Julio San Román

Heracles


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montón de cabezas, tanto de hombres como de mujeres de todas las edades, iban de aquí para allá con una ventana de fondo y una pared de color beige que ayudaba a iluminar la sala; ya con los ojos en el suelo, los zapatos, las botas y los tacones bailaban un vals descompasado sobre un suelo de mármol con granos plateados.

      El agente Francisco Abad, así se había presentado, me separó de Arturo —al que sentaron al lado de un escritorio—, colgó su gabardina verde en un perchero cerca de la entrada y me metió en una sala oscura semejante al cuarto de un demente en un manicomio. Lo único que ofrecía un poco de luz amarilla era una bombilla colgando de unos cables con la goma reseca. En el centro de la sala, había una mesa de madera y en lados opuestos de la misma, dos sillas de madera sin reposabrazos. El agente Abad me hizo sentarme en una de ellas y me pidió con tono severo y autoritario que esperara allí.

      —¿Por qué no entra Arturo también? —pregunté, aunque mis palabras cayeron al vacío sin respuesta.

      Francisco Abad dio un portazo. Me encontré solo en un ambiente siniestro y sin saber qué estaba ocurriendo. Si tan sólo querían tomarnos declaración, ¿por qué me habían metido en una sala de interrogatorios? Me sudaban las manos y movía la pierna como reflejo del nerviosismo que me atormentaba. Busqué a mi alrededor dónde protegerme, un amigo o un familiar, hasta que me di cuenta de que sólo Arturo sabía dónde me habían metido. Lo único que me acompañaba eran unas gotas redondas de sangre sobre la mesa, lo que no ayudó a tranquilizarme, y mi reflejo en un espejo que había frente a mí. Había perdido el color y me habían salido ojeras. Notaba un sudor frío en la sien. Puse más empeño en tranquilizarme. No quería parecer culpable. En mi cabeza todo eran paranoias: ¿me consideraban sospechoso del asesinato de Javier Alcázar? No podían hacerme eso. No tenía ningún sentido. ¿Qué motivos tendría yo para haberle matado? Entonces recordé que la noche de Año Nuevo, cuando supuestamente había tenido lugar la desaparición, me peleé con Javier Alcázar hasta el punto de que tuvo que intervenir uno de mis amigos para separarme de él y evitar que llegara a hacerle más daño.

      La ráfaga de pensamientos se interrumpió con el carraspeo de Francisco Abad rígido, sacando pecho, con la soberbia retratada en su rostro. Venía con una carpeta con folios en la mano. La tiró sobre la mesa, se sentó frente a mí y me miró con su rostro de acero. Tragué saliva cuando empezó a toquetear la carpeta sin decir nada. Trataba de intimidarme, pero se me ocurrió que apenas hacía una hora que habían encontrado el cuerpo, por lo que aquello no podía ser el expediente del caso. Me preocupó más el hecho de que pudiera ser un expediente sobre mí, ya que a los quince años había tenido problemas con la justicia a causa de unas pintadas callejeras. Respiré hondo y procuré templar mi inquietud. La sala se mantuvo en silencio a excepción del roce de la carpeta con la superficie de madera y las ráfagas de aire que soltaba el agente por su nariz, fina, respingada y puntiaguda. Tras unos instantes en los que recibí toda la tensión que el agente propagaba hacia mí con sus ojos verdes, abrió la carpeta y me preguntó mi nombre y mis datos. Respiré aliviado al comprobar que no era una ficha policial del caso y que efectivamente venía a tomarme declaración. Sacó una grabadora analógica de su cinturón y la puso sobre la mesa. Pulsó un botón rojo y con un chasquido la cinta comenzó a girar dentro del aparato. Acabada la fase en la que me identificaba, procedió con las preguntas y a escuchar el relato de los acontecimientos según mi punto de vista:

      —Estábamos de camino a la universidad, como todas las mañanas. Entonces nos hemos topado con el cadáver. Arturo se acercó para cerciorarse de que era un fiambre y me dijo que fuera a llamar a la policía a la cabina de teléfono más cercana, que él se quedaba para asegurarse de que nadie se acercara. Cuando volví me lo encontré donde le había dejado. Apenas tardé cinco minutos —escupí la historia como si hubiera estado practicando lo que iba a decir aunque, de haberlo hecho, seguro que habría llevado un orden mejor al dar la información—. El cadáver estaba muy mutilado y prometo que no hemos tocado nada. Bueno, yo no he tocado nada. Arturo se cayó al suelo cuando el cuervo se abalanzó sobre él. Y… no sé que más contarle. Le he dicho todo lo que ocurrió.

