Enrique Dussel

Filosofía de la cultura y transmodernidad: ensayos


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«posición» ante la historia.

      I. En América —nos referimos a aquella América que no es anglosajona— la conciencia cultural de nuestros pueblos ha sido formada por una historia hecha, escrita y enseñada por diversos grupos que no sólo realizan la labor intelectual del investigador, como un fin en sí, sino que, comprometidos en la historia real y cotidiana, debían imprimir a la historia un sentido de saber práctico, útil, un instrumento ideológico-pragmático de acción —y en la mayoría de los casos, como es muy justificado, de acción política y econó-mica—. Puestos entonces a «hacer ciencia histórica» —o al menos «autoconciencia histórica»—, la primera tarea que les ocupó fue la de fijar los límites y, en especial, el punto de partida.

      Es bien sabido que para la conciencia primitiva el punto de partida se sitúa en la intemporalidad del tiempo mítico — in illo tempore diría Mircea Eliade—, donde los arquetipos primarios regulan y justifican simbólica y míticamente la cotidianidad de los hechos profanos (divinizados en la medida que son repetición del acto divino). Así nacen las teogonías que explican el origen del cosmos y del fenómeno humano.

      La conciencia mítica no ha desaparecido en el hombre moderno y, como bien lo ha mostrado Ernst Cassirer en El mito del estado, las sociedades contemporáneas «mitifican» sin tener conciencia de ello. «Mitificar» en la ciencia histórica es fijar límites otorgándoles un valor absoluto y, por ello mismo, desvalorizando «lo anterior», o simplemente negándolo. En esto, tanto el revolucionario como el tradicionalista se comportan del mismo modo; lo único que los diferencia es que el revolucionario absolutiza una fecha reciente o aun futura, mientras el tradicionalista la fija en un pasado menos próximo.

      II. En las ciencias físico-naturales, uno de los fenómenos más importantes de nuestro tiempo es el de haber destruido los antiguos «límites intencionales» que encuadraban antes el mundo micro y macrofísico, biológico, etcétera. La «desmitificación» (Entmytologisierung) del primer límite astronómico se debió especialmente a Copérnico y Galileo que destronaron a la tierra de su centralidad cósmica —gracias a la previa desmitificación del universo realizada por la teología judeocristiana, como lo muestra Duhem—2, para después destronar igualmente al sol hasta reducirlo a un insignificante punto dentro de nuestra galaxia, que posee un diámetro de más de 100 mil años luz. La «desmitificación» biológica se debió a la teoría de la evolución —bien que rectificando las exageraciones darwinianas—, donde el hombre llega a ser «un» ser vivo en la biosfera creciente y cambiante. La «desmitificación» de la conciencia primitiva, o a-histórica, se origina con el pensamiento semita, en especial el hebreo, pero cobra toda su vigencia en el pensamiento europeo a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX; siendo Hegel, entre todos, el que con sus Vorlesungen sobre la Weltgeschichte3 inicia un proceso de universalización de la autovisión que el hombre moderno tiene de su propia temporalidad.

      «Desmitificar» en historia es destruir los particularismos que impiden la auténtica comprensión de un fenómeno que sólo puede y debe ser comprendido teniendo en cuenta los horizontes que lo limitan, y que, en último término, no es otro que la historia universal —que pasando por la prehistoria y la paleontología se entronca con la temporalidad cósmica—. Querer explicar la historia de un pueblo partiendo o tomando como punto de partida algunos hechos relevantes —aunque sean muy heroicos y que despierten toda la sentimentalidad de generaciones— que se sitúan al comienzo del siglo XIX o del XVI, es simplemente «mitificar», pero no «historiar». Por ello mismo, la conciencia cultural —que se forma sólo ante la historia— queda como debilitada, primitiva, sin los recursos necesarios para enfrentar vitalmente la dura presencialidad de lo real.

