Teresa Solbes

La venganza, placer de los dioses


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La solapó de pequeña en sus correrías, de adolescente la ayudó a comprender muchas cosas que a su madre nunca se atrevió a preguntar. De recién casada estaba ahí si la necesitaba, sus consejos siempre tan oportunos. Era soltera pero sabía sobre la organización familiar, no en vano quedó al frente de la suya al morir la madre cuando contaba con escasos quince años y cinco hermanos. Al tomar “los nacionales” el poder, en el hogar de la joven sonó el cornetín de la desbandada: los dos mayores fueron encarcelados por anarquistas, la hermana había muerto de tuberculosis poco antes de terminar la guerra, y los otros dos lograron cruzar la frontera. Tales desventuras hicieron que se unieran aún más, haciendo sus desdichas propias.

      —Pobre, he de ayudarla hasta que mis fuerzas me lo permitan —se dijo cuando todos los cielos cayeron sobre el destino de su entrañable Amada. Por ese entonces ninguna de las dos podía imaginar que la vida les sería tan adversa.

      Lo cierto es que ella siempre acude si la amiga la necesita y desde que la guerra ha finalizado, las dos mujeres se amparan una en la otra para resistir y también, por qué no decirlo, vengar las canallas consecuencias que hoy las paralizan.

      —¡Si al menos el tiempo pudiera detenerse! —es Soledad hablando sola, como dicen que hacen los locos.

      —Toqué el cielo con las manos, es hora de escarbar en el infierno. Una y mil veces lo intentaré. El que a hierro mata a hierro ha de morir. Sí lo es, ya lo creo que lo es, la venganza es placer de dioses y necesito beber de esa hiel. Todo pudo ser tan diferente si las circunstancias no hubiesen cambiado… Carlos, Simón, vaya par de crápulas, ¡quién se lo iba a figurar!

      Termina de censurar la mujer ahí sentada frente al Molino Rojo del Paralelo. Simón es amigo de la familia desde que Soledad recuerda y también, según la madre de esta, presumible pretendiente.

      —Es muy culto, cualquier chica bebería los vientos por él.

      —Pues yo no soporto sus aires prepotentes.

      Contestaba la joven Soledad cada vez que mamá se dejaba caer con el tal sonsonete. Sin embargo no dudó a la hora de ir a pedirle ayuda y Simón la escuchó… ella revive la escena:

      Necesitaba apoyo y acudió en busca del amigo, pues le comentaron que él, desde que “los nacionales” fueron ganando terreno, ostentaba un alto cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

      ¡Tiene tan vivas aquellas escenas!

      —Guerra, maldita guerra —dice Soledad mientras se sienta— perdona, sé que estás muy ocupado, pero no encuentro a nadie que pueda atender mi problema.

      —Cálmate —contesta este mientras también toma asiento— si puedo hacer algo por ti, cuenta conmigo.

       Ahora que lo tienes enfrente no sabes por dónde empezar. Vence escrúpulos, ¿a qué le temes?

      El sillón que él ocupa lo hace verse imponente, a pesar de que guarda una línea que los separa: la gran mesa rectangular del amplio despacho. Soledad no se lo explica, no puede evitar la fuerte lluvia de temores que la invaden; dentro de su lógica no hay ni motivo ni tiempo para el miedo, aun así, empieza a saborear la amarga desnudez de la indefensión. Aquella atmósfera severa, el olor a humedad que desprenden sus paredes forradas, de lo que en otros tiempos podrían haber sido libros, pero que hoy enlistan gruesos archivos desangelados, la marea. De la pared que Simón tiene a sus espaldas cuelga un retrato del Generalísimo:

      “Francisco Franco Bahamonte Caudillo de España por la Gracia de Dios”.

      Desde el lienzo, el general parece recriminarla por sus intenciones, o al menos es lo que la mujer percibe, sin embargo a ella no le importa, necesita ayuda y la va a conseguir. Se remueve en la silla, acomoda el desgastado bolso sobre sus rodillas, dirige la mirada hacia Simón e intenta expresarse pero no lo logra, las palabras no le salen. Un aire de mal augurio le aprieta el ánimo.

      —Soledad ¿te encuentras bien? —la voz de él corta el hilo de los malos presagios en la mente de la mujer, quien se ubica en seguida.

