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la noción clave para una liberación [cultural]37.

      En los 80, con la presencia activa del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua y muchas otras experiencias en toda América Latina, la cultura creadora era concebida como la «cultura popular revolucionaria»38:

      La cultura popular latinoamericana —escribí en el citado artículo de 1984— sólo se esclarece, decanta, se autentifica en el proceso de liberación (de liberación económica del capitalismo, liberación política de la opresión) instaurando un nuevo tipo democrático, siendo así liberación cultural, dando un paso creativo en la línea de la tradición histórico-cultural del pueblo oprimido y ahora protagonista de la revolución39.

      En esa época se hablaba del «sujeto histórico» de la cultura revolucionaria: el «pueblo», como «bloque social de los oprimidos», cuando cobra «conciencia subjetiva» de su función histórico-revolucionaria40.

      La cultura popular no era populista. «Populista» indicaba la inclusión en la «cultura nacional» de la cultura burguesa u oligárquica de su elite y la cultura del proletariado, del campesino, de todos los habitantes del suelo organizado bajo un estado (que en Francia se denominó el «bonapartismo»). Lo popular, en cambio, era todo un sector social de una nación en cuanto explotado u oprimido, pero que guardaba igualmente cierta «exterioridad» —como veremos más adelante—. Oprimidos en el sistema estatal, alterativos y libres en aquellos momentos culturales simplemente despreciados por el dominador, como el folklor41, la música, la comida, la vestimenta, las fiestas, la memoria de sus héroes, las gestas emancipatorias, las organizaciones sociales y políticas, etcétera.

      Como puede verse, la visión sustancialista monolítica de una cultura latinoamericana había sido dejada atrás, y las fisuras internas culturales crecían gracias a la misma revolución cultural.

      Lentamente, aunque la cuestión había sido vislumbrada intuitivamente desde finales de la década de los 50, se pasa de a) una obsesión por «situar» América Latina en la historia mundial —lo que exigió reconstruir totalmente la visión de dicha historia mundial—, a b) poner en cuestión la visión standard (de la generación hegeliana) de la misma historia universal que nos había «excluido», ya que al ser «eurocéntrica» construía una interpretación distorsionada42, no sólo de las culturas no-europeas, sino que, y esta conclusión era imprevisible en los 50 y no había sido esperada a priori, igualmente interpretaba inadecuadamente a la misma cultura occidental. El «orientalismo» (defecto de la interpretación europea de todas las culturas al oriente de Europa, que Edward Said muestra en su famosa obra de 1978, Orientalismo) era un defecto articulado y simultáneo al «occidentalismo» (interpretación errada de la misma cultura europea). Las hipótesis que nos habían permitido negar la inexistencia de la cultura latinoamericana nos llevaban ahora al descubrimiento de una nueva visión crítica de las culturas periféricas, e inclusive de Europa misma. Esta tarea iba siendo emprendida casi simultáneamente en todos los ámbitos de las culturas poscoloniales periféricas (Asia, África y América Latina), aunque por desgracia en menor medida en Europa y Estados Unidos.

      En efecto, a partir de la problemática «posmoderna» sobre la naturaleza de la modernidad —que en último término es todavía una visión «europea» de la modernidad—, advertí que lo que había llamado «posmoderno»43, era algo distinto de lo que aludían los posmodernos de los 80 (al menos daban otra definición del fenómeno de la modernidad tal como yo lo había entendido desde los trabajos efectuados para situar a América Latina en confrontación con una cultura moderna vista desde la periferia colonial). Por ello, me vi en la necesidad de reconstruir desde una perspectiva «exterior», es decir: mundial (no provinciana como eran las europeas), el concepto de «modernidad», que tenía (y sigue teniendo) en Europa y Estados Unidos una clara connotación eurocéntrica, notoria desde Lyotard o Vattimo, hasta Habermas y de otra manera más sutil en el mismo Wallerstein —es lo que he denominado un «segundo eurocentrismo».

