Julio San Román

Heracles


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«s» sin aspirar.

      Me reí de su grito de niña exasperada y la besé en los labios. Después la agarré del brazo y sugerí buscar a Arturo.

      Nos movimos entre el gentío agarrados por las manos. Yo la guiaba entre el tumulto, apartaba a los bailarines que se interponían en nuestro camino solo por ella. Evitaba cualquier posible empujón que pudiera recibir, aunque evidentemente no lo conseguía.

      Llegamos hasta la entrada. Allí, dos hombres vestidos de negro con cara de brutos y de tener pocas neuronas charlaban sobre las chicas tan atractivas que entraban en la discoteca con palabras poco corteses. Nos vieron salir, nos sellaron la mano para que luego pudiéramos entrar.

      En el exterior los jóvenes se arremolinaban en círculos independientes unos de otros mientras se pasaban botellas de alcohol que ellos mismos habían traído de sus casa para evitar pagar las copas de la discoteca. Una vez estuvieran borrachos, o al menos cuando el mundo se tambaleara un poco, entrarían al local para bailar y disfrutar del resto de la noche.

      Aparte de los corros había otros tantos jóvenes que se aislaban, botella en mano, y bebían solos, quién sabe si para ahogar sus penas o por falta de amigos en aquella noche donde todo volvía a empezar; otros que iban de grupo en grupo porque su vida social era muy amplia o porque mendigaban hasta una gota de alcohol siempre y cuando que eso supusiera no pagar dentro de la discoteca. Generalmente estos eran chavales con aspiraciones comunistas que se basaban de esa ideología para fomentar el acto de compartir o chicas que querían ahorrarse su propia bebida y coqueteaban con los chicos para conseguirla. De las dos clases de parásitos alcohólicos, por lo general los comunistas solían quedarse sin beber y de vez en cuando algún golpe se llevaban si tenían la mala suerte de preguntar en un grupo lleno de fascistas; las chicas, sin embargo, tenían bastante éxito porque los hombres consideraban que cuanto más ebrias estuvieran, más opciones tendrían de conseguir ligar con ellas. Yo lo he hecho, todos lo hemos hecho. La juventud es así.

      De todas formas, no nos desviemos. Encontramos a Arturo apoyado en un seiscientos amarillo, situado en la fila de coches que había aparcados cerca de la discoteca. Cruzamos la calle para llegar a él. De cerca le vimos mejor: la farola que había junto a él proyectaba una luz anaranjada que volvía sus cabellos más oscuros pero con destellos de color ámbar, aunque su pelo, bajo una luz normal, era del típico color castaño que no destacaría para nada en una foto de una calle llena de cabezas de viandantes. Tenía el pelo bastante largo, aunque no llegaba a formar ni media melena. Además, como caía en mechones ondulados, se le abultaba bastante y se formaban tirabuzones que intentaba contener pero rara vez conseguía. El rostro era alargado, fino, pero no tenía facciones marcadas, salvo unas ojeras ya asentadas de por vida bajo sus gafas. Levantó la cabeza para mirarnos cuando nos pusimos a su lado y vimos el intento de perilla que adornaba su barbilla. Siempre andaba diciendo que quería dejarse barba, pero la genética había decidido ponerse en su contra y únicamente le crecía bello en la barbilla, rota por una cicatriz de la infancia casi invisible, lo que parecía conformarle. No tenía ninguna botella pero parecía el más miserable de los beodos. Tenía la corbata aflojada, la camisa por fuera del pantalón y el cuello de la chaqueta arrugado por detrás de la nuca. Al lado del zapato tenía una lata de refresco, lo único que podía beber en noches como estas debido a una intolerancia hepática al alcohol que en más de una ocasión habían usado en su contra para llevar a compañeros que apenas se tenían en pie a sus casas en coche. Era el conductor más seguro en noches de fiesta.

      Le puse una mano en el hombro y le miré a los ojos a través de las gafas.

      —¿Qué pasa, tío? Tienes mala cara —le pregunté. Él se agachó, cogió su refresco de cola y dio un sorbo.

      —No me encontraba bien. El ambiente está muy cargado ahí dentro. —Sabía que mentía. Compartíamos piso, íbamos a todas partes juntos, éramos como uña y carne. Casi se podría decir que hermanos. Por tanto, le conocía tan bien como se conoce uno a sí mismo. Acepté su embuste pues Arturo nunca contaba nada si no era esa su voluntad— ¿Vosotros cómo estáis? ¿Estáis disfrutando?

