Julio San Román

Heracles


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que pasaban por la masa traslúcida de luz.

      —Tenemos que llamar a la policía —Cruz parecía reaccionar, aunque se notaba que estaba asustado, más que nunca en su vida. Tenía miedo: sus ojos desorbitados lo gritaban a voces y las arrugas alrededor de su boca lo resaltaban aun más.

      —¿No sientes curiosidad por saber quién es? —le agarré del brazo para detenerle, justo antes de que hiciera el amago de salir corriendo hacia la cabina de teléfono.

      Cruz se detuvo sin responder. No comprendía lo que se me pasaba por la cabeza. Di un paso. Él seguía sin pronunciar palabra. Entendí por su silencio que en el fondo sentía casi tanta curiosidad por verle el rostro a aquel pobre desgraciado. Tan solo nos diferenciaba que él estaba atemorizado mientras que yo sentía una curiosidad amenazadora por nuestro descubrimiento.

      Me acerqué lentamente, tratando de no espantar al cuervo, que había decidido tratar de roer la cuerda que lo mantenía unido al cadáver después de destrozar la carne del pezón, ya inexistente.

      Caminé hasta el lateral del coche y me acerqué al rostro del muerto, hasta tal punto que olí la putrefacción de su carne, conservada por el frío. Cogí aire para evitar respirar aquel hedor y al inspirar me fijé en que, en la otra punta del campo de rugby, cubierto de sombras, una figura nos apuntaba con una cámara de fotos que emitió un destello. Después el fantasma se marchó. No dije nada, ni siquiera pensé en lo relevante de su presencia tan cerca del escenario de un asesinato. Volví a mi menester: inspiré y me fijé en la efigie mortuoria de aquella alma perdida. Conocía aquel rostro, incluso sin uno de los dos ojos, que imaginé que habría sido devorado por el cuervo; y a pesar de que el iris del otro globo ocular se hubiera vuelto totalmente azul pálido y su pupila hubiera desaparecido por completo; las heridas de los labios, producidas por deshidratación, y la coloración marmórea de su lengua no escondían la identidad del muerto tampoco.

      —¿Quién es? —gritó Cruz.

      Me giré hacia él y en un susurró pronuncié su nombre:

      —Javier Alcázar.

      ***

      —¿No sintió miedo? —preguntó Wilson, pese a saber la respuesta.

      Aguilar chocó la punta de sus uñas contra la mesa a destiempo unas de otras.

      —Hay dos clases de policías, señor Mooney —comenzó Arturo—. Una ve un cadáver por primera vez y siente tanta repulsión, que se encierra en un despacho para el resto de su vida o pide que le pongan a controlar el tráfico por voluntad propia. La otra, al ver su primer cuerpo, admira el poder que la muerte emana, disfruta con el olor de la sangre y siente una gran pasión por descifrar el único enigma que el humano no comprende del todo. Por ello, decide dedicarse a este trabajo para toda la vida, hasta que el propio juego que mantiene con el infierno le derriba.

      —Usted no era policía —recalcó Wilson.

      —Siempre hay un bicho raro —se justificó Aguilar.

      —O locos —apuntó el periodista.

      —¿Eso cree? —Arturo se reclinó sobre la silla— Si de verdad lo piensa, dígame, señor Mooney: ¿se siente cómodo dentro de la casa de un loco?

      Capítulo III:

      Tira y afloja

      Cruz bajó la cabeza y se quedó pensativo y en silencio. Recorría con la pupila las grecas de la alfombra, apretaba la mandíbula y los maxilares aumentaban el tamaño de su cara por los laterales de la cabeza, bajo las orejas. Con la mano izquierda se sujetaba la derecha, que a medida que avanzaba el relato había comenzado a temblar. Los recuerdos de aquella escena hacían que se estremeciera, los pelos de brazos y piernas se le erizaban.

      Wilson carraspeó y le llamó por su nombre varias veces para sacarle del trance. Cruz volvió a fijar su mirada en él pero muy de manera pausada y, al hacerlo, Wilson creyó que no le reconocía. Sus ojos estaban vacíos, clavados en él mas sin llegar a verle.

      —¿Te encuentras bien, Cruz?