      —Perdona… es que no sé por dónde empezar.

      —Por el inicio.

      —Tienes razón, estoy tan aturdida. Verás… —insegura comienza a hablar hasta que la pasión se la lleva.

      Simón la deja explayarse. Ella cuenta el viacrucis que está sufriendo al tener que ir de cárcel en cárcel, de una comisaría otra, por los retenes… en fin, ha visitado infinidad de lugares y siente que ha sido en vano. Sebastián no aparece.

      —Tú eres mi última esperanza.

      El amigo le agradece su llaneza y le pide que siga dándole datos de lo ocurrido, cuantos más, mejor. Ahora, algo más serena, comienza a explicar con detalle lo sucedido allí, cerca de la frontera de Portbou, cuando ella y su marido derraparon con la moto.

      Según anotó aquel funcionario, Sebastián Llorente Palau era capitán de la policía motorizada del régimen contrario. Eso estaba claro, y fue parte fundamental en los datos que quedaron asentados en su expediente.

      —Yo —sigue Soledad— fui puesta en libertad al poco de apresarnos. Cuando esto sucedió nos llevaron, por lo que pude apreciar, a una Masía ahora convertida en cuartel de la Guardia Civil; a mí me sacaron de allí rápido y eso es todo lo que ocurrió. Tres días con sus noches estuve pegada a la gran verja que tienen a la entrada de aquella casona, rodeada por densos muros de piedra. Camiones repletos de soldados iban y venían con bastante regularidad: “Seguramente en uno de ellos se han llevado a su marido, señora; le vuelvo a repetir que ya no queda ningún detenido.” Me dijo el joven guardián que vestía el uniforme militar y que junto con otros tres vigilaban los accesos.

      Soledad rechaza el coñac que Simón le ofrece para seguir hablando.

      —Por más que pregunto nadie sabe nada, para ellos los hombres desaparecen como si nunca hubiesen existido — los ojos de la mujer se encienden llenos de rabia y salen las palabras por la boca mientras se levanta de la silla.

      —¡Pero eso no es así, amigo mío! —reta a Simón mirándole con dureza— ¿Sabes? esas personas desaparecidas alguna vez tuvieron una vida. ¡Alguien tendrá que rendir cuentas de todo este infierno que estamos soportando!

      —Toma —Simón insiste mientras quizá piense que a lo mejor ella conoce la verdad— esto te sentará bien —y le vuelve a ofrecer la copa que ahora ya no rechaza. A pequeños sorbos irá tomando ese licor ámbar como la miel.

      Y así también, poco a poco, vacía su historia inmediata sobre aquella rectangular mesa donde su amigo la escucha: De nada les sirvió el intento de cruzar la frontera para refugiarse en Francia, como hicieron muchos republicanos con más suerte. Él, Sebastián, no la tuvo.

      —No, ninguno de los dos tuvimos fortuna —dice Soledad.

      Simón mira hacia la calle a través de los visillos que cubren el balcón, al que ha ido acercándose mientras ella le explica cómo fue que estando muy cerca de la meta no lograron alcanzarla; el destino tenía otros planes.

      La profunda herida en la pierna por causa del accidente que sufrieron cuando a campo traviesa corrían con la Guardia Civil pisándoles los talones, trastocó sus deseos. Sucedió que al tomar de nuevo la carretera, mojada por la lluvia que cayó durante toda la tarde con intensidad, Sebastián no pudo frenar y rodaron por aquella bajada hasta aterrizar sobre unos matorrales de zarzas y flores silvestres bastante crecidas.

      —Ahí permanecimos agazapados con el miedo apretado en el estómago unos minutos que se hicieron interminables, vendiendo nuestras almas al diablo con tal de no ser descubiertos.

      Él la escucha sentado de nuevo en el sillón, a donde ha regresado con sigilo para no distraerla.

      —Por suerte anochecía y pude distinguir las luces de las otras dos motos que conducían los perseguidores. Pasaron de largo casi por encima de nuestras cabezas. La curva donde Sebastián perdió el dominio de la máquina nos hizo derrapar y despeñarnos, siendo a la vez nuestra salvación. “Al menos de momento”.