Teresa Solbes

La venganza, placer de los dioses


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Erik, ¿o no es cierto lo que me contaste ayer mientras cenábamos? —pregunta Simón.

      —¿Un poco más de café? —ofrece la camarera a la vez que el convoy se detiene en la última parada que realiza antes de llegar a Sevilla.

      “Qué tal si el ferrocarril en vez de llegar a Selvalavari tuviese la terminal en Barcelona? Eso os facilitaría las cosas”.

      Pensamiento que se vuelve palabra en boca Simón cuando se lo comenta a Carlos, señalando de paso lo inútil que está siendo la “caza” que llevan a cabo. ¿Por cuánto tiempo? Si los dos camaradas lo supieran no estarían en este tren, aun así, como la duda es hoy por hoy la protagonista de sus vidas, hete ahí, que están viajando en el Talgo.

      —Claveles, clavelitos. Señorito, llévelos usted. Ande, no sea tímido y dígale a esa morena que le ha “robao el sentío” lo mucho que la quiere con un manojo de claveles; baratitos se los doy.

      Apenas descender del tren, los dos hombres se sienten acosados por una gitana, se miran sin terminar de comprender a la mujer que sigue empecinada con la venta. Camina por el andén al mismo paso que ellos pegada a Carlos, quien más por quitársela de encima que por regalarle claveles a ningunos ojos negros, termina comprando las flores rojas.

      —Gracias, muchas gracias “resalao”.

      La mujer le lanza la sentencia antes del adiós mirándolo fijamente:

      —Cuídate del gato negro que puede arrancarte las entrañas.

      Y se marcha presurosa a seguir ofreciendo claveles rojos, según ella talismanes para el romance Pret a Porter.

      Simón no puede ocultar la sorpresa que le provocan las palabras de aquella desaliñada mujer y así se lo hace saber a su compañero.

      —Efectivamente, es muy extraño que se haya referido a el gato negro con tal naturalidad —contesta este tratando de no darle importancia al asunto.

      —No olvides que las casualidades existen, Simón.

      Y se suben al taxi que se les acerca.

      —Por favor llévenos al Hotel Alfonso xiii.

      Durante el trayecto nadie habla. Las palabras de la gitana han quedado atrapadas en la mente de Simón haciendo que el tiempo retroceda. Ni imaginar quería lo que pudo haberles sucedido en Alemania, de no haber conseguido que les entregaran a tiempo los nuevos pasaportes…

      —Calma, amigo mío, todo saldrá bien, ya lo verás —dice Simón mientras Carlos no cesa de quejarse. Por lo que se ve, el dolor intenso persiste; comenta que no siente ningún alivio a pesar de que le extrajeron la bala del tórax hace unos días en Berlín. El doctor, amigo suyo y compañero de camino en la rebeldía que a todos ellos les ahoga, se lo dijo sin tapujos:

      —No puedes exponerte, te andan buscando, han descubierto que eres tú quien diseñó la emboscada de la otra noche en el retén de Múnich. Tu cabeza tiene precio y yo no puedo hacer nada más por ti, Carlos. Acatar las órdenes y resguardaros en la dirección señalada en el sobre que os he traído.

      La bodega del almacén donde se encuentran, medio derruida por el último bombardeo que realizaron los nazis hace dos noches, está húmeda, sin luz y las corrientes de aire se cuelan por todas las grietas que descubre. Simón teme por su compañero, se encuentra muy débil y ve sobrecogido que en el rostro de Carlos el color se ha quebrado. Lividez que hace brotar la desesperación de la impotencia; es por lo mismo que le pregunta si se encuentra con fuerzas para seguir la aventura que van a emprender, totalmente obligados por las circunstancias.

      —Estoy dispuesto —dice con algo de alivio al escuchar la contraseña del mensajero quien, seguro, trae los pasaportes falsos:

      —Me envía el gato negro.

      Acaba de gritar ahogadamente el intermediario y es Simón el que sale de la penumbra dejándose ver por el hombre que se les acerca; lo envuelve en una gabardina, al parecer, del ejército alemán, una gorra de oficial le cubre la cabeza tapándole casi toda la frente.

