Julio San Román

Heracles


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rompía sus hábitos de limpieza cuando tenía asuntos más importantes que tratar. Yo, por otro lado, era más descuidado y muchas veces dejaba mis pertenencias en desorden aparente pero a la vista, de manera que pudiera disponer de ellas cuando las necesitara sin tener que buscarlas o recordar dónde las había puesto. Cruz jamás entendió mi orden personal, así que yo lo limitaba a mi cuarto y trataba de llevar la limpieza de la casa con un rigor semejante al suyo, lo cual habría sido una hazaña si lo hubiera conseguido.

      Fui a la cocina hambriento, sin pasar por el cuarto de baño antes para llevar a cabo el típico ritual de micción matutina. Allí cogí un par de mandarinas, llené un vaso con leche y busqué en vano algún posible rastro de croissants. Suspiré y me froté los lacrimales bajo las gafas para terminar de quitarme las legañas. Salí de la cocina y llegué al recibidor. Abrí un cajón del zapatero donde guardaba mi calzado y me enfundé los primeros zapatos que encontré. Cogí las llaves que se encontraban encima del zapatero y las guardé en uno de los bolsillos de la bata. Me miré en el espejo que había sobre el mueble: pelo ondulado y abultado, bata y pijama combinados con zapatos, ojeras que ocupaban la mayor parte de mi cara. Era la imagen perfecta para ir a comprar croissants aquella mañana.

      Salí del piso lo más rápido que pude para no hacer ruido al cerrar la puerta. Bajé las escaleras de madera chirriante y barandilla de hierro, que descendían por todo el edificio en espiral. Llegué al vestíbulo, donde el suelo pasaba a cubrirse por baldosas romboidales de granito negro y blanco, como si fuera un tablero de ajedrez enorme. Toqué el pomo de la pesada puerta principal y aparté la mano con rapidez. Estaba helado, frío como el hielo. Entonces, y solo entonces, se me pasó por la cabeza la idea de que salir a la calle vestido con un pijama y una bata tal vez no fuera la mejor de mis ideas. No obstante, ya era tarde para echarse atrás. Me calenté la mano con el aliento y salí a la calle. El invierno me felicitó la entrada del nuevo año con una ráfaga de viento glacial. Antes los inviernos en Madrid eran duros. La ciudad se veía envuelta en un frío seco que obligaba a los madrileños a achinar los ojos para poder ver bien sin sentir molestias y que resecaba la piel haciendo que en su superficie aparecieran grietas como en el suelo de un lago seco. Crucé la calle corriendo y llegué a la pastelería. Al entrar, sonó una campanilla que se encontraba suspendida sobre la puerta y la panadera, que ejercía el oficio de pastelera a la vez, lanzó un vistazo a la entrada de la tienda mientras despachaba a una señora de avanzada edad que recogía una barra de pan con la mano temblorosa. La despidió con una felicitación por el nuevo año y ella se la devolvió acompañada de una sonrisa.

      —Menudas pintas tienes esta mañana, Arturo —comentó cuando me acerqué al mostrador. Ella tampoco tenía un aspecto muy agradable: ojeras, el pelo castaño despeinado y una bata blanca de algodón que cubría un jersey de lana hecho a mano.

      —Ya… ¿Cómo es que abres en Año Nuevo? —Quise saber mientras ojeaba los estantes repletos de barras de pan integral, baguettes, croissants, magdalenas, colones…

      —¿Si no abro yo quién va a dar pan a todo el vecindario? Me da igual que nadie abra esta mañana. Así me gano yo un dinero extra. —Sin preguntarme se giró hacia los estantes donde mis ojos se habían posado y cogió dos croissants que metió en una bolsa de papel marrón. Me los ofreció y yo le di el dinero que costaban los bollos de manera automatizada. Aquel ritual se había repetido tantas mañanas que sobraban las palabras en el proceso.

      Me despedí con los croissants recién hechos y calientes en la mano y, justo ates de salir de la tienda, me encontré cara a cara con Rosa Alcázar, a la que conocía por la universidad, ya que coincidíamos en algunas clases, y con la que nunca había tenido una buena relación, pese a la brevedad de nuestras conversaciones. Tras evitar chocarnos en la puerta, me saludó con la cabeza. Estaba horrible: llevaba el vestido arrugado y cubierto por un abrigo que tenía una función más bien decorativa; el pelo, corto con un peinado muy moderno para la época, grasiento y los rizos del flequillo desafiaban a la gravedad; el maquillaje se le había emborronado por toda la cara, sobre todo el pintalabios, que le daba a su boca el aspecto de la de un payaso, y la sombra de ojos, que los asemejaba a los de un mapache. El resultado final era el de una chica que olía a alcohol, perfume de mujer mezclada con colonia de hombre y que, a juzgar por el pelo, había mantenido relaciones sexuales con un desconocido. Y digo desconocido porque era demasiado temprano como para volver a casa, la hora apropiada para huir de camas ajenas y de errores cometidos por el alcohol.

