» (n.º 7):

      En este contexto, la presencia femenina es significativa. Al comienzo del arduo itinerario, Virgilio, el primer guía, conforta y anima a Dante para que siga adelante, porque tres mujeres interceden por él y lo guiarán: María, la Madre de Dios, figura de la caridad; Beatriz, símbolo de la esperanza y santa Lucía, imagen de la fe. Beatriz se presenta con estas conmovedoras palabras: «Soy Beatriz la que te manda que vayas; / vengo del lugar a donde deseo volver / y es el amor quien me mueve y me hace hablar» (Inf., II, 70-72), afirmando que la única fuente que nos puede dar la salvación es el amor, el amor divino que transfigura el amor humano. Beatriz remite, además, a la intercesión de otra mujer, la Virgen María: «Una mujer excelsa hay en el cielo que se compadece / de la situación en que está aquel a quien te envío, / y ella mitiga allí todo juicio severo» (94-96). Luego, dirigiéndose a Beatriz, interviene Lucía: «Beatriz, alabanza de Dios verdadero, / ¿por qué no socorres a quien tanto te amó, / que se alejó por ti de la esfera vulgar?» (103-105). Dante reconoce que solo quien es movido por el amor puede verdaderamente sostenernos en el camino y llevarnos a la salvación, a la renovación de la vida y, por consiguiente, a la felicidad.

      Dejo al lector el descubrimiento de las demás perlas contenidas en el texto del pontífice, y termino esta presentación resumida con el mismo deseo con el que el texto se cierra, y que obviamente hago mío:

      Dante hoy —intentamos hacernos intérpretes de su voz— no nos pide ser solamente leído, comentado, estudiado y analizado. Nos pide más bien ser escuchado, en cierto modo ser imitado, que nos hagamos sus compañeros de viaje, porque también hoy quiere mostrarnos cuál es el itinerario hacia la felicidad, el camino recto para vivir plenamente nuestra humanidad, dejando atrás las selvas oscuras donde perdemos la orientación y la dignidad. El viaje de Dante y su visión de la vida más allá de la muerte no son simplemente el objeto de una narración, no constituyen un mero evento personal, por más que sea extraordinario.

      Si Dante relata todo esto —y lo hace de modo admirable—usando la lengua del pueblo, que todos podían comprender, elevándola a lengua universal, es porque tiene un mensaje importante que transmitirnos, una palabra que quiere tocar nuestro corazón y nuestra mente, destinada a transformarnos y a cambiarnos ya desde ahora, en esta vida. Su mensaje puede y debe hacernos plenamente conscientes de lo que somos y de lo que vivimos día tras día en tensión interior y continua hacia la felicidad, hacia la plenitud de la existencia, hacia la patria última donde estaremos en plena comunión con Dios, amor infinito y eterno. Aunque Dante sea un hombre de su tiempo y tenga una sensibilidad distinta a la nuestra en algunos temas, su humanismo aún es válido y actual y, ciertamente, puede ser un punto de referencia para lo que queremos construir en nuestro tiempo. […]

      En este particular momento histórico, marcado por tantas sombras, por situaciones que degradan a la humanidad, por una falta de confianza y de perspectivas para el futuro, la figura de Dante, profeta de esperanza y testigo del deseo humano de felicidad, todavía puede ofrecernos palabras y ejemplos que dan impulso a nuestro camino. Nos puede ayudar a avanzar con serenidad y valentía en la peregrinación de la vida y de la fe que todos estamos llamados a realizar, hasta que nuestro corazón encuentre la verdadera paz y la verdadera alegría, hasta que lleguemos al fin último de toda la humanidad, «el amor que mueve el sol y las demás estrellas» (Par., XXXIII, 145).

      El canto se abre en el paraíso terrenal con una breve presentación del viaje que Dante se dispone a realizar (vv. 1-12), seguida de una invocación a Apolo (vv. 13-36). El poeta se vuelve a Beatriz, que está mirando fijamente al sol; también él dirige la mirada al astro, y después de nuevo a la mujer (vv. 37-66). Entonces, experimenta una extraordinaria transformación interior (vv. 67-84), y Beatriz le señala que están volando hacia el cielo (vv. 85-93). Dante se pregunta cómo es posible, y Beatriz le explica que esa subida es conforme al orden con el que Dios ha creado el mundo (vv. 94-142).

      Una vez que está «purificado y dispuesto a subir a las estrellas» (Purg., XXXIII, v. 145), Dante comienza la última etapa de su apasionante viaje. Y en los primeros cuatro tercetos nos ofrece enseguida las coordenadas de dicho viaje (I, vv. 1-12):

      La gloria de Aquel que todo lo mueve se extiende por el universo y resplandece en unas partes más y menos en otras. En el cielo que más intensamente recibe la luz estuve yo y vi cosas que ni sabe ni puede narrar el que desciende de allí, pues al acercarse a su deseo nuestro entendimiento profundiza tanto que la memoria no puede seguirle. Sin embargo, cuanto del santo reino haya podido atesorar en mi mente, será ahora materia de mi canto.

      Siempre me ha entusiasmado el hecho de que el Paraíso se abra y se cierre con este verbo simple y fundamental: mover. «La gloria de Aquel que todo lo mueve», aquí, al principio del camino; «el amor que mueve el sol y las demás estrellas» (Par., XXXIII, v. 145), en el último verso, en el culmen de la visión de Dios.

      Con este verbo, situado precisamente al principio y al final, Dante señala con gran eficacia que todo lo que sucede en el mundo, desde el movimiento de los astros hasta el crecimiento de las plantas, desde la alternancia de las estaciones hasta los avatares de la historia humana, nace del movimiento originario del amor trinitario en el que las tres personas se abrazan. Dios es eterno movimiento, y el amor de Dios, que fluye eternamente, mueve el mundo, la historia y la vida de cada uno. El camino del Paraíso será el continuo desarrollo de este verbo, mover, que al abrir y cerrar el cántico recoge completamente en el movimiento del abrazo, siempre igual y siempre nuevo, de Dios a sí mismo y al mundo.

      Este abrazo, además, «resplandece en unas partes más y menos en otras». La gloria de Dios es una, el origen de la belleza del cosmos es en todas partes el mismo; pero se refleja en la