general es Las ciencias humanas y el pensamiento occidental, vasto proyecto que excede en mucho la historia de las primeras y aspira a ser una historia del segundo. El título del primer tomo, De la historia de las ciencias a la historia del pensamiento (1966), hace explícita esa aspiración. Esa historia monumental, de trece grandes volúmenes, dedica el segundo, Los orígenes de las ciencias humanas (1967), a la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento, consagra el tercero a La revolución galileana (1969) y termina en Los orígenes de la hermenéutica (1988). Pues bien, el volumen séptimo de esa serie recorre un riquísimo campo de investigación, a saber: El nacimiento de la conciencia romántica en el siglo de las Luces (1976). La primera parte de ese libro se detiene en una verdadera mutación del sentido de lo real, la aparición de un modo de sentir y de pensar que luego se llamará romántico, y que Gusdorf denomina La revolución no galileana. La segunda parte se consagra a La renovación de las verdades y los valores y su capítulo quinto es el que el lector tiene ahora en sus manos, El advenimiento del yo, que se publica por primera vez en nuestra lengua.1
Aunque muchos de los temas aquí tratados fueron anunciados en capítulos anteriores y serán desarrollados en los posteriores, El advenimiento del yo puede ser leído sin dificultad como una obra autónoma. El lector encontrará aquí la vasta erudición y el mismo ideal de exhaustividad que rigen para el resto del libro y de la obra en general, en cada uno de sus trece volúmenes. Este texto es buen ejemplo de la clara densidad de la obra de Gusdorf, de su facilidad para moverse y conducirnos entre una ingente cantidad de autores y textos a través de citas que revelan el sentido de una obra y la ubican en la trama de la historia.
Advenimiento del yo, pues uno de los acontecimientos mayores de esta historia es justamente la transformación, en el último cuarto del siglo xvii, de lo que hasta allí era, evidentemente, un pronombre personal, yo, en un sustantivo, el yo. El responsable de esa transformación, Blaise Pascal, le niega a la entidad que ese sustantivo nombra toda realidad, mero objeto fantasmático de nuestro amor propio: el yo no puede amar a otro, solo se puede amar a sí mismo porque no es otra cosa que ese amor, condenado a un narcicismo fundamental del que no podemos liberarnos más que si renunciamos a ser un yo, una renuncia que, evidentemente, se ubica fuera de los alcances de nuestra sola voluntad. Por supuesto, este acontecimiento puede tener lugar porque el yo, aún como pronombre personal, ya había aparecido en la escena literaria y filosófica gracias a una obra de enorme difusión publicada a fines del siglo anterior, los Ensayos de Montaigne quien, en su prefacio, advertía al lector que el libro que tenía en sus manos carecía de toda intención pedagógica o edificante y no tendría otro tema que las opiniones, los gustos, las singularidades de su autor.
La afirmación es provocativa y escandalosa: yo soy el objeto de mi libro. Gusdorf se detiene en la recusación de este pronombre que, por primera vez, es objeto de un libro y luego será sustancia, sustantivo y un vasto espacio interior. La recusación es doble. En primer lugar, religiosa: Pascal, Huet y Fénelon, en el siglo xvii, Sainte-Beuve, en el xix, ven el advenimiento de una época donde el yo será el ídolo, fútil y cruel, de la adoración de los hombres, enamorados de la intimidad propia y ajena. En segundo lugar, filosófica: según el lema aristotélico, solo hay ciencia de lo universal y todo rasgo que sea meramente personal es, por definición, banal. Gusdorf recorrerá esta refutación del yo por parte de la filosofía, la “restauración de la ontología”, desde el yo ininteligible de Malebranche, pasando por el “hato de percepciones” de Hume, hasta el yo que, según Kant, no es más que una x que acompaña a todas mis percepciones, en tanto mías, pero que no es una percepción y del cual, por lo tanto, nada puede decirse.