      —Arturo… Joder… —hablaba con voz ronca por haber bebido y gritado mucho la noche anterior. Se llevó la mano a la cabeza y se frotó un ojo. Se manchó la mano con el maquillaje sin darse cuenta. Paseó su mirada con soberbia por mi atuendo— Al menos, tú tienes peores pintas que yo.

      —Pero yo no huelo a vergüenza y arrepentimiento. —Dejé que pasara a la panadería y ella alzó uno de los lóbulos de la nariz con descaro para mostrarme su enfado. En otras circunstancias me habría contestado con un comentario hiriente, pero tendría un dolor de cabeza que le impediría decirme todo lo que se le pasaba por la mente acerca de mí.

      Me disponía a marcharme, cuando me detuvo llamándome por mi nombre.

      —¿Sabes dónde está mi hermano?

      —¡Yo qué voy a saber! —Meneé la cabeza. La última persona en la que quería pensar en aquel momento era en ese joven egocéntrico y narcisista— Seguramente se haya metido en la cama de cualquier desconocida. Le viene de familia, al parecer.

      Le dediqué una sonrisa y me marché de la panadería. Volví corriendo a mi edificio, muerto de frío. Todo mi cuerpo temblaba al subir las escaleras y, cuando entré en mi casa, noté el calor de los radiadores penetrar por los poros de mi cuerpo y erizar desde la raíz hasta la punta los pelos de mis brazos. Suspiré aliviado por la temperatura, me descalcé, dejé las llaves sobre el zapatero —no como los zapatos, que los tiré en una esquina— y fui de nuevo a la cocina.

      ***

      Wilson terminó de escribir en la libreta. Posó el boli con lentitud sobre el papel.

      —Así que aquella mañana fue la primera vez que se percató de que Javier Alcázar había desaparecido.

      —Efectivamente —asintió Arturo—. La verdad es que para ser periodista repite mucho lo que digo. ¿Le cuesta enterarse de la historia? ¿No me explico bien?

      —Veo que tiene muy poca paciencia —Wilson parecía estar burlándose de Arturo, como si disfrutara con la desconfianza del inquilino, incluso podría decirse que se sentía cómodo siendo un extraño.

      Arturo gruñó, como un perro al que molestan cuando duerme.

      —Yo no supe que Alcázar había desaparecido hasta días después, cuando la noticia se hizo pública en la prensa y el telediario. Sólo sé que aquella mañana ya no se sabía dónde estaba, por lo que la policía dedujo que desapareció la noche anterior.

      ***

      Me fijé en una paloma enorme que se había posado en la barandilla del balcón mientras desayunaba. Estaba entretenido en untar crema de chocolate en el interior de los croissants, cuando como por arte de magia apareció la criatura volando y se situó frente a la puerta. Con el ojo naranja del lateral izquierdo de su cabeza miraba mis croissants con deseo.

      Me sacó de aquel trance un gemido que rompió el silencio del piso. A continuación se escucharon varias risas tiernas intercaladas con vacíos de sonidos en los que, imaginé, mis compañeros de piso hablarían en susurros. Sexo matutino, ese era el motivo de los gemidos. Si se cumpliera la leyenda aquella de que las primeras horas del año reflejan cómo va a transcurrir el resto del año, Carmen probablemente se quedaría embarazada de Cruz.

      Miré mi croissant, reblandecido por la leche, y me lo llevé a la boca. Por la puerta de la cocina apareció Cruz en calzoncillos y con una camiseta interior blanca y arrugada. Su rostro paliducho estaba más ojeroso que de costumbre, el gris bajo sus párpados hundía sus ojos verdes en su cráneo redondo y le daban un aspecto enfermizo. Tenía el pelo alborotado, aunque solía llevarlo muy despeinado, pero estaba grasiento y caído, como el de Rosa. Se rascó la entrepierna y se acercó a la nevera para beber