Teresa Solbes

La venganza, placer de los dioses


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en el caso que está siendo investigado por la Oficina de Alta Seguridad del Estado Español, y también por la interpol. Ella, deshecha en excusas, les dio lo que pedían: las señas del domicilio donde habita don Cosme.

      Y es así como llegan frente al portón, se ve entreabierto: se ve pero la realidad es muy otra. Está entornado porque solo cuenta con media puerta de encino enmohecida, tapizada de pequeños huecos donde seguramente espabila la carcoma. Simón dice leyendo el papel que sostiene su mano:

      —Tenemos que subir hasta al quinto piso a la derecha, según pone aquí. Ahora solo hace falta que el vejete embustero esté en casa.

      Mientras van escaleras arriba, callan; escaleras, por cierto, que en mejores tiempos fueron blancas, pues aunque no hay luz, la poca que se cuela por las estrechas ventanas en los descansillos deja entrever, por los rincones, el mármol del suelo que guarda celoso su blancura, debajo de la espesa capa que se ha formado a falta de jabón, estropajo y lejía Dios sabe desde cuándo.

      ¿Casualidad? Pudiera ser. La destartalada puerta de la derecha en el quinto y último piso también se encuentra abierta pero, a diferencia de la del portal, aquella se haya de par en par. Los dos compañeros intercambian miradas mientras coinciden al comentar que es muy raro que con el frío que hace, la entrada se encuentre así.

      —No es lógico, a no ser que haya bajado a comprar vino a la bodega, vi que hay una enfrente y aún no cerraba la persiana pese a que son más de las siete de la tarde.

      Desde el umbral, Simón pide permiso para pasar, al ver que nadie responde deciden entrar. Buscan el interruptor de la luz, sin embargo no sirve de mucho, al prenderlo no ven gran cosa. A pesar de la penumbra distinguen un destartalado mueble con platos y cubiertos tirados encima, una alacena sin cristal; el espejo que corona aquel trasto está rajado en una de sus esquinas como si le hubiesen dado un fuerte golpe. Este hecho distorsiona la imagen de lo que refleja, convirtiendo aquella pequeña sala o comedor, o lo que quiera que sea, en un cuadro grotesco. En frente del espejo se encuentran una silla y a su lado un perchero con una bufanda roja y un abrigo negro colgados de mala gana.

      Desde la puerta, además del salón de la entrada, se ve un pasillo corto que desemboca en un balcón, no están muy seguros de esto porque desde donde ellos miran se ve poco. Lo atraviesan y ven que sí, que en efecto se trata de un balcón pequeño que da a la calle. Llegan al final del pasillo cuando un gato brinca cerca de sus caras huyendo y logrando su fin: sorprenderlos.

      —¡Quita, bicho!

      —Solo es un gato —advierte Carlos sacudiéndose la sombra del animalucho con las dos manos mientras ve que Simón se ha puesto pálido del susto.

      La luz de un atardecer lento es la única que alumbra la pequeña estancia dueña del balcón donde, se supone, termina el departamento. A la entrada advierten la puerta de la cocina, pero el dormitorio no existe. Ahí, donde ellos están, no hay ninguna cama ni nada que se le parezca, solo un sillón forrado con una tela de cuadros escoceses y, al lado, una mesita pequeña con una estampa del Cristo del Gran Poder; encima papeles arrugados y rotos; también hay un cenicero lleno de colillas.

      —Este cigarrillo aún humea —comenta Simón sentándose en el sofá. Nada más hacerlo el respaldo se le viene encima y también un bulto; ambos dan contra el suelo, el bulto y él; todo esto crea un ruido estrepitoso gracias al cual Carlos, que se había separado para asomarse a un cuarto cerrado, regresa rápido para encontrarse con un panorama sorprendente: en el suelo, salpicado de claveles rojos, permanecen inmóviles dos cuerpos, uno encima del otro por espacio de ¿qué sería?, cosa de segundos, ya que enseguida Simón se asoma por debajo de “aquello” que tiene encima y se libera incorporándose ayudado por Carlos, a quien lo disparatado de la escena lo deja confundido. El otro cuerpo está boca abajo en el piso y sin aliento, al menos esa es la impresión que da. Ellos no saben qué decirse, tampoco qué hacer.

