Teresa Solbes

La venganza, placer de los dioses


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la entrevista con Simón, revive el suplicio del accidente.

      Sobre la pierna izquierda, el manillar y el freno del mismo lado, como lanza afilada, le atraviesan aquellas carnes por donde a borbotones la sangre no para de fluir. Ella, al percibir la gravedad, raja su combinación de lino y forma unas vendas con las que trata de detener la hemorragia; llega a pensar que lo ha logrado, pero no; el líquido rojo avanza mientras dibuja en sus augurios siniestras figuras que podrían ser de otros infiernos salvo que este es real, de aquí, de la tierra, diseñado por seres humanos. La mujer, desesperada al intuir que aquello no cesaría, pregunta ¿qué puedo hacer, Dios mío?

      Como respuesta: el silencio de la noche que calla cuando el alma tiembla de pánico.

      —No sé cuánto tiempo duró aquella quietud, lo único que recuerdo es que después de la tregua comencé a percibir el ruido de un motor que se acercaba, y dando gracias a quién sabe quién, subí la cuesta y en un tris, me clavé en medio de la carretera. “Pararán, a fuerzas me tienen que ver y se detendrán”. Alcé la voz al pedir auxilio. El frenazo en seco que dio el camión me trajo la confianza aunque solo por unos segundos, pues el militar que vi bajar del vehículo portaba el uniforme del ejército franquista. Ese hombre, mientras se me acercaba preguntando en tono cordial si me sucedía algo, cuando reconoció a Sebastián como a uno de los contrarios, cambió la amabilidad por odio y, de inmediato, entró en acción el salvajismo. Se nos acercaron otros dos soldados y sin importarles el estado en que se encontraba el herido lo arrastraron hasta el vehículo, y como si fuera un fardo lo metieron en el camión junto a otros, seguramente también requisados en la contienda. A mí me empujaron y caí sobre él quedando cuerpo a cuerpo, sentía su sangre. A los poco segundos ese líquido tibio nos fue calando hasta la médula. En ese momento pensé en nuestros hijos: qué bien que se habían quedado con mis padres.

      Termina su relato Soledad y entra en llanto, pero no son lágrimas lo que derrama, lo que resbala por su cara es el quejido reseco del dolor cuando no puede más. Al verla tan deshecha, Simón se levanta y, cortando la distancia que los separa, la acerca hacia sí con el ánimo de confortarla.

      Si Soledad abre los ojos, descubrirá la cínica sonrisa que dibujan los finos labios del amigo, pero no, no averigua nada fuera de la comprensión que este le demuestra mientras ella solloza.

      —Tranquilízate, Sebastián aparecerá, ya lo verás, aparecerá… —dice mientras la abraza con suavidad estudiada, a la vez que deja volar la mente hasta aterrizarla en el punto justo. Es entonces cuando su cinismo empuja la pregunta: ¿Qué beneficio podrás sacar de tal situación? De momento no encuentras la respuesta, que no te preocupe demasiado: el azar tiene sus esquinas, ¿no es eso lo que sueles repetirte cuando ciertas dudas te asaltan?

      VII

      Simón averiguó que a Sebastián y a otros cuatro detenidos el mismo día por los alrededores de la frontera de Portbou, los llevaron de la seca a la meca hasta que a él y a otro compañero de suerte los registraron como presos limpios de sangre, es decir, que no pesaba sobre ellos ningún crimen, por lo tanto los consignarían a la Cárcel Modelo de Barcelona.

      Cuando el amigo habló con Soledad para darle el resultado de sus pesquisas, también le dijo que no tenía idea del tiempo que el preso iba a permanecer encarcelado; trató de darle fuerzas al aconsejarle que no tuviera miedo:

      —Si bien es cierto que nos encontramos en plena guerra, también lo es que los fusilamientos se revisan con cuidado. Seguro tu marido saldrá de la cárcel en cuanto comiencen a concederse los primeros indultos y, mientras la libertad llega, conseguiré que puedas ir a visitarlo cuanto antes.

      Lo cierto es que para Soledad los días se perfilaban de inquietud permanente, injertada en esa hostilidad española que parecía no tener fin. Mientras tanto, la bruma de la guerra ahuyentaba a los espíritus del bien dando paso a las almas tenebrosas quienes, sobre tumbas improvisadas, seguirían decorando el paisaje de cruces.

      Como bandadas de pájaros, los recuerdos llenan la cabeza de Soledad que sigue ahí, en el viejo banco de madera, frente al Molino Rojo del Paralelo, en Barcelona.

