Julio San Román

Heracles


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labyrinthis verborum me duxit donec

      secreti linguarum mortuarum detegavi.

      A Ana.

      Haec historia plena tenebris amore illustravisti.

      Prólogo:

      Hannibal ante portas

      El humo del cigarro ascendía en surcos a través de la penumbra, que luchaba contra la luz escasa de la lámpara del salón. En el cenicero transparente se amontonaban los restos en blanco y negro de lo que antes había sido un perfecto cilindro de tabaco. El papel en el que estaba envuelto se consumía a cada segundo por una línea naranja luminosa que, al igual que Atila, por donde pasaba, arrasaba con todo.

      Una mano amarillenta, en la que las venas se dibujaban como ríos en un mapa, agarró con el dedo índice y el pulgar a modo de pinza la colilla del cigarro y la llevó hasta unos labios secos envueltos por una barba de una semana, poco espesa y sin cuidar, desaliñada. El hombre bajó la mano; pasó por delante de una ventana en la que las gotas de lluvia, brillantes por los rayos de una luna parcialmente oculta por las nubes, se escurrían como si estuvieran intentando escalar por el hielo; y llegó hasta la puerta del piso, encajada en el fondo de la caja de cartón que era el recibidor, totalmente oscuro. Al abrir la puerta de madera, pesada y con bisagras chirriantes de oro, vio a través de sus gafas a un hombre de tez oscura y rostro semejante al de un mono con hocico de bulldog. Pese a que su edad rondaría los cincuenta años, la carne de su cara se arrugaba con grandes pliegues que sumían sus ojos en dos cuencas mullidas. Su frente era un edredón revuelto, un mar agitado de piel. El maxilar inferior, por su parte, estaba cubierto por una capa de pelusa negra que se hacía más abundante a medida que ascendía por el cráneo. Los ojos, dos pozos negros en una esfera de nieve, escondían la personalidad de aquel hombre tras dos cristales graduados y bajo unas cejas pobladas.

      El inquilino del piso dio una calada a su cigarro, miró de arriba a abajo al extraño de la puerta, que vestía un holgado traje barato y llevaba doblada sobre el antebrazo una gabardina verde. Soltó el humo en un soplido que murió como si fuera su último aliento.

      —¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó con un ritmo de voz pausado.

      —¿Arturo Aguilar? —No contestó. El interés por conocer su identidad hizo que inmediatamente Aguilar desconfiara del extraño.

      —Así es. ¿Quién lo pregunta? —Volvió a darle una calada al cigarro y unas pocas cenizas cayeron al suelo, junto al felpudo.

      —Wilson Mooney, periodista. Trabajo para una revista de sucesos, Le chat noir. —Extendió la mano y Aguilar la miró como si en realidad no tuviera cinco dedos sino un cuchillo apuntándole al abdomen. Aguilar se la estrechó tras cambiar el cigarrillo de mano.

      —Como he dicho antes, ¿en qué puedo ayudarle? —Mooney apretaba con fuerza la mano y Aguilar no hizo menos que cerrar sus dedos con intensidad también, como si el gesto supusiera en sí mismo un desafío. Él no lo sabía aún: aquel saludo no era una batalla, sino el pacto previo a la lucha.

      —Con motivo de la reciente entrega del premio Tierra, en el que ha ganado su cómic…

      —Novela gráfica —le cortó Aguilar para aclarar este matiz, lo que consideraba necesario ante el uso del término ofensivo del reportero—. ¿Piensa tenerme aquí toda la noche? Vaya al grano.

      —Mi revista está interesada en hacer un reportaje sobre su vida y los aspectos de la misma en los que se basó para crear Títeres rotos. —Aguilar dio otra calada para evitar que se reflejara en su rostro mueca alguna de disgusto por la petición del periodista. Absorbió el humo, a la espera de que Wilson Mooney acabara su explicación—. He estado todo el día esperando a que apareciera para pedirle esta entrevista. Por favor, concédamela.

      —He pasado el día en casa de unos amigos a los que hacía tiempo que no veía… —aclaró Aguilar de forma inconsciente. Su nariz expulsaba humo, como si de un dragón se tratara. Dichas estas palabras, Arturo reflexionó sobre las del periodista— ¿Cómo ha sabido dónde vivo?