      —Si solo fuese un desvanecimiento habría que llamar a una ambulancia.

      —Y ¿qué tal si lo que sucede es que esa hechura ya no respira y no volverá a respirar?

      —Es el viejo —dice Carlos al observar la espalda enjuta del hombre que está ahí quieto, tirado de frente contra el parqué sin brillo. Saca un pañuelo del bolsillo del pantalón para darle la vuelta a Cosme quien, así es, está sin aliento como lo están todos los que se mueren.

      —¿Qué hacemos?

      —Marcharnos de aquí enseguida —contesta Carlos mientras mira los claveles por el suelo, claveles rojos, para terminar afirmando que la situación resulta infantil.

      —Quien quiera que sea el que esté metido en tal zafarrancho quiere involucrar a la gitana de una forma evidente. Ningún asesino deja huellas tan obvias.

      Es Simón el que comenta. Carlos se cubre la mano con el pañuelo, y abre los cajones del mueble que hay en el cuarto de baño, con la sola esperanza de hallar algo que aclare lo que les está pasando en Sevilla. Sin embargo el empeño es nulo.

      —No hay pistas. Nada sospechoso; por no haber no hay ni sangre, ni balas, ninguna puñalada —dice Carlos.

      —Pero la colilla del cigarro todavía echaba humo cuando llegamos. Y los claveles ¿Qué significado tienen los claveles y para quién?

      —¿Por qué mezclar tantos elementos que nada tiene que ver con la historia que Soledad nos ha relatado? Se trata de encontrar al hijo perdido y nada más.

      —Quién sabe los motivos que haya tenido ese infeliz para desaparecer a los ojos de su madre, ¿no te lo preguntas?

      Carlos asiente con un gesto de cabeza dando a entender que aquello no tiene sentido alguno.

      —Quizás lo ocurrido a Cosme sea cosa de un colapso, en fin, que se ha muerto así, sin más. No hay huellas de violencia…

      El detective interrumpe las palabras de Simón para sugerir que lo que hay que hacer es marcharse de allí rápido, lo que sea sonará. Ellos nada tienen que ver con lo ocurrido y será más conveniente no involucrarse.

      —Esto es asunto de la policía. Salgamos.

      —Tienes razón, vámonos.

      —Espera, aquí hay algo.

      Y antes de salir de aquel quinto piso a la derecha, del portal número 6 de la calle Del Laurel, Carlos se agacha para arrancar del puño bien apretado de la mano izquierda del cadáver, una hoja de papel donde con una letra que ellos dos reconocen, están escritos el nombre de Carmela y un número de teléfono, el nombre del desaparecido que tienen que encontrar y las señas de su madre en Barcelona. Al final hay una posdata: “Dígales a los detectives que se presenten aquí cuanto antes.” El principio de la nota resulta ilegible, las letras se han partido, el trozo de papel que guarda el puño de Cosme no lo pueden rescatar.

      —Importa poco, no creo que descubra nada ese trozo de papel. Además es tan solo un pellizco lo que le ha quedado.

      Y Carlos muestra la hoja, misma que en efecto, se ve casi completa. Sin entretenerse salen de la casa cautelosos.

      La noche ya está en la calle. Es cómplice del misterio que ellos se llevan.

      VI

      Si se pudieran entender los gestos de las personas sabríamos lo que Soledad piensa sentada en ese banco de madera, cuando con marcada lentitud da de comer a las palomas o como hace un rato, que levantó su falda porque al sentarse rozó el suelo y no lo notó; igualmente el porte que dibujan los brazos al reunir con las manos esos mechones de pelo que le caen al desaire sobre la nuca. Además, ¿qué dicen sus ojos chispeantes de furia? ¿Recogen sus lágrimas para hacérselas tragar de nuevo? Ella y sus gestos frente al pícaro teatro en la Avenida del Marqués del Duero dicen mucho al buen entendedor.

      En este instante la mujer abre la bandolera que descansa a su lado sobre el banco y saca un papel que se ve azul grisáceo, el tono de los telegramas, y lo vuelve a leer:

      El viejo ha muerto. El forense dictaminó infarto fulminante.

      Ellos