de hacerlo, no marcaba ninguna diferencia. La Policía del Pensamiento lo atraparía de todos modos. Había cometido —a pesar de todo habría cometido, incluso si nunca hubiera tocado el papel con la pluma— el delito esencial que contenía a los demás por sí mismo. Lo llamaban ideadelito. Una ideadelito no era algo que pudiera ocultarse para siempre. Uno podía eludirlos con éxito durante un tiempo, incluso durante años, pero tarde o temprano iban a atraparlo a uno.
Siempre era en la noche: los arrestos invariablemente ocurrían en la noche. La súbita sacudida para salir del sueño, la ruda sacudida por el hombro, las luces deslumbrantes, el coro de rostros endurecidos que rodeaba la cama. En la amplia mayoría de los casos no había juicio, ni informe del arresto. Las personas desaparecían simplemente, siempre durante la noche. Quitaban el nombre de uno de los registros, se eliminaban todos los registros que alguna vez hubieras tenido, tu antigua existencia era negada y después olvidada. Te suprimían, te aniquilaban: solían decir que te evaporabas.
Durante un momento, se apoderó de él una especie de histeria. Comenzó a escribir de prisa con letras desordenadas:
me matarán no me importa que me disparen en la nuca no me importa que caiga el Gran Hermano siempre te disparan en la nuca no me importa que caiga el Gran Hermano...
Se retrepó en su asiento, ligeramente avergonzado de sí mismo, y soltó la pluma. Al momento siguiente se levantó con violencia. Tocaban a la puerta.
¡Ya está! Se sentó quieto como un ratón, con la inútil esperanza de que el visitante se alejara después de un solo intento.
Pero no, el toquido se repitió. Lo peor de todo sería tardarse. Su corazón comenzó a latir con fuerza, pero era probable que su cara, debido a una prolongada costumbre, no mostrara expresión alguna. Se levantó y caminó pesadamente hacia la puerta.
II
Mientras ponía su mano en la perilla de la puerta, Winston vio que había dejado abierto el diario en la mesa. En él se leía ABAJO EL GRAN HERMANO, con letras lo bastante grandes para ser legibles al otro lado de la habitación. Había hecho algo inconcebiblemente estúpido. Pero comprendió que, incluso con su pánico, no había querido manchar el papel cremoso al cerrar el cuaderno mientras la tinta estaba húmeda.
Contuvo el aliento y abrió la puerta. Al instante lo recorrió una cálida oleada de alivio. Una mujer pálida, con aspecto abrumado, con el cabello desordenado y cara arrugada, estaba parada afuera.
—Eh, camarada —comenzó a hablar con una voz monótona y quejumbrosa—, me pareció oír que entrabas. ¿Crees que podrías venir a echarle un vistazo a nuestro fregadero?
Está atascado y...
Era la señora Parsons, la esposa de un vecino en el mismo piso. (De algún modo, señora era una palabra desaprobada por el Partido —se suponía que uno debía llamar a todos "camarada" —pero con algunas mujeres uno la usaba instintivamente.) Era una mujer de unos treinta años, pero parecía mucho mayor. Uno tenía la impresión de que había polvo en las arrugas de su cara. Winston la siguió por el pasillo. Estos trabajos de reparación de aficionados eran casi una molestia diaria. Las Mansiones Victoria eran unos apartamentos viejos, construidos en 1930, más o menos, y se estaban cayendo a pedazos. El enlucido se desconchaba constantemente de los techos y las paredes, las tuberías estallaban con cada helada, el techo goteaba cuando nevaba, la calefacción normalmente funcionaba a medio vapor, cuando no se detenía por completo por motivos económicos. Las reparaciones, excepto las que uno mismo pudiera hacer, debían ser autorizadas por lejanos comités que tendían a detener durante un par de años hasta el arreglo del vidrio de una ventana.
—Por supuesto es sólo porque Tom no está en casa —dijo la señora Parsons con ambigüedad.
El apartamento de los Parsons era más grande que el de Winston, y lúgubre de un modo distinto. Todo tenía un aspecto gastado y pisoteado, como si el lugar hubiera sido visitado por un animal enorme y violento. Por todo el apartamento estaban dispersos artículos deportivos —bastones de hockey, guantes de box, una pelota de futbol reventada, un par de pantalones cortos sudados y vueltos al revés—, y la mesa estaba llena de platos sucios y cuadernos con las esquinas dobladas.
