Georges Gusdorf

El advenimiento del yo


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un gesto altamente provocativo, se apodera del título de las confesiones de san Agustín para describir, desde el epígrafe –Intus et in cute, Interiormente y bajo la piel–, una interioridad exclusivamente personal que se despliega por primera vez en una confesión laica: el autor ya no se confiesa a Dios, se confiesa al público. La autobiografía confesional se hace literatura del yo a condición de la muerte, incesante, de Dios –una muerte que nunca termina. Gusdorf no lo propone explícitamente pero cabe proponer que, quizás, sea la muerte de Dios el fenómeno que permite y resulta del nacimiento, luego del culto del yo personal y otorga una unidad a la trama que articula en una misma historia los ensayos de Montaigne y los autorretratos de Rembrandt, los espejos venecianos y la novela de Richardson, la psicología empírica, el jardín inglés y las desdichas del joven Werther.

      El texto que aquí presentamos ha contribuido a abrir un vasto campo de indagación, el de las literaturas del yo, la identidad narrativa y la genealogía de la subjetividad, indagación que desde hace medio siglo ocupa con renovada obstinación a la historia y la teoría literaria, a la historia cultural y a (la historia de) la filosofía, y de la que Gusdorf será uno de los principales protagonistas gracias a la publicación de una obra mayor de ineludible vigencia, Líneas de vida, en sus dos volúmenes, Las escrituras del yo (1990) y Auto-bio-grafía (1991), ninguno de los cuales ha sido traducido al castellano. Agreguemos, por último, que, en el primer volumen de la Historia de la sexualidad, publicado en 1976, el mismo año que este estudio, Michel Foucault, recurriendo a fuentes muy distintas, propone una tesis análoga a la que resumimos más arriba, esta es: que la subjetividad moderna y las psicologías que la tienen por objeto resultan de la desacralización (y medicalización) de la confesión cristiana, católica en este caso, tal como ella se regla y se practica a partir del Concilio de Trento.

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      En esta edición, reproducimos en primera página el sumario del capítulo “El advenimiento del yo”, tal como se encuentra en el “Índice de Materias” del libro al que pertenece. El texto original no tiene solución de continuidad; a fin de facilitar la lectura, lo hemos dividido en parágrafos siguiendo la división temática indicada en ese “Índice”. Hemos agregado, entre paréntesis, los nombres de los autores cuando estos faltaban en el original, así como las precisiones cronológicas de obras, indicando fecha de primera edición, y de autores, indicando fecha de nacimiento y deceso. Las Notas del Traductor (N. del T.) se incluyen con el solo fin de explicar brevemente algunos de los conceptos o de las expresiones utilizados por el autor. La discreción ha sido nuestra consejera.

      Gusdorf cita las traducciones o traduce él mismo al francés los títulos de sus fuentes, algunos de los cuales tienen unos cuantos renglones, a fin de hacer comprensible al lector su contenido y su comentario. Hemos seguido el mismo criterio, traduciendo los títulos al castellano en el cuerpo del texto, no solo para hacer más comprensible el texto en cuestión, sino también para respetar la intención del autor: invitar al lector curioso a la visitación de las fuentes, al menos de aquellas traducidas en su lengua.

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      Aquello que es último en el orden de la exposición es primero en el orden de las cosas: agradecemos calurosamente a Mme. Anne-Lise Volmer-Gusdorf la amable cesión de los derechos del autor, su padre.

      Pablo Pavesi

      Universidad de Buenos Aires

      INEO (CIF-CONICET)

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      Los recorridos del sentido interno reabren al individuo el acceso a lo absoluto. Esa restauración ontológica será la obra de los filósofos y los visionarios, de los sabios y de los poetas románticos, pero este honor del espacio de adentro,2 que alcanza ahora el nivel de la trascendencia, se persigue también a través de un empirismo que tiende a iluminar las configuraciones y singularidades de la realidad íntima vivida por cada individuo particular a lo largo de sus días.

