Adriana Estrada Álvarez

Redescubriendo el archivo etnográfico audiovisual


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depurado montaje de Juan Ramón Aupart (editor de El grito y luego realizador de muchos documentales de tema histórico-social) permitió, con la guía de Montero, que las imágenes, captadas por Henner Hoffman en poblados de los ejidos y

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      Kikapue con pelo trenzado, Sonora, México, ca. 1945.

      SECRETARÍA DE CULTURA-INAH-SINAFO F.N.-MEX. Archivo Casasola-Fototeca Nacional. Inv. 514762. Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia.

      municipios de Santa María Ocotán, La guajolota y La Candelaria, situados en los terrenos agrestes de la Sierra Madre Occidental, adquiriesen pleno sentido al estructurarse en tres partes más o menos diferenciadas. En la primera se describen algunas condiciones poblacionales y económicas generales de la región donde viven los tepehuanes; le segunda nos aproxima al sentido sagrado del espacio en el que transcurrirá la ceremonia cíclica del mitote y sus preparativos, y en la tercera somos testigos del ritual en sí mismo, consistente en una larga secuencia en la que los niños y las niñas de entre 11 y 13 años siguen al Chamán en su hipnótico baile nocturno alrededor del fuego, con el fin de hacerse merecedores de una especie de bautizo matinal. El ritual se repite durante cinco días seguidos, al término de los cuales los adolescentes ya se consideran plenamente integrados a la comunidad, al tiempo que, de ahí en adelante, se consideran libres para beber alcohol y tomar sus propias decisiones. La voz en over de Julieta Egurrola enfatiza el sentido místico de la ceremonia que hemos contemplado mientras la cámara cierra con una toma similar a la que abre formalmente el relato: el círculo eterno de la cosmovisión de los tepehuanes queda fílmicamente significado.

      Concluida la serie de exhibiciones de Mitote tepehuan, el AEA-INI ofreció a Rafael Montero uno de sus proyectos más ambiciosos: la realización de un documental acerca de los indios kikapú, quienes, debido a una práctica cultural ancestral, recorren grandes distancias a ambos lados de la frontera entre México y Estados Unidos. Luego de convivir un buen tiempo con las habitantes de El Nacimiento, Coahuila,13 Anico, su líder, aceptó que la comunidad, reacia hasta para ser fotografiada, fuera filmada: un sueño le había revelado que la película se traduciría en un bien para ellos. El rodaje duró alrededor de ocho meses, e incorporó para el trabajo de fotografía al ya mencionado Alejandro Gamboa, y el de fotofija correspondió a Graciela Iturbide, que en el CUEC había sido la alumna predilecta de Manuel Álvarez Bravo.14 Un equipo de cuatro o cinco personas y una eficiente organización para el financiamiento por parte del AEA-INI permitieron, por fin, llevar a la pantalla el registro fílmico de las tradiciones y el apego de los kikapú a su modo de vida, ello a pesar de los cambios sufridos debidos al influjo de la vida moderna y a la final aceptación por parte de los gobiernos de México y Estados Unidos de considerarlos ciudadanos de ambos países.

      En El eterno retorno: testimonios de los indios Kikapú (1981-1984, 92 minutos de duración) primero conocemos algo de la cosmovisión e historia de una etnia que, perseguida por los colonos ingleses, obtuvo refugio en tierras mexicanas gracias a una serie de medidas solidarias tomadas por el entonces errante presidente Benito Juárez en 1866. Esta parte se ilustra con algunas estupendas pinturas naïves de Carolina Kerlow. Dividida en cuatro bloques apenas diferenciados (“El Nacimiento”, “Los señores de la frontera media”, “En Estados Unidos” y “El eterno retorno”), la cinta complementa el ciclo vital que los kikapú reiteran desde la época en que vivieron en los Grandes Lagos, lo que implica el traslado anual para trabajar como jornaleros agrícolas; vivir en calidad de marginales en tierras estadunidenses para luego regresar a su condición de mexicanos; construir con sus propias manos las nuevas casas de tule; la cacería ritual del venado, y la celebración de la fiesta de Año Nuevo. Todas estas acciones pueden ocasionarles conflictos con autoridades de ambos países, pero hay un afán de mantener el legado de los ancestros hasta donde sea posible.

