Julio San Román

Heracles


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través de los cristales de las puertas del salón, translúcidos con algunas decoraciones florales, pudo ver una figura acercarse por el pasillo hasta el rellano. Entró en la sala un hombre rubio bien vestido con un polo, vaqueros de marca y pantuflas. Se sentó en el sofá que había frente al sillón, junto a la chimenea, protegida por un cristal con restos de hollín, aunque en ese momento estaba apagada.

      —¡Cuánto tiempo! Hacía años que no te veía. —Tenía un rostro redondo y bien afeitado, aunque las entradas de la vejez comenzaban a hacerse notar sobre su frente. Sus ojos verdes enfocaban al periodista y transmitían cierto aire de melancolía por los viejos tiempos.

      —Desde que dejé la carrera y me cambié a otra —contestó Wilson—. Cruz, he venido aquí porque necesito tu ayuda.

      —No podía ser una visita de cortesía… Ya me parecía raro que después de treinta años te presentaras en mi casa. —Cruz Rivera, que se encontraba inclinado hacia delante apoyado en las piernas con los codos, se recostó sobre el sofá. Claramente el comentario de Wilson había hecho que se desanimara.

      —Se ha reabierto un caso…

      —Espera, —le interrumpió Cruz— ¿eres poli? No me lo puedo creer. ¿Cambiaste la filología inglesa por la policía?

      Wilson asintió sin decir palabra. Después retomó su frase:

      —Necesito tu ayuda porque se ha reabierto un caso, un caso ocurrido en 1987 en el que tú y tus amigos estuvisteis involucrados.

      —¿Cómo? —exclamó Cruz— No entiendo nada. Se supone que descubrieron quién mató a esas personas.

      —Y eso creíamos, pero ha aparecido algo que nos ha hecho pensar que tal vez la policía de aquellos años se equivocara…

      Cruz estaba perplejo. Se había quedado sin habla. Momentos oscuros, sentimientos de miedo y terror y preocupaciones del pasado inundaron su mente y nublaron sus pensamientos. Quería echar a aquel hombre de su casa inmediatamente, no quería tener nada que ver con aquello, pero no podía moverse. Miró el reloj con preocupación. No quería que su familia llegara y los encontraran hablando de aquel tema. Esto encendió una chispa de determinación: acabaría con ello cuanto antes. Le contaría a aquel hombre todo lo que sabía y después le echaría de su casa para no volver a verlo nunca.

      ♃

      —Así que tiene curiosidad por los asesinatos de la Ciudad Universitaria…

      Aguilar expulsó el humo de sus pulmones. El cigarrillo apenas resistiría un par de caladas más, pero Arturo lo aguantaría hasta el límite. No le gustaba desperdiciar ni una sola calada de sus pitillos.

      —Tengo entendido que fue lo que le marcó para dibujar su cómic…

      —Novela gráfica. Vuelva a referirse a mi obra como un cómic y le echo de mi casa —le amenazó con el dedo en alto, pero nada firme. De alguna forma Aguilar le intimidaba de una forma relajada, a sabiendas de que él tenía el control ya que se encontraban en su casa. Sin embargo, uno nunca está del todo seguro allá donde cree estarlo.

      —Perdón. Los asesinatos de la Universidad Complutense de Madrid, ¿los utilizó para crear Títeres rotos? —Wilson sacó del bolsillo interior de su chaqueta su libreta desgastada y su bolígrafo. Lo destapó y comenzó a escribir en ella después de apartar sin cuidado alguno la tapa de la cubierta y un par de hojas ya garabateadas.

      —Así es. —Aguilar se hartaba ya de la situación. Necesitaba saber qué sabía ese hombre acerca de lo ocurrido en 1987 y por qué se había presentado allí. Ni por un solo segundo Aguilar se había creído la patraña de que trabajaba para Le chat noir— ¿Sabe? He decidido ponerle las cosas fáciles. Me va a decir qué quiere saber y yo se lo cuento. Usted tiene toda la información que quiera y yo me voy pronto a la cama. Los dos ganamos y acabamos con esta tontería. Pongo una condición: antes de que acepte el trato, deje de tomarme por estúpido y vaya al grano.