      —Así que Arturo… ¿Cuál es su apellido? —se interrumpió el agente Abad.

      —Aguilar —le aclaré.

      Abad recomenzó la suposición.

      —Aguilar —murmuró mientras lo anotaba—. Así que Arturo Aguilar tuvo tiempo de destruir todas las pruebas que nos pudieran conducir hasta él.

      No daba crédito a mis oídos. ¿Acaso estaba el agente acusando a mi amigo de ser el asesino?

      —Oiga, yo no he dicho eso…

      —Sé muy bien lo que ha dicho —me interrumpió Abad—. Aguilar tuvo tiempo para eliminar las pruebas que le incriminaran mientras que usted se fue a llamarnos. Dejó el cadáver en un sitio por donde sabía que iban a pasar y así parecería inocente de cometer el asesinato.

      —¿De qué está hablando? —tartamudeaba al hablar puesto que no comprendía por qué el agente hacía tantas suposiciones infundadas.

      —Hablo de que todo apunta a su amigo y de que si me oculta algo, puedo acusarle de obstrucción a la justicia y condenarle por complicidad —Abad elevó el tono de voz.

      —¡Está loco! —Golpeé la mesa con la mano— Arturo es incapaz de hacer daño a nadie, y mucho menos de matar a una persona. Está acusándole sin fundamento. Nos han traído aquí a tomarnos declaración. ¿Qué culpa tenemos nosotros de habernos encontrado un muerto? ¡Váyase a la mierda!

      Francisco Abad, colorado y con una vena en la sien que parecía que iba a explotar de un momento a otro, se levantó, golpeó con ambas manos la mesa y alzó la voz por encima de la mía.

      —Escúchame, maricona: como me entere de que estáis involucrados de alguna manera en este caso, os voy a meter un paquete que se os va a caer el pelo. Ni se te ocurra mentirme…

      La puerta de la sala se abrió de golpe y entró un hombre gordo con barba y pelo largo peinado hacia atrás canosos. Parecía un Santa Claus trajeado y con cara de pocos amigos. Dos cejas negras pobladas hacían sombra a sus ojos.

      —¡Abad! ¿Qué coño haces? —le reprimió desde el sitio. Francisco cambió el rojo de su cara por el más claro de los blancos. Apretó la mandíbula. Se estiró y se mantuvo firme mientras le regañaba el inspector— No son sospechosos. Están aquí para que les tomemos declaración, para que nos ayuden, no para ser interrogados. ¡Lárgate antes de que te abra un expediente!

      —Señor comisario, simplemente intentaba someterle a un poco de presión para que hablara y me contara todo lo que sabe…

      —¿Qué va a saber este chaval? —gritó el comisario cada vez más enfadado— ¡Tiene pinta de que hasta hace dos días no se afeitaba! Es casi un adolescente, no una mente criminal. Por favor, mírale. Le falta mearse en los pantalones.

      —Señor, él encontró el cadáver del chico que lleva desaparecido desde Año Nuevo…

      —Sé muy bien lo que han hecho él y su amigo —volvió a cortarle el comisario, cuya fachada no se derrumbaba pese a los intentos por excusarse de Francisco Abad, que se mantenía con poca firmeza pero con tesón ante su jefe—. Ros me lo ha contado todo. Así que te lo voy a repetir una vez más: no me toques los cojones y lárgate de aquí o te vas a arrepentir. ¿He sido claro?

      —Sí, señor. Como el agua.

      Abad abandonó la sala de interrogatorios rápido y con la cabeza gacha. El comisario se quedó en la puerta para cerciorarse de que el agente no fuera a atacar a Arturo ahora que otro perro más grande le había quitado su primera presa. Después entró en la sala y se sentó frente a mí.

      —Siento el numerito del agente Abad —se disculpó. Se me ocurrió que tal vez estaban llevando a cabo la táctica del «poli bueno y poli malo», un tira y afloja para hacerme hablar tras un momento de tensión. Sin embargo, la mirada severa del comisario me hizo pensar en que la idea de esa táctica se trataba de un delirio y que en realidad podía confiar en aquel hombre—. Lleva tiempo en el cuerpo pero no aprende.