Sobre las paredes había cinturones rojos de la Liga Juvenil y los Espías, y un cartel de gran tamaño del Gran Hermano. Se percibía el acostumbrado olor a coles cocidas, común en todo el edificio, pero lo superaba una peste todavía más intensa de sudor, el cual —uno sabía esto a la primera inhalación, aunque era difícil saber cómo— era de una persona que no estaba presente en ese momento. En otra habitación alguien, con un peine y un pedazo de papel higiénico intentaba seguir el ritmo de la música militar que todavía emitía la telepantalla.
—Son los niños —dijo la señora Parsons, mientras veía con cierta aprehensión hacia la puerta—. No han salido en todo el día y, por supuesto...
Tenía la costumbre de dejar las frases inconclusas. El fregadero de la cocina estaba casi lleno hasta el borde de agua verdosa estancada que olía todavía peor que la col. Winston se arrodilló y examinó el codo de la tubería. Odiaba usar sus manos, y odiaba agacharse, pues esto solía producirle tos. La señora Parsons lo miró con desamparo.
—Por supuesto, si Tom estuviera en casa lo arreglaría en un instante —dijo—. Le encanta todo eso. Siempre ha sido hábil con sus manos, así es Tom.
Parsons era compañero de Winston en el Ministerio de la Verdad. Era un hombre gordo pero activo, con una estupidez paralizante, una masa de entusiasmos imbéciles —uno de esos esclavos devotos que nunca cuestionaban nada, de quienes, más incluso de que la Policía del Pensamiento, dependía la estabilidad del Partido—. A los treinta y cinco años abandonó de mala gana la Liga Juvenil, y antes de graduarse en ella había conseguido permanecer en los Espías un año más de la edad permitida. En el Ministerio lo ocupaban en un puesto subordinado para el que no se requería inteligencia, pero por otra parte era una figura importante en el Comité de Deportes y todos los otros comités encargados de organizar paseos comunitarios, demostraciones espontáneas, campañas de ahorro y actividades voluntarias en general. Relataba con tranquilo orgullo, entre bocanadas de su pipa, que se había presentado en el Centro Comunitario todas las noches durante los cuatro años anteriores. Un apabullante olor a sudor, una especie de testimonio inconsciente de su esforzada vida, lo acompañaba a todas partes, e incluso se quedaba en el lugar después de que se iba.
—¿Tienes una llave de tuercas? —preguntó Winston, mientras se hacía un lío con la tuerca del codo.
—Una llave de tuercas —reflexionó la señora Parsons, quien de inmediato puso de manifiesto su debilidad de carácter—. No sé, no estoy segura. Tal vez los niños..
Se escucharon pisadas de botas y otra ráfaga con el peine cuando los niños irrumpieron en la sala. La señora Parsons trajo la llave de tuercas. Winston dejó salir el agua y, asqueado, quitó el tapón de cabellos humanos que bloqueaba la tubería.
Se limpió los dedos lo mejor que pudo en el agua fría de la llave y regresó a la otra habitación.
—Arriba las manos —gritó una vocecilla salvaje.
Un apuesto niño de unos nueve años apareció detrás de la mesa y lo amenazó con una pistola automática, mientras su hermana menor, unos dos años más joven, hacía el mismo gesto con un fragmento de madera. Los dos vestían pantalones cortos, camisas grises y los pañuelos rojos que eran el uniforme de los espías. Winston levantó sus manos, pero con intranquilidad, pues el porte del niño era muy cruel, como si no fuera un juego en absoluto.
—¡Eres un traidor! —gritó el niño. [Tienes ideadelitos!
¡Eres un espía de Eurasia! iTe mataré, te evaporaré, te enviaré a las minas de sal!
De repente fueron unos niños que saltaban a su alrededor y gritaban "¡Traidor!" y "¡Tienes ideadelitos!" La niña imitaba todos los movimientos de su hermano. De algún modo, era escalofriante, como los saltos de los cachorros de tigre que pronto se