Pero, en fin, la literatura del yo, indiferente a esta doble impugnación, adviene; un fenómeno saturado y misterioso, que al menos en principio, no aspira a enfrentar el orden establecido sino más bien a “compensar el desorden establecido”. Advenimiento del yo porque queda claro que toda la literatura antigua y medieval lo desconocen con plenitud. Los antiguos no tienen un “espacio interior” más o menos profundo, más o menos (in)accesible, que definiría su personalidad singular; ellos se distinguen entre sí como entidades que no son privadas sino públicas, es decir, políticas, porque solo son lo que son en función de aquello que dicen y que hacen frente a otros, con otros y contra otros; lexis y praxis: palabra persuasiva y acción común. En latín, persona quiere decir máscara y el único término equivalente en griego es rostro, aquello que todos ven de mí, pero yo no veo. Gusdorf se detiene brevemente en los Pensamientos de Marco Aurelio, filósofo estoico y emperador de Roma, para precisar que, en esos pensamientos “para sí mismo”, el autor sigue siendo un pronombre personal en el sentido antiguo, un centro de acción y decisión, un agente libre. En la literatura cristiana, por otra parte, el autor solo relata su vida en tanto ella es y no es nada más que la historia de su conversión, es decir, el testimonio de la Gracia; la experiencia de la interioridad no resulta de una búsqueda de sí, sino de Dios, según la fórmula de san Agustín: “Tú estabas en mí y yo estaba fuera de mí”.
El yo adviene, en una tremenda eclosión, bajo formas múltiples y muy variadas, discursivas y no discursivas. El texto que aquí presentamos es un mapa complejo y con pretensión de exhaustividad de esas manifestaciones, de Montaigne a Goethe, sin olvidar las menciones al Renacimiento italiano, y dibuja con detalle un territorio que comprende especialmente tres ámbitos culturales, los de la lengua francesa, alemana e inglesa, pero que incluye también a El lazarillo de Tormes, a Petrarca y a los espejos venecianos. Manifestaciones discursivas, en primer lugar; hay una literatura, o mejor, muchas literaturas del yo y que no necesariamente se escriben en primera persona: memorias, biografías, autobiografías, sin olvidar la novela –género novedoso en el que el personaje esconde, para mejor mostrar, las experiencias íntimas del autor– y un género que Gusdorf llama la “literatura no literaria”, libre de preocupaciones estéticas, en la que el autor escribe para él mismo, su único lector, en el diario íntimo, o para un solo lector, en la correspondencia. Esa literatura del yo se opone desde el primer momento al cosmopolitismo y al enciclopedismo de las Luces y desarrolla una moral y una estética, o varias, una concepción del hombre en el mundo, un cierto sentido de la religión, una cultura, en fin, que todavía es, o permite entender, la nuestra, y cuyos rasgos principales, sin excluir los matices, se trazan aquí, a lo largo de más de tres siglos y en tres lenguas.
Manifestaciones no discursivas, además, igualmente múltiples y variadas, que se muestran en la pintura –surgimiento del retrato y luego del autorretrato–, en la invención del espejo, en la difusión de una indumentaria de la privacidad, el deshabillé, y en las novedosas (re)organizaciones del espacio vivido: aparición del pasillo y del tocador, del quiosco y del jardín inglés. Todas ellas son modos en los que se ejerce y se disfruta una nueva forma de sociabilidad privada, opuesta y hostil a la mundanidad convencional, un nuevo modo de ser con otros cuyo modelo son las mañanas a la inglesa que Rousseau celebra en su novela Julia o la Nueva Eloísa.
Quisiéramos detenernos en una versión particular de la literatura del yo, a la cual Gusdorf da especial importancia, a saber, la autobiografía confesional de inspiración pietista que se escribe como diario íntimo y, eventualmente, se publica como literatura edificante, en la cual el fiel, siguiendo la tradición inaugurada por las Confesiones de san Agustín, atraviesa la trilogía bíblica, inocencia, caída, redención, y relata las peripecias de su educación religiosa, del arrebato en el pecado y al fin, luego de una búsqueda más o menos tortuosa, de la conversión final y el ministerio fecundo. El pietismo no pretende constituirse en una iglesia separada e inspira a todas las confesiones reformadas por la importancia otorgada a la experiencia personal y al examen de conciencia, al punto de constituir lo que Gusdorf llama una psicoteología, una verdadera “psicología cristiana”. Una sección de este trabajo, que no desconoce las herejías contemporáneas surgidas del ámbito católico, el quietismo y el jansenismo, se consagra a contar la breve historia en la que el espacio interior se naturaliza y el examen de conciencia, que nutrirá de aquí en más a la poesía, a la novela y al teatro, se seculariza progresiva e irrevocablemente y se transforma al fin en una psicología sin pecado y sin salvación. El siglo dieciocho no ha terminado. “La relación con Dios –escribe Gusdorf– era, para san Agustín y los pietistas, el fundamento de la unidad personal; desde Jean-Jacques Rousseau hasta André Gide y Jean-Paul Sartre, Dios no cesa de alejarse y, en el límite, muere. La psicología heredará ese dominio