Francesca Gargallo Celentani

Feminismos desde Abya Yala


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foros y en reuniones ante representantes de los estados nacionales o de la Organización de Naciones Unidas, denuncian su condición de explotadas y marginadas; no obstante, se niegan a aceptar que la condición de pobreza con la que la cultura capitalista las identifica es inherente a su identidad. Cuanto más participan de las reivindicaciones y reconstrucciones de las identidades de sus pueblos, afirman que sus conocimientos, sus habilidades manuales, su capacidad reproductiva son una forma de prosperidad14.

      Ahora bien, estas mujeres siguen siendo las excluidas por excelencia del programa de la modernidad emancipada, pues pertenecen a pueblos donde hasta los hombres son expulsados de su teoría histórica. En efecto, sólo en los municipios indígenas autónomos de México15, los resguardos que luchan por su ley y una educación propia en Colombia16 y en las formas de organización social y política de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie)17, que bien puede ser considerada un gobierno paralelo en Ecuador, pueden verse todas las micro-coyunturas que tejen una sociedad que se autorrepresenta. Todos los demás pueblos indígenas viven un control étnico por parte del sistema republicano nacional que se manifiesta en la negación de su poder jurídico y la virtual delegación de su ciudadanía, eso es, en el ocultamiento de su historia.

      Fruto de esta exclusión del presente es que las mujeres de los pueblos originarios deban confrontar también que las feministas occidentales las rechacen (y con ello vuelvan a ocultarlas) por considerarlas atrapadas en los códigos anti-modernos de los referentes culturales de su comunidad (eso es, en su identidad colectiva) o en la sobrevivencia social, obviando su liberación individual.

       Mujeres y saberes, liberaciones plurales

      Las mujeres de los pueblos indígenas de Abya Yala generan, desde sus comunidades, conocimientos sobre su lugar como mujeres con presencia, voz y protagonismo en el mundo. Esta acción es en parte autónoma de los proyectos de liberación femenina, en particular de aquellos que le fueron expropiados al movimiento feminista por los estados y los organismos internacionales, las organizaciones no gubernamentales y las transnacionales agroindustriales, médicas, jurídicas y educativas (las así llamadas políticas públicas con enfoque de género). Y en parte, es fruto de una histórica alianza que, más allá de la institución de políticas racistas para separarlas, las indígenas, blancas y esclavizadas de origen africano construyeron desde la época colonial para resistir el odio criminal contra las mujeres, organizado por los hombres de la primera modernidad en América, con aportes de todos los patriarcados que se intersectaron en el continente18.

      Hoy no puede obviarse que los pueblos y naciones indígenas apelan a su diferencia cultural en abierto desafío al sistema de representación política que no los consideró aptos para la construcción de la modernidad emancipada, en general, y los proyectos de nación, en particular.

      Desde la década de 197019, las políticas de larga duración, o políticas de resistencia indígena, que se iniciaron desde el momento de su derrota militar en la invasión española y portuguesa, cambiaron de estrategia. Entonces en las sociedades indígenas se manifestaron cambios profundos y transformaciones que llevaron a un verdadero «despertar» étnico-nacional-comunitario20.

      Los pueblos indígenas intensificaron su reclamo por el territorio, eje principal de su política, a la vez que empezaron a exigir a los estados-naciones (las repúblicas emanadas de las luchas independentistas del siglo XIX) su reconocimiento como sujetos de derecho, produciendo representaciones alternativas a la nación de la modernidad emancipada. Política, demográfica, religiosa y culturalmente, y hasta en la producción de una amplia y diversa literatura en sus propias lenguas21, se forjó un formidable posicionamiento de los pueblos indígenas. Se propusieron a sí mismos en los cambiantes escenarios posmodernos del fin del estado de bienestar, de los gobiernos represivos (no importa si emanados de golpes de estado como en América del Sur, en guerra abierta como en Centroamérica, o autoritarios como en México y Colombia), del posterior neoliberalismo económico y del debilitamiento del estado paternalista, como pueblos agrupados en nacionalidades con su cultura, su legalidad y su derecho a ejercer una salud y una educación propias.

