figura, a no mezclarla con los protagonistas de una historia santa, a hacer, en una palabra, un cuadro que no tiene otro fin que perpetuar los rasgos de una persona laica, no hay más que un paso a franquear pero cuya importancia no puede ser subestimada. La aparición del retrato es un signo de los tiempos, testimonia el cambio de gusto de un público –del público de los principales, al menos–, que no se interesa únicamente por la obra piadosa, sino también por el hombre, su carácter, su personalidad”.8 El historiador constata la expansión del retrato en Europa occidental a fines del siglo xiv y principios del xv. En la misma época, aparece en la Italia del Renacimiento la firma de los artistas sobre sus obras, marca personal que atestigua que también el artista, acantonado durante los siglos precedentes en el anonimato, accede a la conciencia de sí. Quizás hasta se represente en persona bajo los rasgos de algunos de los personajes del cuadro. El artista deviene uno de los tipos de hombres ilustres llamados a permanecer en la memoria de la posteridad.
El poeta Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) escribe en 1797: “Cualquier vida, por más insignificante que ella sea, si está bien contada, es digna de interés”.9 Afirmación evidente hoy en día, “la vida de un simple”, por simple que sea, puede ser objeto de una novela y, por qué no, hasta de una autobiografía. Sin embargo, no cualquiera, ni en cualquier momento, ni en cualquier lugar escribe una relación de su vida. Para llegar a eso hace falta una conciencia de la singularidad de la existencia, lo cual supone un cierto grado de individualismo; hace falta también que esa singularidad parezca suficientemente ejemplar para ser susceptible de interesar a otro después de interesar al sujeto mismo. La biografía y el retrato suponen los mismos presupuestos: la historia de un hombre se cuenta porque merece ser contada; hace falta que esa existencia forme un todo cerrado sobre sí misma, destacándose de su entorno; finalmente, la unidad de significación debe ir a la par con la conciencia de una importancia suficiente a los ojos de los lectores posibles.10
El primado de la conciencia de sí, en el corazón de una personalidad responsable, no es algo dado inmediatamente a la reflexión. La conciencia del hombre arcaico, bajo la primacía del mito, encuentra en la comunidad del grupo social su hogar y su soporte; el individuo no es titular de su vida ni de su muerte y juega el rol que la tradición le atribuye en el gran juego colectivo. Pero cuando el logos helénico puesto en obra por los sofistas, Sócrates entre ellos, suplanta el mito, el individuo no asume por ello una completa autonomía pues solo se conoce a sí mismo como un elemento subordinado, un engranaje en el sistema totalitario y racional del cosmos, cuyo determinismo soberano pone en su lugar cada aspecto, cada momento de cada individuo en el despliegue armonioso y providencial del universo. Cuando la cultura cristiana sustituye en Occidente a la sabiduría helénica, el modelo del cosmos no desaparece sino que retrocede a un segundo plano bajo la preeminencia del Dios de la revelación, centro de perspectiva en el mundo presente y en los lejanos horizontes de la escatología. La conciencia personal se figura, en el alma del cristiano, como una breve etapa que ordena sus perspectivas en relación a los destinos eternos que Dios propone a la criatura.
El primado de la relación al mundo en el dominio helénico (ley cosmológica) y el primado de la relación con Dios en el dominio cristiano (ley teológica) se yerguen como obstáculo a la conciencia de sí. Pero esa conciencia, relegada a su lugar por designios superiores, no deja por ello de existir, como lo prueba el caso de Sócrates. Los personajes históricos puestos en escena por Tucídides, los héroes de la tragedia griega, los grandes hombres de la historia romana, se nos presentan como centros de iniciativa, capaces de pensar su acción de una manera original y de asumir sus consecuencias. Aunque no gozan de una autonomía absoluta, aunque ellos mismos reconozcan la existencia de poderes superiores, reguladores de su acción, no dejan de disponer de un dominio propio que es posible asumir a través de un discurso personal, un “soliloquio”, para retomar un término de san Agustín. Los Pensamientos del emperador Marco Aurelio (121-180), según el título griego, son “proposiciones que él se dirige a sí mismo”, reflexiones de un hombre que trata de tomar conciencia de su justo lugar en el mundo y de su rol social. El emperador se afirma fiel a la doctrina estoica que propone una versión renovada del cosmos astrobiológico tradicional. En el interior de ese cuadro dogmático cuyo horizonte global no pretende siquiera cuestionar, Marco Aurelio lleva a cabo una exploración de la conciencia de sí, según el modo de la exhortación edificante. Las Confesiones (397-401) de san Agustín, por su parte, inscriben una de las obras maestras de la literatura del yo en el espacio mental de la espiritualidad cristiana.
Los presupuestos doctrinales no son un obstáculo al conocimiento de sí: el estoicismo y el cristianismo son para Marco Aurelio y san Agustín reveladores de dimensiones espirituales, de tonos y motivaciones de la existencia tal como ellos la viven. La doctrina freudiana juega un rol análogo para muchos introspeccionistas de hoy; por lo demás, todavía leemos a san Agustín y a Marco Aurelio, aún cuando no compartamos sus opciones teóricas. Sin embargo, el conocimiento de sí se desarrollará tanto más y tanto mejor cuanto mayor sea la prioridad de la relación del hombre con sí mismo sobre la relación con Dios o con el mundo. Las coordenadas de la existencia personal subsisten juntas, cada una de ellas afectadas de un coeficiente de realidad más o menos importante según las vicisitudes de la cultura. De hecho, la referencia cósmica o teológica jamás está ausente. Cada individuo se ubica en un universo que define su línea de horizonte; la relación del microcosmos con el macrocosmos, aún en ausencia del modelo astrobiológico, es, bajo una forma u otra, constitutiva de la personalidad. Por su parte, la relación con Dios guía la aspiración por alcanzar la totalidad de las significaciones. Derrotada por el ascenso del agnosticismo, la intención escatológica persiste para dar su sentido último a un destino personal. El yo no podría encontrar en sí mismo su principio y su fin porque sus perspectivas de realización y de culminación se sostienen y se modulan según las condiciones que sostienen su presencia en el mundo. Los totalitarismos políticos y sociales propuestos por las ideologías modernas han sucedido a las teologías de otro tiempo.
La peripecia renacentista diseña, sobre las ruinas de la síntesis escolástica, una inteligibilidad personal que escapa al control de los doctores de la fe y utiliza, para su edificación, los elementos recuperados de la cultura antigua. El término humanismo, empleado por los historiadores para designar el nuevo sentido de la vida espiritual, subraya esta prioridad dada a la forma humana y a la relación que el hombre establece con sí mismo. Dios no se olvida; la paideia renacentista permanece cristiana.11 Los esquemas astrobiológicos aún conservan su validez a los ojos de Marsilio Ficino (1433-1499), de Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494) o de Girolamo Cardamo (1501-1576). El hecho esencial es el acento puesto sobre el microcosmos, foco de signos y de valores. El espacio de adentro impone su preeminencia pero sin excluir el espacio de afuera. Los humanistas celebran la dignidad y la excelencia del hombre de quien gustan decir que es otro dios, a la imagen de Dios, un dios segundo (alter deus, secundus deus).
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