Enrique Dussel

Filosofía de la cultura y transmodernidad: ensayos


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parte, mi alumno de Mendoza, Horacio Cerutti, había escrito un libro (La filosofía de la liberación latinoamericana) en el que me atacaba directamente, y en mi opinión de manera injusta. La cues-tión de fondo era la acusación de que la filosofía de la liberación que yo practicaba, por recurrir a la categoría «pueblo», caía inevitablemente en una posición populista. Este ensayo me daba la oportunidad de clarificar la categoría «pueblo», «cultura popular», etcétera, de dos maneras: de defensa de la acusación y de desarrollo de una filosofía de la cultura popular. Hoy, en 2006, creo que el tema del «pueblo» se ha ido aclarando; creo que tuve razón en no abandonar dicha categoría; el uso dogmático de «clase» (y más en el sentido althusseriano de mi oponente) hace tiempo que ha sido superado. El tema de aquella disputa no ha dejado de tener actualidad, en especial hoy gracias al Foro Social Mundial de Porto Alegre que ha lanzado a los nuevos movimientos populares y sociales a un protagonismo particular.

      En los últimos años he trabajado sobre la modernidad y el diálogo intercultural, específicamente la cuestión de la cultura: un fenómeno que empezó en el siglo XVI y demuestro que, contra el juicio de la filosofía centroeuropea y norteamericana actual3, España fue la protagonista fundacional de la modernidad. Estos ensayos se incluyen en un diálogo que vengo desarrollando con I. Wallerstein, Aníbal Quijano, W. Mignolo, Boaventura de Sousa Santos, Ramón Grosfoguel, Nelson Maldonado, Eduardo Mendieta y muchos otros amigos con los que formamos un equipo de mutua discusión.

      En la década del 70, cuando comenzamos un diálogo fecundo con pensadores de África y de Asia (la primera reunión fue en Tanzania en 1976), se nos acusaba a los latinoamericanos de exagerar desde Marx las estructuras socioeconómicas internacionales y nacionales. Era difícil mostrar a mis interlocutores los trabajos que habían sido mis primeras intuiciones no tanto en el nivel económico —que posteriormente gracias a mis comentarios a las cuatro redacciones de El capital pude emprender—, sino en el nivel cultural. Pienso, además, que el nivel cultural es justamente el que viene a enriquecer la antigua abstracción del análisis puramente de «clase», y la necesidad de anticipar la revolución con una declaración de ateísmo —esta última no advirtiendo que el imaginario popular latinoamericano se mueve dentro de una narrativa religiosa que hay que saber entender y movilizar políticamente, antes que negar abstracta y eurocéntricamente con un secularismo reaccionario—. La revolución sandinista avanzó mucho más allá que la cubana en ese aspecto; y el zapatismo dio nuevos pasos superando muchas tesis político-culturales de los mismos nicaragüenses.

      El tema de la filosofía de la cultura, como capítulo interno de la filosofía de la liberación, se enriquece en nuestros días desde un diálogo intercultural que no debe olvidar todo lo ganado en estos últimos cuarenta años. El diálogo debe presuponer la clara conciencia de la asimetría entre los que intentan la comunicación, ya que la cultura imperial occidental, que tiene en las corporaciones trasnacionales sus grandes medios de expansión, acosa, intenta aniquilarlas a las grandes culturas universales (y particulares) de la periferia mundial, que deben definir su estrategia de resistencia, de retorno crítico a su identidad que no es sustantiva sino procesual, y que deben formular proyectos futuros transmodernos que hay que saber crear desde la memoria de los pueblos. Una nueva civilización, una nueva cultura más allá del capitalismo y la modernidad se está forjando lenta y ocultamente en los nuevos movimientos populares y sociales que van estableciendo redes mundiales y que emergen lentamente para quien tiene ojos para verlos.

      N.B. La primera edición de este libro apareció, por decisión del entonces responsable de publicaciones, con el título Filosofía de la cultura y la liberación (2006); en esta nueva edición recupero el título original, más apegado al contenido temático del libro.