      Después de haber resistido genocidios brutales en Guatemala22 y Perú23 —donde, con la excusa del combate a las guerrillas o al terrorismo, las Fuerzas Armadas y la policía aplicaron una política de tierra arrasada, masacrando comunidades enteras y criminalizando a los pueblos originarios—, y tras desafiar el orden racista del estado en Colombia, en Ecuador, en Bolivia, en México y en Chile —donde las mismas fuerzas represivas buscaban amedrentar, reprimir y derrotar toda acción que produjera un fortalecimiento o una representación positiva de los pueblos originarios—, en la década de 1990 los pueblos de Abya Yala, gracias a un creciente movimiento de oposición pacífica activa24, resultaron disidentes capaces de confrontar a las repúblicas que habían continuado a construirlos, considerarlos y tratarlos como entidades negativas, como con anterioridad habían hecho los gobiernos coloniales.

      En Ecuador, en 1991 se dio el Primer Levantamiento Indígena Nacional, dirigido por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), revelando la existencia de «poblaciones de sujetos» políticos, como las llama Andrés Guerrero25. Estas poblaciones de sujetos se manifestaron desde «un confín de lo ciudadano: desde el espacio comunal y demás perímetros de la vida indígena», visibilizando la ciudadanía de «aquella zona de indiferencia o de excepción de lo localizable» que las clasificaciones republicanas habían obviado.

      El 1 de enero de 1994, en el sur de México, en Chiapas, un ejército de tzotziles, tzeltales, tojolabales y choles, con una dirigencia de cuatro hombres y una mujer, se levanta en armas y ocupa varias cabeceras municipales el mismo día en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. En su primera Declaración de la Selva Lacandona, lanzada a los «hermanos mexicanos», el EZLN llamaba al

      PUEBLO DE MÉXICO : Nosotros, hombres y mujeres íntegros y libres, estamos conscientes de que la guerra que declaramos es una medida última pero justa. Los dictadores están aplicando una guerra genocida no declarada contra nuestros pueblos desde hace muchos años, por lo que pedimos tu participación decidida apoyando este plan del pueblo mexicano que lucha por trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz. Declaramos que no dejaremos de pelear hasta lograr el cumplimiento de estas demandas básicas de nuestro pueblo formando un gobierno de nuestro país libre y democrático.26

      Estos dos actos tan distintos, eran el fruto de veinte años de acción durante los cuales los pueblos y nacionalidades indígenas se reinventaron, se imaginaron, se reconstruyeron, en un intenso proceso de redefinición identitaria con claros tintes de nacionalismo local. Como movimientos y organizaciones, al defender sus comunidades, recuperaban y reinterpretaban antecedentes históricos, religiosos, étnicos y actuaban manifestando elementos nacionales fuertes, con una rica tradición de lucha, capaces de una resistencia al borde de lo imposible y de defender la Madre Tierra, encarnada en sus tierras colectivas, de la expansión del capitalismo agrario, de la minería y la explotación del agua27.

      De comunidades marginadas, perseguidas, negadas, minorizadas o víctimas de un real apartheid, se hicieron pueblos en diálogo entre sí, generando una política internacional de redes de naciones originarias que se reúnen en territorios liberados o reivindicados o defendidos y, a nivel nacional, una representación alternativa al universalismo del estado-nación28. Su paso por carreteras y pueblos, su presencia en los recintos de la política republicana (plazas, palacios nacionales, congresos), la solidaridad que despertaron en otros pueblos al pasar por sus comunidades, el resonar del sonido de sus lenguas y sus traducciones, ratificaron que el constante «proceso de encubrimiento de la dominación étnica»29 llevado a cabo por las repúblicas americanas, no ha pasado desapercibido a las propias nacionalidades originarias. Al manifestarse, éstas ratificaron su presencia histórica, arraigada y políticamente propositiva, en la política que había sido secuestrada por la población blanca y mestiza, la que se creía la totalidad de la ciudadanía, si no directamente la «ciudadanía legítima», de las repúblicas independientes.