      El siglo xviii asiste al advenimiento de una psicología concreta, en oposición radical a las axiomatizaciones intelectualistas que John Locke (1632-1704), David Hartley (1705-1757), David Hume (1711-1756) y Étienne Bonnot de Condillac (1714-1780) se esfuerzan por definir. Para los defensores de la objetividad, los procesos mentales se entienden en conformidad con un modelo definido de una vez para siempre. La “ciencia del hombre” soñada por Hume impone a la realidad humana una cuadrícula espacio-temporal de tipo newtoniana. Frente a ese imperialismo cientista, se desarrolla la afirmación de la irreductibilidad de cada vida al lenguaje científico o pseudocientífico. Una nueva mirada se posa ya no sobre aquello que en cada uno se asemeja a todos, sino sobre aquello que en cada uno no se asemeja a nadie. El hombre encuentra una nueva fuente de goce al descubrir en sí mismo una singularidad escondida y haciendo de la originalidad virtud; pero, entiéndase bien, no se trata solamente de una afirmación de hecho, sino de una exigencia de derecho y de valor. El individuo rehúsa disolverse en la masa; demarca su dignidad, consciente de adquirir a ese precio una forma superior de existencia. Las primeras líneas de las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) son un buen testimonio. El epígrafe: “Intus et in cute”, tomado del poeta latino Persio: “interiormente y bajo la piel”, afirma el proyecto de una exploración del espace du dedans que no ignorará ninguno de los repliegues del interior escondido. “Inicio una empresa que no tuvo ejemplo y cuya ejecución no tendrá imitación”.3 El autor de las Confesiones (1782-1789), ser único, comprometido en la realización de una obra única, se escapa de la ciencia del hombre de su amigo-enemigo Hume, si es verdad que solo hay ciencia de lo general. Rousseau va a develar la verdad del hombre “en toda la verdad de la naturaleza”. Ese hombre es un original; “no estoy hecho como ninguno de aquellos que he visto, creo no estar hecho como ninguno de aquellos que existen. Si yo no valgo más, al menos soy otro”.4 “Ser otro” es ya “valer más”. La transmutación de los valores personales repudia la competencia de una legislación universal que querría alinear la humanidad concreta en los compartimentos de un espacio homogéneo e isótropo, donde cada uno es sustituible por todos.

      La diferencia de Rousseau se confirma por la actitud opuesta de Charles de Montesquieu (1689-1755): “M. De la Tour, ese artista tan superior por su talento, tan estimable por su desinterés y la elevación de su alma, había deseado ardientemente dar un nuevo lustre a su pincel trasmitiendo a la posterioridad el retrato del autor de El espíritu de las leyes (1748), pero M. Montesquieu, tan avaro de tiempo como M. de la Tour pródigo, se rehusó amable y firmemente a sus repetidas solicitudes”.5 En 1752, un célebre artista inglés que deseaba vivamente grabar una medalla con la efigie del filósofo, choca contra la misma negativa, pero logra triunfar sobre esa resistencia: “¿No cree usted –le escribe a Montesquieu– que hay tanto orgullo en rehusar mi proposición como en aceptarla?” El argumento desarmó a Montesquieu, cuyo único retrato en vida es esa medalla de bronce. Montesquieu, hombre de las Luces, no pretende ninguna singularidad. Se quiere entero en su obra, no aspira a sobrevivir en la memoria de la posteridad por sus rasgos perecederos, rasgos de fisonomía o de carácter. El ser humano se afirma en el discurso impersonal de la verdad racional, el resto no tiene importancia.

      La individualidad es una de las apuestas, de las conquistas, de las preguntas del romanticismo. Defensor desesperado de la subjetividad cristiana amenazada, Søren Kierkegaard (1813-1855) escribe en 1847: “Si debiese pedir que se ponga una inscripción en mi tumba, no quisiera otra que esta: fue el Individuo. Si esta palabra no es comprendida todavía, lo será algún día”.6 En la víspera de las revoluciones de 1848 y a pesar de las enseñanzas de Rousseau y del romanticismo, Kierkegaard estima que la categoría de individuo, que se impone en virtud del derecho divino y del derecho natural, no ha prevalecido todavía y de nuevo se pone en cuestión. El destino de cada hombre es solidario con el devenir de la civilización.

      Según Pierre Francastel, “el retrato más antiguo que se conoce al norte de los Alpes” –fuera del dominio italiano– “es una pintura sobre madera que representa al rey Juan el Bueno ejecutada hacia 1360”.7 El cuidado por perpetuar la imagen de un gran personaje