      Mooney se golpeó con el dedo varias veces la punta de la nariz.

      —Olfato de sabueso —se limitó a explicar.

      Aquel periodista le daba malas sensaciones. Jugaba desde un punto aventajado pues Wilson Mooney conocía a Arturo Aguilar, situación que no se daba a la inversa. Aguilar se encontraba en una encrucijada vestido tan sólo con unos pantalones arrugados de pijama y una camiseta de tirantes ya amarillenta. Totalmente expuesto no sabía si debería aceptar la patética súplica del reportero o cerrarle la puerta delante de sus narices y terminarse el cigarrillo en soledad.

      No podía evitar que su afán por los misterios, lo que le había llevado a dibujar Títeres rotos, le instara a aceptar la propuesta de Mooney: un reportero se presenta por la noche en casa de un dibujante con el fin de hacerle una entrevista para un boletín de la que nunca había oído hablar. Podría ser el inicio perfecto para una novela de suspense. Un joven menos concienzudo habría aceptado sin pensarlo dos veces. El ahora premio Tierra, uno de los galardones literarios más reconocidos a nivel nacional, no solo pensaba las cosas dos veces, sino que les daba una tercera vuelta también, por si acaso se cumplía aquello de que el hombre es el único animal que repite una y otra vez el mismo error.

      —Oiga, es muy tarde. Le agradezco su interés por mi vida privada pero yo no tengo ninguno en aparecer en su revista. Así que buenas noches.

      Aguilar se retiró e intentó cerrar la puerta, pero el periodista fue más rápido e introdujo el pie en el umbral e impidió así que se cerrara. El golpe fue monumental y Mooney no pudo contener un quejido. Echó la cabeza hacia atrás, contrajo la cara y las arrugas de su frente se multiplicaron. Después se acercó al hueco de la puerta.

      —En realidad, no me interesa mucho su vida privada. Más bien busco la verdad acerca de unos hechos ocurridos en 1987 en los que usted estuvo involucrado… Seguro que sabe a lo que me refiero.

      Escondido tras la puerta, Aguilar perdió la vista en un punto no concreto entre el suelo y la pared del vestíbulo, ambos sumidos en la sombra. Se ausentó de la realidad durante unos segundos ante la llegada de recuerdos ya sepultados en el cementerio de su memoria. La curiosidad que antes sentía por aquel hombre se había transformado en un recelo poco sensato, casi suicida, que le tentó a actuar de manera imprudente. Los recuerdos y los sentimientos se liberaron dentro de él como los males al abrir la caja de Pandora. Se saltó la regla de pensar las cosas tres veces: ¿qué importaba reflexionar si la amenaza era inminente? ¿Qué sabía ese hombre acerca de su pasado?; ¿cómo lo había averiguado?; y, lo más importante, ¿sería Wilson Mooney quien decía ser en realidad? Unos granos de ceniza cayeron sobre su pie, descalzo, y reaccionó. Sacudió el miembro, lo apoyó de nuevo en el suelo y abrió la puerta. Cruzó una mirada poco amistosa con el reportero, que sonrió lo más educadamente posible, sin sentir ninguna clase de incomodidad, y después de esta marca de territorio, se echó a un lado y con una mano cedió el paso a Mooney.

      —Pase. Haré café. Me parece que esta va a ser una noche larga.

      ♃

      Wilson Mooney se encontraba en el salón de un chalé adosado bastante grande, situado en un barrio residencial de Pozuelo, una localidad de la Comunidad de Madrid. Sus manos estaban vacías. Sin embargo, su bolsillo encerraba una libreta de anillas con las tapas descoloridas y sobre su oreja descansaba un bolígrafo sin más pretensión que la de ser útil, ligero y con un cartucho de tinta que dure más que una buena historia. El sillón sobre el que se había sentado en una postura que denotaba su incomodidad al encontrarse en un ambiente nuevo para él, tenía fundas de cuero que formaban alrededor de sus posaderas arrugas similares a las de su cara.

      Wilson observaba la estancia que le rodeaba. Apenas había un rincón que no estuviera cubierto por algún mueble, todos ellos de madera oscura y de apariencia nada barata. Ningún centímetro estaba desaprovechado; tanto era así que en