      ENRIQUE DUSSEL

Introducción

      Pertenezco a una generación latinoamericana cuyo inicio intelectual se situó a finales de la llamada Segunda Guerra Mundial, en la década de los 50. Para nosotros no había en la Argentina de esa época ninguna duda de que éramos parte de la «cultura occidental». Por ello, ciertos juicios tajantes posteriores son propios de alguien que se opone a sí mismo.

      La filosofía que estudiábamos partía de los griegos, a quienes veíamos como nuestros orígenes más remotos. El mundo amerindio no tenía ninguna presencia en nuestros programas y ninguno de nuestros profesores hubiera podido articular el origen de la filosofía con ellos1. Además el ideal del filósofo era el que conocía en detalles particulares y precisos las obras de los filósofos clásicos occidentales y sus desarrollos contemporáneos. No existía ninguna posibilidad siquiera de la pregunta de una filosofía específica desde América Latina. Es difícil hacer sentir en el presente la sujeción inamovible del modelo de filosofía europea (y en ese tiempo, en Argentina, aún sin ninguna referencia a Estados Unidos). Alemania y Francia tenían hegemonía completa, en especial en Suramérica (no así en México, Centro América o el Caribe hispánico, francés o británico).

      En filosofía de la cultura se hacía referencia a Oswald Spengler, Arnold Toynbee, Alfred Weber, A. L. Kroeber, Ortega y Gasset o F. Braudel, y después un William McNeill. Pero siempre para comprender el fenómeno griego (con las célebres obras como la Paideia o el Aristóteles, de W. Jaeger), la disputa en torno a la edad media (desde la revaloración autorizada de Etienne Gilson), y el sentido de la cultura occidental (europea) como contexto para comprender la filosofía moderna y contemporánea. Aristóteles, Tomás, Descartes, Kant, Heidegger, Scheler eran las figuras señeras. Era una visión sustancialista de las culturas, sin fisuras, cronológica del Este hacia el Oeste como lo exigía la visión hegeliana de la historia universal.

      Con mi viaje a Europa —en 1957, en mi caso, cruzando el Atlántico en barco—, nos descubríamos «latinoamericanos» o no ya «europeos», desde que desembarcamos en Lisboa o Barcelona. Las diferencias saltaban a la vista y eran inocul-tables. Por ello, el problema cultural se me presentó como obsesivo, humana, filosófica y existencialmente: «¿Quiénes somos culturalmente? ¿Cuál es nuestra identidad histórica?» No era una pregunta sobre la posibilidad de describir objetivamente dicha «identidad»; era algo anterior. Era saber quién es uno mismo como angustia existencial.

      En España y en Israel (donde estuve desde 1957 a 1961, buscando siempre la respuesta a la pregunta por «lo latinoamericano») mis estudios se encaminaban al desafío de tal cuestionamiento. El modelo teórico de cultura seguirá siendo inevitablemente el mismo por muchos años todavía. El impacto de Paul Ricoeur en sus clases a las que asistía en La Sorbonne, su artículo tantas veces referido de «Civilización universal y cultura nacional», respondía al modelo sustancialista, y en el fondo eurocéntrico2. Aunque «civilización» no tenía ya la significación spengleriana del momento decadente de una cultura sino que denotaba más bien las estructuras universales y técnicas del progreso humano-instrumental en su conjunto (cuyo actor principal durante los últimos siglos había sido occidente), la «cultura» era el contenido valorativo-mítico de una nación (o conjunto de ellas). Éste fue el primer modelo que utilizamos para situar a América Latina en esos años.

      Con esta visión «culturalista» inicié mis primeras inter-pretaciones de América Latina, queriéndole encontrar su «lugar» en la historia universal (a lo Toynbee), y discerniendo niveles de profundidad, inspirado principalmente en el nombrado P. Ricoeur, pero igualmente en Max Weber, Pitrim Sorokin, K. Jaspers, W. Sombart, etcétera.

      Organizamos una Semana Latinoamericana en diciembre de 1964, con latinoamericanos que estudiaban en varios países europeos. Fue una experiencia fundacional. Josué de Castro, Germán Arciniegas, François Houtart, y muchos otros intelectuales, incluyendo a P. Ricoeur3, expusieron su visión sobre el asunto. El tema fue