      —Sí. Se está animando la fiesta ahora —dijo Carmen con una sonrisa en los labios. No parecía nada preocupada por nuestro amigo, como si no se diera cuenta de que estaba ocurriendo algo que Arturo no nos quería contar—. Me ha dicho Belén que unos chavales le han pedido al pinchadiscos el Thriller, de Michael Jackson. Vamos para allá antes de que nos la perdamos, que esa se os da muy bien bailarla.

      En eso no le faltaba razón —no como en otros muchos aspectos de la vida— ya que Arturo y yo pasábamos la mayor parte del tiempo haciendo tonterías, como imitar a cantantes famosos. Yo tenía predilección por Masiel y su La La La o por Frank Sinatra con cualquiera de sus canciones, mientras que él prefería una voz más grave como la de Miguel Bosé (su imitación de Super, Superman era perfecta) o Alaska.

      —¿Los demás siguen dentro? —Yo asentí y pregunté por el porqué de la cuestión.

      Arturo se agachó de nuevo para recoger la lata del suelo otra vez, se la bebió de un trago, alzando la cabeza tanto como pudo y mostrándonos su nuez unida a una gran garganta que sobresalía de su cuello fino y largo. Cuando se acabó el refresco, bajó la cabeza y habló mientras comprimía la lata entre sus manos con una fuerza demasiado intensa para esas horas de la noche.

      —Me parece que me voy a ir. —Lanzó la lata compactada a la calle, sin importar sus principios ecologistas, y nos dio la espalda a la vez que buscaba en el bolsillo de su pantalón las llaves del seiscientos.

      —¿Cómo que te vas, tío? Que estamos en lo mejor de la noche —exclamé y le rogué que se quedara por dos motivos: el primero, que aquella retirada suponía que estaba en lo cierto y no me gustaba la idea de dejarle conducir solo por la noche en ese estado de preocupación; el segundo, que no me apetecía volver a casa andando.

      —Me voy. No me encuentro bien. Nos vemos mañana —dijo sin darse la vuelta. Abrió la puerta del coche y antes de introducirse en él, se giró y apoyó el brazo sobre la ventana de la puerta—. Despedíos de los demás por mí y tened cuidado al volver. Me gustaría quedarme, en serio, pero no me encuentro bien.

      Carmen guardó silencio y lo miró con ternura. Yo le sonreí con resignación y cariño. Arturo siempre trataba de demostrar que le importábamos y cada vez que tenía un comportamiento egoísta nos hacía ver que contaba con nosotros antes de tomar cualquier decisión. Aquella era su forma de disculparse por pensar en sí mismo antes que en todos nosotros, actitud que rara vez adquiría.

      —Tranquilo, volveremos dando un paseo. —Carmen le restó importancia al hecho de volver andando.

      —O mejor dicho, yo volveré andando y tú volverás en brazos, porque como sigas bebiendo no vas a poder mantener el equilibrio —le comenté a Carmen entre risas y ella me golpeó el brazo repetidamente sin llegar a hacerme daño.

      —Ojalá tengas que cargar conmigo todo el camino. Así tendrías motivos para quejarte.

      Arturo nos miraba con una sonrisa forzada que ocultaba una profunda tristeza. Volvimos nuestras miradas hacia él para hacerle partícipe de nuestros chistes, pero él no habló. Tan sólo se acercó a nosotros, nos abrazó a los dos al mismo tiempo y susurró:

      —Feliz Año Nuevo, chicos.

      —Feliz Año Nuevo, Arturo —respondió Carmen con voz maternal.

      Arturo se separó y se sentó en el asiento del conductor. Cerró la puerta, arrancó el coche y nos apartamos para ver cómo aquella cáscara de nuez se volvía cada vez más pequeña según avanzaba por las calles de asfalto mojado naranja, entre los edificios coloridos que según ascendían hacia el cielo desaparecían difuminados en una noche sin luna.

      ***

      —Entonces, esa noche Arturo Aguilar se fue a casa pronto. —Wilson resaltó ese hecho interrumpiendo a Cruz. Éste entornó un poco las cejas y asintió, sin saber cuál era la relevancia de ese hecho.

      —¿Importa?

      Wilson, que estaba reclinado hacia delante en