Julio San Román

Heracles


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criticarla, pues Virginia Woolf es una de las autoras más destacadas y reconocidas de la literatura inglesa y yo, un simple aspirante a filólogo (¿quién era yo para juzgarla?). Me resultaba complicado concentrarme debido a este conflicto interno que causaba en mí el peor de los aburrimientos mezclado con un resquemor por la responsabilidad que me obligaba a atender en clase. Así que, en una decisión alocada de satisfacer a las dos caras de la moneda, me dispuse a prestar atención a la vez que me entretenía dibujando en uno de mis cuadernos desaliñados de hojas inservibles. Trazado a trazado comencé a dibujar una historia épica en la que una mosca, que había estado molestando a la profesora durante toda la clase al volar a su alrededor sin un recorrido fijo como si estuviera borracha, se volvía gigante y luchaba con la profesora en una batalla cuerpo a cuerpo. El objetivo de la mosca, saciar su hambre; el de la profesora, sobrevivir.

      —Dibujas muy bien —dijo una voz a mi lado.

      Me recliné para ver a quién pertenecía esa voz y me encontré con Laura Gaspar, que había estado sentada a mi lado durante toda la clase y yo tan sólo me había fijado en su belleza, pero en ningún momento había pensado en hablar con ella. Ni siquiera recuerdo su rostro antes de que me hablara.

      —Gracias —dije con timidez. Tenía por costumbre tener un comportamiento egocéntrico, aunque siempre lo hacía de broma. Cuando de verdad me dedicaban un cumplido, la modestia afloraba en mí y agradecía las palabras de reconocimiento mientras me mordía la lengua para no decir que había gente que lo hacía mucho mejor que yo y resultar repelente—. ¿Cómo te llamas?

      —Laura —respondió ella.

      Aquel momento se enrarecía a cada segundo que pasaba. No acostumbraba a hablar con chicas tan guapas, y lo que era más extraño aún, había sido ella la que me dirigió la palabra primero. Desde un punto de vista adulto, aquella podía haber sido una conversación más y Laura se habría convertido en una conocida a la que ni siquiera añadiría a la agenda telefónica. Pero yo era joven y aquella chica, extremadamente bella. En esas edades hay dos clases de personas: las que buscan divertirse explorando su sexualidad con muchas personas y las románticas que creen en encontrar un compañero con el que descubrir nuevos sentimientos, tanto anímicos como físicos. Me identificaba más con la segunda clase, por lo que aquella chica, a medida que la conversación fuera avanzando, me iría interesando más y más hasta plantearme si de verdad iba a pasar a ser otra desconocida o me iba a aventurar a atravesar esa niebla que nos impide ver el interior de las personas a nuestro alrededor.

      —Yo soy… —quise presentarme, pero ella me interrumpió.

      —Arturo, lo sé. —Me asombró que me conociera— Estamos en varias clases juntos y te he visto participar. De hecho, eres de los que más participa. Si no fuera por ti, las clases serían más silenciosas que un cementerio. Los profesores te adoran.

      —Si te digo la verdad, lo hago porque me dan un poco de pena. Imagínate que haces una pregunta y ninguna persona te contesta. —Chasqueé la lengua— No creo que a nadie le guste.

      —Así que eres todo un altruista.

      —Sí… Tengo un amor altruista por casi todo el mundo. Nací para ser un superhéroe pero me he quedado en esto. —Señalé a la mosca de mis dibujos.

      —La mosca está muy bien. Seguro que a tu hermano le gusta. —Me soltó ese comentario sin darse cuenta de que en ningún momento había hablado de mi hermano. Se percató de este detalle por mi extrañamiento— También te vi cuando… Bueno, nada. —Le animé a que hablara—. Cuando estabas entregando la matrícula. No os parecéis mucho, pero diría que era tu hermano el niño que te acompañaba.

      —Espera, me viste cuando yo me… —No pude acabar la frase pero con el dedo índice de la mano señalé al suelo. Ella asintió y yo noté como el rubor ascendía por mis mejillas— No puede ser… —Volvió a asentir marcando más el movimiento mientras se mordía el labio inferior. Sin querer alcé la voz— ¡No!

      —¿Cómo dices Arturo? —me preguntó la profesora.