      Wilson sonrió. Dejó la libreta encima de la mesa entorno a la que se habían sentado y dio un sorbo a su café. Se relamió los labios con una gran lengua rosada y los frunció como si quedara algún resto de café por saborear. Levantó las palmas de las manos perpendiculares a su pecho, aunque con las muñecas apoyadas en la mesa, y meneó la cabeza.

      —Como diga usted. Si le parece, me gustaría que me contara la historia en orden cronológico.

      —¿Desde qué punto partimos? —preguntó Aguilar, con la colilla del cigarro en los labios.

      —¿Qué le parece desde el principio de la historia? Desde aquella noche de fin de año.

      Arturo le dio la última calada a su cigarro y resopló hacia lo alto. El humo y el cigarro murieron a la vez. Vertió la colilla en su taza de café, ya vacía, y los restos de ceniza se mezclaron con los granos que no se habían disuelto bien en la leche. La imagen era asquerosa, y Arturo lo sabía, pero no podía dejar de mirar el contraste entre la humedad de la porcelana y el papel seco del cigarro. Golpeó la superficie de madera con las uñas como si tocara un piano imaginario mientras escogía las palabras que iba a utilizar.

      —Muy bien. Le advierto que lo que voy a contarle no es agradable y que lo que está a punto de descubrir es como la caja de Pandora: voy a desvelarle todos los males de la humanidad y lo único que le quedará al final del relato es la esperanza de que el mundo haya mejorado una pizca. Normalmente se oye que la movida madrileña fue el despertar de España, que trajo la modernidad a un país sumido en un régimen antiguo y austero. Voy a serle claro: los ochenta le vinieron a Madrid tan bien como un cigarro a un enfermo de cáncer de pulmón.

      Primera parte:

      Prometeo encadenado

      «FUERZA: Hemos alcanzado la región extrema de la tierra, el rincón escítico, en un desierto nunca hollado. Hefesto, a ti te concierne cumplir las órdenes que te dio tu padre, en estas abruptas rocas sujetar a este malhechor con grilletes irrompibles y vínculos de acero. Porque robando tu flor, el resplandor del fuego, origen de todas las artes, se la entregó a los hombres. Ha de pagar la pena a los dioses por una falta como ésta, para que aprenda a soportar la tiranía de Zeus y renunciar a sus sentimientos humanitarios.»

      Prometeo encadenado, ESQUILO

      Javier Alcázar apenas se tenía en pie. Cualquier intento por caminar en línea recta quedaba descartado. Había salido de su casa engalanado aquella noche con un traje semejante al de John Travolta en la película de Grease, pantalones y chaqueta americana negros con una camisa rosa. Incluso se había peinado con el mismo tupé que el personaje. Para la década de los ochenta, aquella forma de vestir era hortera, pasada de moda. No obstante, a Javier Alcázar le gustaba llamar la atención de los demás, sobre todo si la fiesta de fin de año se celebraba en una discoteca con luces de neón que hacían que la ropa de colores chillones, como su camisa, brillaran entre la oscuridad y los destellos. Aunque eso poco importaba ya, pues se había largado de aquella fiesta enfadado y borracho. La parte baja de la camisa ya no se encontraba dentro de sus pantalones, sino que caía arrugada como una cascada de batido de fresa, y su peinado se había abultado y desencajado, como si él fuera un payaso con el pelo engominado.

      Caminaba por el barrio de Argüelles a las cuatro de la mañana desorientado. Ni siquiera sabía hacia dónde iba. Simplemente sabía que debía llegar al final de la calle y entonces ya tomaría la decisión de ir hacia la derecha, hacia la izquierda o directamente esperar en un banco muerto de frío hasta que se le pasara la borrachera.

      No caminaba en silencio. Tarareaba el Thriller de Michael Jackson, la última canción que habían pinchado en la discoteca antes de que él se marchara, pero lo hacía con rabia, como si de verdad se sintiera como un muerto viviente con ganas de bailar. Bailar no podía, pero el aspecto de muerto viviente sí que lo había conseguido.

      Cuando había llegado a la mitad de la calle, los faros de un coche le deslumbraron.