      Desde que apresaron a su marido la vida ya no ha sido la misma para nadie. Sole gasta los días en un ir y venir de la cárcel a casa, de casa al trabajo… Se ocupa de los niños tratando de que sus vidas transcurran dentro de la mayor normalidad posible. Los tres conocen que a papá lo llevaron preso por asuntos de política y creen firmemente en lo que mamá les promete.

      —En cuanto empiecen los indultos saldrá de los primeros, ya que nada malo ha hecho, simplemente trabajar en el bando de los que perdieron.

      Días después de que apresaran a Sebastián, los padres de Soledad la hicieron titubear cuando fue a Esparraguera en busca de los chicos, la idea era que los hijos se quedasen con los abuelos hasta que el peligro hubiera pasado; una vez instalados en Francia volverían a encontrarse los cinco; sin embargo ese cuento de hadas no tuvo el final feliz que ellos diseñaron a base de desearlo con todas sus fuerzas.

      Ella dudó mucho sobre lo que más les convendría a los niños, ya que su padre no cesaba de insistir en que ella y los nietos se quedaran ahí, aquel era un pueblo tranquilo y la comida no escaseaba. Aun así, se decantó por volver a la capital. Allí se hallan los colegios, su casa y la posibilidad de encontrar trabajo. A pesar de que los aires estaban revueltos y eran muchos los obstáculos a vencer, contaba con amigos y tocaría todas las puertas que fuera necesario. Además, ahora que sabe dónde está Sebastián con más razón, porque la Cárcel Modelo también se ubica allí y la mujer quiere estar cerca de él, llevarle a los pequeños, que los mire aunque sea a través de las rejas.

      —Después de la tempestad vuelve el sosiego —se dice una y otra vez cuando las dificultades la empapelan. La vida no se detiene y Soledad tampoco. Los chicos van al colegio, la ayudan en casa y los domingos, a pesar de la guerra, ella los lleva al teatro como hicieron siempre.

      No se equivocó, el presentimiento del accidente se hizo realidad: la moto les causó la ruina. Ella lo intuía y siempre se lo dijo, sin embargo él nunca la escuchó, y no podía ser de otra manera porque para Sebastián las motos eran su pasión.

      —Por eso fue que, siendo cadete aún, decidió inscribirse al Cuerpo de la Policía Motorizada y no a otro —contesta Soledad siempre que alguien le habla sobre tal asunto— Sebastián es muy cuidadoso en cuanto a ese tema de la moto, a la hora de guardarla en casa, por lo general al anochecer, la sujeta con una cadena resistente que hay al fondo del patio cerciorándose de que el candado que la fija esté bien cerrado, sobre todo para evitar accidentes con los chicos; hay que vigilar al mayor, que recién cumplidos los trece años se cree con la suficiente destreza como para subirse al vehículo y tomar carretera.

      Las mañanas de los sábados, cuando él no estaba de servicio, las consagraba a sus hijos, los llevaba de paseo. Cosa que a Soledad le venía bien, reconocía que así iban a hacer lo que les apeteciera sin temer las amonestaciones de mamá: que no corráis. Isamar, no te subas a los árboles. No bajéis los escalones del parque tan deprisa. No beber con la boca pegada al grifo, aunque se trate de la Font del Gat, los microbios caminan y contagian. Con tanto sermón la madre comprendía que terminaba por quitarle encanto al paseo. Ella es de las personas convencidas de que a Montjuïc hay que ir sin nervios ni prisas, y los empujaba cariñosa:

      —Ir, iros a pasear que mañana domingo asistiremos los cinco al teatro.

      Así, entre risas y alborotos, se despedían de la madre los cuatro cómplices, mientras esta, asomada al balcón, les decía adiós con la mano. Cualquier vecino podía observar tal escena muchos sábados por la mañana.

      Pero esos fueron otros tiempos, los que corren ahora son otra cosa. Soledad piensa que el diablo anda suelto; todos los días las noticias hablan sobre lo mismo: atropellos y muerte, hambre, corrupción y prepotencias de mandamases, injusticias; ¡en fin!, hay que tirar para adelante. Además, dentro de lo que cabe, no puede quejarse, su marido se encuentra vivo y con muchas posibilidades de que lo indulten pronto; al menos esas son las últimas informaciones que le hizo llegar el amigo a través del mensajero que va siempre. No le extrañó en ningún