      Rápidamente me erguí y me dirigí a la profesora:

      —Que, al contrario de lo que ha sugerido el compañero, me parece que el hecho de que Septimus Warren se suicide pensando en su amigo muerto podría ser un indicio de homosexualidad. Lo confirma su complicada relación física con Rezia, un intento fallido de superar la guerra y de ocultar sus verdaderos sentimientos.

      —Un punto de vista muy interesante, Arturo. Los demás, ¿qué opináis? —La profesora siguió con la clase y yo con mi conversación con Laura.

      —¿Estás atendiendo? —Parecía sorprendida.

      —Claro, ¿tú no? —Era obvio que no. No me resultaba difícil llevar dos conversaciones a la vez, así que mientras hablaba con ella, escuchaba lo que los compañeros decían, sin prestar mucha atención, por si pasaba algo semejante a lo que acababa de ocurrir— ¿Me viste cuando me caí?

      Laura, que durante toda la conversación había mantenido la cabeza hacia el frente, sin girarla directa hacia mí y mirándome con el rabillo del ojo —imagino que para fingir que atendía—, asintió con la boca abierta en una mueca que mostraba sus dentadura impoluta, perfecta. La vergüenza me invadió por dentro. No solía ocurrirme, de hecho tenía por costumbre reírme de todo lo que me pasaba, pero con aquella joven todo era distinto. Por alguna extraña razón, me importó la primera impresión que había tenido, hasta entonces desconocida por mí, y solté maldiciones sin freno en mi cabeza.

      La expresión de mi rostro debía ser muy graciosa, porque ella empezó a emitir una risa contenida que sonaba igual que la de una niña que trata de no desternillarse ante una situación embarazosa ajena. Esta risueña enfermedad se me contagió de manera inconsciente y ambos tratamos de simular una normalidad forzada que no quedó nada natural. La profesora se dio cuenta pero hizo caso omiso de nuestras tonterías y continuó con su charla, aunque de vez en cuando nos mandaba un vistazo fugaz con sus ojos negros sobre su tez pálida, botones en la cara de una muñeca de trapo.

      La conexión entre nosotros dos surgió en ese instante. Ella era una chica normal, sin manías atípicas, preocupada por seguir las tendencias predominantes del momento e ir a la moda (de forma modesta y sin exagerar, he de decir) y con un perro bastante feo y una hermana idéntica a ella en cuanto a los rasgos físicos, según una foto de su cartera, y un carácter diferente pero complementario al suyo, según sus anécdotas. Se reía de mis gracias como sólo ella sabía reírse, contenida y alegre, encorvando el cuello con levedad y haciendo surgir patas de gallo en el extremo externo de sus ojos. Yo me reía de sus historias, la mayoría con su hermana, y a pesar de una timidez que acallaba ciertos detalles al principio, a medida que la conversación avanzaba ella fue mostrándose más relajada y cercana, no demasiado, lo justo para que yo supiera que le había caído bien.

      ***

      «Le había caído bien». Sus propias palabras empezaron a torturarle. Arturo Aguilar se llevó una mano a los lacrimales. No estaban húmedos como temía pero una angustia que subía desde la tripa por el esófago hasta su boca le presionaba el pecho y su corazón, que creía dormido o muerto, le golpeaba con la fuerza de un martillo con ganas de fugarse del lugar horrendo en el que se encontraba, una cárcel sin ventilación ni posibilidades de ver un ápice de luz que le diera esperanzas.

      Una bocanada de humo le relajó, se quitó el cigarro de los labios y unas cenizas cayeron sobre su mano pero no le molestaron. Notó el calor que desprendían pero a su piel le parecían tan frías como el hielo del Polo Norte.

      —¿Se encuentra bien? —preguntó Mooney.

      La intervención llegaba en un momento desafortunado otra vez. Aguilar quería estar solo, que le dejaran en paz. ¿Tan complicado era? ¿Por qué el pasado nunca le abandonaba? ¿Por qué seguía ahí después de tantas décadas y tantos años? Notó una mano recorriéndole el surco entre los omoplatos que llega hasta las lumbares y supo que no se trataba de Wilson, que de repente podría haberse puesto cariñoso mostrando así un lado oculto de su personalidad, sino que aquella mano pertenecía a un fantasma,