      Si bien el primer largometraje documental de Montero dispersa sus contenidos (cuando parece que la familia Correa nos va a servir de eje, la narrativa comienza a testimoniar otros asuntos y problemas) o se queda demasiado tiempo en algunos de ellos, siempre hay suficientes motivos de interés para que el tono general de reportaje no caiga en el tedio o lo francamente estéril. Como ocurre en La tierra de los tepehuas, la cámara de Alejandro Gamboa vuelve a ser genuinamente funcional y las imágenes de archivo tomadas de un noticiero estadunidense refuerzan el objetivo de denunciar una situación histórica no tan abominable como permanentemente incómoda, ello pese a que se reconozca la vocación de los kikapús para el trabajo honrado. No hay ninguna mácula del paisajismo nacionalista cultivado por el cine de Emilio Fernández Romo, el Indio, descendiente, por vía materna, de la etnia kikapú. Por cierto que, según el testimonio de Rafael Montero, Polo Fernández, uno de los entrevistados al principio de El eterno retorno, era pariente cercano del Indio, e incluso en cierta ocasión lo resguardó en su casa durante una de las veces en que el cineasta fue perseguido por la justicia.15 En la paciente y puntual edificación de una casa rústica hay claras resonancias de la secuencia del iglú que se construye en Nanook, el esquimal, con la diferencia de que estamos frente un rito cosmogónico de formas circulares, como el desplazamiento de ida y vuelta que los kikapú llevan a cabo año con año. Y, por otra parte, el despliegue de imágenes busca su complemento en la música experimental de Alfonso Muñoz Güemes y en los cánticos que alaban al Creador por medio de la cacería del venado sagrado. El ciclo vital se ha cerrado en sí mismo, pero a la vez se abre a nuevas posibilidades.

      La postproducción de El eterno retorno coincidió con el fin del sexenio de José López Portillo y con la renuncia de Juan Carlos Colín al AEA-INI para incorporarse a la Unidad de Televisión Educativa (utec) de la Secretaría de Educación Pública, donde, entre otros proyectos, se realizó la serie Frontera Norte. Rafael Montero fue

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      Foto fija del documental “El eterno retorno: testimonios de los indios kikapú”, en El Nacimiento, Múzquiz, Coahuila.

      GRACIELA ITURBIDE, 1981.

      D.R. Fototeca Nacho López, Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas.

      designado para coordinarla, lo que le ayudó a conocer las deslumbrantes ruinas situadas en la región de Casas Grandes, Chihuahua, sede de la maravillosa cultura Paquimé. En 1985, cuando Montero hace la entrega del corte final de El eterno retorno, cinta difundida en la Cineteca Nacional y en la Primera Muestra de Cine Mexicano en Guadalajara, propone a su colega Juan Francisco Urrusti, para entonces encargado del área de cine del AEA-INI (a la sazón dirigido por el antropólogo y cineasta Alberto Becerril), emprender un documental sobre la herencia cultural de los indios que habitaron la zona desértica del norte mexicano.16 Resultado de aquellas gestiones, en las que el cineasta tuvo la colaboración de su hermano Óscar Montero García, fue Casas Grandes: una aproximación a la Gran Chichimeca (Paquimé), documental de 57 minutos de duración que ganaría en 1988 el Premio Ariel en esa categoría. La cinta cerraría la trilogía de documentales asociados al nombre de Rafael Montero filmados en la región norte del país y que, con obvios matices, resaltan etnias que contrastan con las que habitan en el geográfico polo opuesto, mucho más atendido por realizadores mexicanos y extranjeros.

      Los evocadores óleos de atmósfera rupestre de José Luis Benlliure y la espléndida fotografía de Mario Luna García, ambos exalumnos del CUEC,17 marcan la pauta estética de un filme que, de entrada, propone un sugerente viaje cinematográfico para empezar a entender el esplendoroso pasado de una cultura muy poco conocida y dispersa en alrededor de mil zonas arqueológicas, como lo hace saber el especialista Arturo Guevara. Pero, en contraste, irrumpe el oprobioso presente con constantes saqueos de piezas en el Valle de Casas Grandes o la indignante destrucción de la maravillosa arquitectura de sitios como el de Mesa de Noche, en los alrededores del poblado de Madera. Si bien las autoridades respectivas se han dado a la tarea de restaurar algunos lugares aprovechando los mismos residuos del deterioro natural, el descuido oficial es constante y generalizado. Parece que las únicas alternativas para recuperar las