      Cruz pareció volver a la realidad.

      —Sí, sí —repitió la afirmación como si se estuviera convenciendo a sí mismo de ello.

      Wilson se mordió el labio superior mientras en el interior de su cerebro sopesaba lo que estaba ocurriendo. Se fijó en el pie de Cruz, que se movía de arriba a abajo como si en la suela de la pantufla hubiera un muelle que lo hiciera saltar a una velocidad vertiginosa.

      —Me vienen malos recuerdos a la cabeza… Hacía mucho tiempo que no hablaba de esto con nadie —confesó Cruz. Movía los dedos inquieto.

      Wilson se levantó las gafas y se frotó los lacrimales con la misma mano. Suspiró emitiendo un resoplido bastante sonoro y cedió:

      —Cambiemos de tema por un momento, aunque después me vendría bien que volviéramos al asunto del cadáver. ¿De acuerdo?

      Cruz se lo agradeció con palabras inaudibles, expulsadas a borbotones y de un solo golpe de voz. Wilson supo lo que decía porque le leyó los labios.

      —¿Cómo era Arturo Aguilar por aquel entonces?

      Cruz titubeó y puso los ojos en blanco, no porque le aburriera la pregunta, sino porque quería elegir sus palabras con cuidado para ajustarse tanto como fuera posible a la realidad. Buscaba dar una descripción fiel de aquel desconocido al que conocía muy bien.

      —Arturo Aguilar era una persona especial, tanto en sus aspectos buenos como en los malos. Obviamente todos tenemos nuestro lado oscuro y nuestro rostro amable y tierno. Arturo trataba de mostrar siempre el bueno. Él decía que quería ser justo y una gran persona, se preocupaba por los demás, pero creo que en el fondo tenía miedo de su parte oscura. Así que siempre intentaba ayudarnos. Nos preguntaba cómo nos trataba la vida, nos escuchaba (algo que no mucha gente sabe hacer) y se sacrificaba por sus amigos hasta el punto de pensar en su bienestar antes que en el suyo propio.

      —Son todo alabanzas.

      —No lo creas —corrigió Cruz—. Era muy listo: nada se le escapaba. Prácticamente se olía todo lo que fueras a contarle, como si ya lo supiera de antemano. Eso podía ser parte de sus virtudes, pero también era una maldición. Siempre quería saberlo todo, se volvió controlador y fue su curiosidad la que le metió en semejantes líos con aquellos asesinatos. La curiosidad no mató al gato entonces, pero lo destrozó.

      Wilson anotaba con entusiasmo disimulado cada palabra que salía de la boca de Cruz. La punta de su boli se movía en círculos aleatorios como el coche de una montaña rusa. Cruz intentó asomarse a la libreta para ver qué escribía pero Wilson puso la mano encima de lo escrito de manera inconsciente, o al menos eso pareció.

      —¿Se lo emparejó con alguna chica en aquellos tiempos?

      —Digamos que no era hombre de una sola mujer —respondió Cruz volviendo a apoyarse en el respaldo de su asiento—. Tenía «amantes», como él las llamaba. Nunca hablaba de ellas. Nunca las conocí. La única prueba de su existencia eran las noches que él no pasaba en casa, varias a la semana, sin importar que al día siguiente hubiera o no clase. Si me preguntas por alguna relación, me temo que tampoco sabría decirte. En el fondo siempre creí que estaba enamorado de alguna chica de la universidad, pero él nunca soltaba prenda. Era muy celoso de su intimidad. ¡Menudo cabrón! —Cruz se rió al recordar las charlas sobre el amor que había mantenido en el salón de su piso con Arturo años atrás, los dos tumbados en el sofá.

      Wilson se mordió el labio inferior y asintió con levedad, como si no esperara aquella respuesta. Cruz se preguntó qué sabría el inspector acerca de la vida amorosa de Arturo Aguilar.

      —¿Todas las preguntas que me haces son relevantes? —curioseó Cruz, al que le invadió otra oleada de sospecha y desconfianza, aunque Wilson, que parecía tener más controlada la situación que el propio dueño de la casa en la que se encontraban, apaciguó aquel recelo:

      —Aunque