      —Aquí están los documentos, también me dieron esto, contiene tres mil francos suizos. Los gastos que tendrán hasta llegar a Barcelona están cubiertos, pero antes de tres meses tienen que devolver el dinero; dentro del sobre van los datos de cómo y quién lo recogerá allí donde ustedes se encuentren. La propaganda que tienen que distribuir les será entregada en la ciudad Condal por uno de los nuestros, eso es todo. Suerte.

      Con estas breves palabras se despide el contacto haciendo sonar los tacones de las botas al unirlos marcialmente, mientras les tiende la mano con firmeza y con cierta prisa, lo cual a Simón le parece normal, dadas las circunstancias. Sin embargo, con todo y su cansancio, Carlos no lo ve tan natural, la mano de un hombre hecho y derecho no suele ser tan delgada; además ese lunar plasmado en el inicio del dedo pulgar… Hoy todavía duda cuando piensa en ello.

      A pesar de su mal estado y la oscuridad que invadía el lugar, él apuntó el detalle de tal manera que su cerebro ya no lo borraría.

      —Hemos llegado señores —anuncia el taxista— aquí tienen el Hotel Alfonso xiii, cerca del Guadalquivir y pegado al parque de María Luisa y sé, porque me lo comentan los turistas, que aún con las ventanas cerradas penetra el espléndido aroma de sus rosales.

      III

      Al día siguiente Carlos y Simón caminan por la ribera el río, que les ofrece su acostumbrado espectáculo bullanguero. Jarana renovada siempre por la juventud que, a esas horas de la tarde, pasea en pequeñas barcas río abajo, tocando la guitarra y cantando coplas; gracia que tropieza de frente con la brisa mientras los espectadores aplauden desde la orilla. En medio de la corriente, en el sitio donde es más profunda el agua, están ancladas las distintas goletas; esbeltos los postes, dibujan sus rasgos en negro con perfecta nitidez, sobre el fondo azul del cielo.

      —Mira, para ser la primera vez que visitamos Sevilla, no vamos tan desencaminados —dice Simón al ver al otro lado del río lo que buscan y que se encuentra precisamente ahí, en Triana: barrio castizo donde los haya, salpicado por pequeños comercios de talabarteros, sastrerías y talleres donde los demiurgos entrecruzan hilos de múltiples colores, elaborando mantones de Manila, batas de cola para bailarinas y estrellas del cante o trajes de luces para los toreros que deslumbran a la propia muerte. Callejones que rezuman intriga, secretos y escondrijos donde también habitan familias trabajadoras que mantienen las tradiciones y los buenos hábitos de convivencia. Todos ellos, todos, bajo la protección de la Virgen de la Esperanza, su patrona y por quien dan la vida si es preciso.

      Una vez cruzado el puente, caminan dos calles a la derecha y en efecto, ahí, adentrándose un poco en el callejón indicado, se encuentra el bar La Damajuana donde Cosme los ha citado.

      Soledad, cuando les habló desde Barcelona, dijo que era un hombre de avanzada edad. Y así le pareció a Carlos después de oír su voz a través del teléfono. Antes de entrar al local se arremolinan en torno a los detectives tres o cuatro críos chillando. Estos se encuentran en el estado más primitivo, negros como el cobre sin pulir, con grandes vientres y miembros flacos y que mendigando céntimos tiran de las chaquetas de los dos adultos.

      Carlos y Simón desconocen que en Triana son comunes los encuentros de esta guisa, pues hay en el barrio diferentes estilos de enfrentarse a la vida; desde gente trabajadora y formal hasta gitanos que tienen la opinión más avanzada en cuanto a la pachorra. Las mujeres hacen sus frituras al aire libre y los hombres se dedican al contrabando, cuando no a cosas peores.

      Descolgándose como pueden de aquella circunstancia que provocaron los mocosos, entran y miran. Cerca de la barrica de vino a granel donde se “ordeña” el tinto peleón que la clientela va demandando, se encuentra Cosme: apoya una mano sobre el mostrador mientras bebe con la otra el mosto que pidió.

      —Es él, lleva la varita de olivo en la mano como dijo que haría para ser reconocido —escucha Simón lo que dice Carlos mientras va acercándose a donde se encuentra el viejo que sí, es al que buscan.

      —¿Entonces ustedes son