      El estudio de esta cadena argumentativa me permitió vislumbrar un horizonte problemático y categorial que relanzó nuevamente el tema de la cultura, ahora como crítica de la «multiculturalidad liberal» (a la manera de un John Rawls, por ejemplo en The Law of People), y también como crítica del optimismo superficial de una pretendida «facilidad» con la que se expone la posibilidad de la comunicación o del diálogo multicultural, suponiendo ingenuamente (o cínicamente) una simetría —inexistente en realidad— entre los argumentantes.

      Ahora no se trata ya de «localizar» a América Latina. Ahora se trata de «situar» a todas las culturas que inevitablemente se enfrentan hoy en todos los niveles de la vida cotidiana, de la comunicación, la educación, la investigación, las políticas de expansión o de resistencia cultural y hasta militar. Los sistemas culturales, acuñados durante milenios, pueden despedazarse en decenios o desarrollarse por el enfrentamiento con otras culturas. Ninguna cultura tiene asegurada de antemano la sobrevivencia. Todo esto se ha incrementado hoy, siendo un momento crucial en la historia de las culturas del planeta.

      En mi visión del curso de «Hipótesis para el estudio de Latinoamérica en la historia universal», y en los prime-ros trabajos de esa época, tendía a mostrar el desarrollo de cada cultura como un todo autónomo o independiente. Había «zonas de contactos» (como el Mediterráneo oriental, el océano Pacífico y las estepas euroasiáticas desde el Gobi hasta el Mar Caspio), pero explícitamente dejaba hasta la expansión portuguesa por el Atlántico sur y hacia el océano Índico, o hasta el «descubrimiento de América» por España, el comienzo del despliegue del «sistema-mundo», y la conexión por primera vez de las grandes «ecumenes» culturales independientes (desde Amerindia, China, el Indostán, el mundo islámico, la cultura bizantina y la latino-germánica). La modificación radical de esta hipótesis, por la propuesta de A. Gunder Frank del «sistema de los cinco mil años» —que se me impuso de inmediato porque era exactamente mi propia cronología—, cambió el panorama. Si debe reconocerse que hubo contactos firmes por las indicadas estepas y desiertos del norte de Asia oriental (la llamada «ruta de la seda»), fue la región de la antigua Persia, helenizada primero (en torno a Seleukon, no lejos de las ruinas de Babilonia) y después islamizada (Samarkanda o Bagdad), la «placa giratoria» del mundo asiático-afro-mediterráneo. La Europa latino-germana fue siempre periférica (aunque en el sur tenía un peso propio por la presencia del antiguo imperio romano), pero nunca fue «centro» de esa inmensa masa continental. El mundo musulmán (desde Mindanao en Filipinas, Malaka, Delhi, el «corazón del mundo» musulmán, hasta el Magreb con Fez en Marruecos o la Andalucía de la Córdoba averroísta) era una cultura mercantilista mucho más desarrollada (científica, teórica, económica, culturalmente) que la Europa latino-germana después de la hecatombe de las invasiones germanas44, y las mismas invasiones islámicas desde el siglo VII d.C. Contra Max Weber debe aceptarse una gran diferencia civilizatoria entre la futura cultura europea (todavía subdesarrollada) con respecto a la cultura islámica hasta el siglo XIII (las invasiones turcas siberianas troncharán la gran cultura árabe).

      En occidente, la «modernidad», que se inicia con la invasión de América por parte de los españoles, cultura here-dera de los musulmanes del Mediterráneo (por Andalucía) y del renacimiento italiano (por la presencia catalana en el sur de Italia)45, es la «apertura» geopolítica de Europa al Atlántico; es el despliegue y control del «sistema-mundo» en sentido estricto (por los océanos y no ya por las lentas y peligrosas caravanas continentales), y la «invención» del sistema colonial, que durante 300 años irá inclinando lentamente la balanza económico-política en favor de la antigua Europa aislada y periférica. Todo lo cual es simultáneo al origen y desarrollo del capitalismo (mercantil en su inicio, de mera acumulación originaria de dinero). Es decir: modernidad, colonialismo, sistema-mundo y capitalismo son aspectos de una misma realidad simultánea y mutuamente constituyente.

      Si esto es así, España es entonces la primera