      III. En América —no hablamos de la anglosajona— hay muchos que fijan su «punto de partida» en algunas reestructuraciones que han tenido mayor o menor éxito; sean las de México, Bolivia o Cuba. Explican la evolución y el sentido de nuestra historia aumentando desmesuradamente dichos acontecimientos, y negando el periodo anterior; es decir, el liberal capitalista o de la oligarquía más o menos positivista, no en tanto positivista, pero sí en cuanto oligarquías. Las figuras que han tomado parte o que han originado dichas revoluciones —por otra parte no criticables, sino más bien dignas de honor— son elevadas al nivel del «mito», y se transforman en bandera de estos movimientos. No queremos negar la importancia de la reestructuración en América —tanto de un punto de vista político, económico, cultural, etcétera—. Sólo queremos indicar el «modo» que dichos movimientos utilizan para explicar su propia existencia dentro del proceso histórico —si es que emplean alguno—. Se desolidarizan, en primer lugar, de todo lo pasado, y, con ello, se tornan «inocentes» —un estado análogo a la impecabilidad paradisiaca— de todo el mal e injusticia presente y pasada. Pero al mismo tiempo, por su mesianismo coesencial, se muestran como los portadores esperanzados de todo el bien futuro. Absolutizan o exaltan el tiempo de la agonía inicial, del caos desde el cual emanará el orden, elemento esencial en el temperamento dionisiaco: la revolución es la muerte de donde procede la vida —como la semilla del culto agrario.

      IV. Otros, en cambio, luchando contra revolucionarios han edificado su construcción sobre el confuso límite que abarca la primera parte del siglo XIX, desde 1808 a 1850, aproximadamente, tiempo en el que se produce la ruptura política y cultural con el pasado colonial. Allí encuentran su origen los liberales criollos, el capitalismo nacional, el político oligárquico (que produjo el tan necesario movimiento de universalización y secularización en el siglo XIX) y el intelectual positivista que da espaldas al pasado hispánico.

      Su tiempo «mítico» no puede ser sino el de la independencia, negando el tiempo colonial, y con ello a España y el cristianismo. En ese espacio mítico, en ese panteón se eleva el culto a hombres heroicos que han sido configurados con perfiles de una tal perfección que cuando el científico historiador se atreve a tocarles —mostrando los relieves auténticos de su personalidad— es juzgado casi de sacrílego. El proceso es análogo: se absolutiza un momento original; siendo aquí la etapa agónica o épica, la época de la emancipación. Todo esto es una exigencia para dar un sentido a cada nación en sí misma, naciendo así un aislacionismo de las diversas repúblicas americanas, enclaustradas en sus propias «historias» más o menos desarticuladas con las otras comunidades de la historia universal, las «historias» que los estudiantes reciben muchas veces en las aulas pareciera más un anecdotario que una «historia» con sentido. Es que, al haber elegido un límite demasiado próximo, impide la auténtica comprensión4.

      V. Hay otros que amplían el horizonte hasta el siglo XVI. Casi todos los que han realizado este esfuerzo han encontrado después suma dificultad en saber integrar el siglo XIX y, sobre todo, el presente revolucionario; pues el mero tradicionalista no alcanza a poseer la actitud histórica indispensable para gustar e investigar la totalidad de un proceso que no puede alcanzar sentido sino en el futuro. Llamaremos «colonialistas» o «hispanistas» a todos aquellos que han sabido buscar los orígenes de la civilización hispano-americana más allá del siglo XIX. Para ellos la época épica significará la proeza de Cristóbal Colón, de Hernán Cortés o Pizarro. No se hablará ya de un Castro, ni de un Rivadavia, sino de Isabel y Fernando o de Carlos y Felipe. ¡Es el siglo de oro! —en lo que tiene de oro objetivo, que es mucho—, y de «mítico» (pues no se alcanza muchas veces a discernir en su misma plenitud los fundamentos de su decadencia, por otra parte necesaria en todo lo humano). Así como el liberal del siglo XIX negaba a España, el hispanista negará la Europa protestante, anglicana o francesa. Así como el revolucionario negará el capitalismo, o el liberal el cristianismo, así el hispanista negará el renacimiento, que desembocará en el mecanicismo industrial —aceptando y aún dirigiendo, principalmente gracias a Salamanca y Coimbra, el renacimiento filosófico y teológico, hasta cuando fue desplazado al fin del siglo XVII —. El «hispanista» —en oposición a la posición «europeísta» que pretende considerar todo el fenómeno del continente— no puede explicar la decadencia de América hispana desde el siglo XVIII y, sobre todo, no comprende la evolución tan diversa de América anglosajona, ni puede justificar las causas de su rápida expansión, en aquello que tiene de positivo. «Mitificando» el siglo XVI desrealiza América y la torna incomprensible en el presente, y permanece como sobrepasado o ahogado en dicho presente que le consterna, o, al menos,