Julio San Román

Heracles


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muy involucrado en el caso tiempo después. Demasiado diría yo. Es una figura a la que no me gustaría perder de vista en esta historia.

      Enfurruñado, Cruz comprimió sus labios al sopesar si confiar o no en el policía. A medida que avanzaba la entrevista, la situación se le hacía más extraña. ¿A quién había dejado entrar en su casa?

      Wilson volvió a reclinarse hacia delante y estiró las palmas de las manos hacia el techo con calma.

      —¿Ocurre algo?

      Cruz decidió darle un voto de confianza. Este sentimiento de repulsión hacia el interrogatorio venía dado por los recuerdos y las experiencias vividas en aquella época. Se juró hacía años que no volvería a hablar sobre los hechos acontecidos en 1987 y ahora estaba rompiendo esa promesa.

      —Nada… ¿Por dónde íbamos? —Restó tensión al asunto al cambiar de tema.

      ***

      Gracias al sello de nuestra mano, una mancha borrosa de tinta azul que se suponía que representaba el logo de la discoteca, pudimos entrar de nuevo en ella. El calor del local nos golpeó la cara y nuestras pieles sintieron el contraste con el frío, no sólo invernal, sino húmedo y nocturno del exterior. La discoteca, que tenía un recibidor que daba a un vestíbulo más amplio y después a la pista de baile, estaba repleta de humo, como si una niebla con olor a tabaco y a marihuana hubiera invadido la sala con el fin de hacer más borrosa la imagen de un ambiente que ya era totalmente difuso.

      Carmen me agarró la mano y tomó la delantera. Sin mirarme se cruzó en mi camino contorneándose aunque, la verdad sea dicha, le faltaban curvas y esos movimientos, que pretendían ser atractivos y provocativos, se quedaban en pequeños saltos acompasados de forma elegante. Después se giró y en sus ojos vi una chispa de lujuria, de ferocidad, que pretendía que atrapara su cuerpo entre mis brazos mientras bailábamos. Así que la seguí sin apartar mis ojos de los suyos, dos esferas completamente negras rodeadas por párpados rasgados. Nuestros cuerpos, rodeados de muchos otros sudorosos, se juntaron y nuestras manos paseaban por cada pliegue de nuestra ropa. Mientras tanto seguíamos mirándonos.

      De repente, noté un empujón por la espalda tan fuerte que tropecé con Carmen, que cayó al suelo, húmedo por el alcohol derramado a lo largo de la noche. Me giré para ver quién me había propinado semejante golpe y vi que se trataba de Javier Alcázar, despeinado y con las ropas arrugadas. En su mejilla, pese a la poca luz que había en el local, se apreciaba la forma de una mano impresa en la piel.

      —¡Hijo de puta! Mira por dónde vas —le grité. Después me giré hacia Carmen y le ayudé a levantarse. Me aseguré de que estaba bien. Entonces noté una mano en el hombro.

      —¿Qué me has dicho? —Era Javier Alcázar. Sus ojos mostraban una cólera irracional, contenida por la mandíbula apretada. Los pelos engominados que caían por su frente como lianas de la jungla y el sudor que bañaba su cara mezclados con las arrugas de la ira le daban un aspecto temible, aunque yo traté de contener la calma y, ni mucho menos, dejarme intimidar.

      —¿Sabes qué? Déjalo. No quiero líos.

      Me volví a girar hacia Carmen, le puse una mano en la cintura y la invité a caminar hacia el gentío. Pero Javier no se dio por vencido: según nos alejábamos, me escupió en la nuca. Me llevé una mano al cuello y noté el líquido pegajoso con algún que otro grumo de la flema que llevaba el escupitajo. Carmen se dio cuenta de lo que estaba a punto de pasar cuando dejó de notar mi mano en la espalda. Encaré a Javier, que balbuceaba palabras incoherentes por la borrachera, y lancé un derechazo que aterrizó en su mandíbula, justo debajo de la marca de la mano. Rotó sobre su cuerpo y cayó al suelo. Iba a lanzarle una patada pero un chico grande me detuvo, me rodeó con sus brazos y me sujetó. Trataba de tranquilizarme con frases que yo no escuchaba. En mis oídos, sus palabras se fundían con la música que el pinchadiscos había puesto a todo volumen.

      Javier Alcázar se levantó con torpeza y se marchó sin mirar atrás y profiriendo maldiciones por todo el recorrido hasta la salida de la discoteca. Ni siquiera recordó coger su abrigo del guardarropa.

      Aquella fue la última vez que vimos a Javier Alcázar vivo.

      ***

      —¿Ya está? —preguntó Mooney.

      —¿Cómo que si «ya está»? —Cruz no entendía a qué se refería Wilson.

      Éste se aclaró:

      —¿Esa fue la última vez que visteis a Javier Alcázar? ¿Sabes qué hora podía ser? ¿Sabes adónde fue? —Wilson enumeraba las preguntas que surgían en su mente, preguntas que Cruz sólo se había planteado años atrás, antes de que decidiera olvidar.

      —No tengo ni idea de qué hora podría ser. ¿Acaso crees que tengo tan buena memoria? —se molestó Cruz por la insistencia del hombre.

      —Necesito recapitular todo lo ocurrido entonces. Me convendría que intentaras recordar. Todo lo que me digas puede serme de ayuda.

      —En esa noche no vas a descubrir nada más —le aseguró Cruz, aunque después hizo una aclaración—. Al menos por mi parte.

      Wilson golpeó su libreta con el bolígrafo un par de veces.

      —Háblame de lo que ocurrió después de la desaparición de Javier Alcázar.

      Cruz se mojó los labios con la lengua. Asintió un par de veces, según recordaba y organizaba toda la información.

      —¿Has oído hablar de la fatalidad del destino? A Arturo y a mí nos golpeó como huracán que removió todo en nuestras vidas.

      Capítulo II:

      Esferas de humo

      Arturo Aguilar tintineaba sus dedos contra las uñas, destrozaba el nácar de sus uñas al estamparlas contra la mesa. Sus manos, que años atrás podrían haberse asemejado con las de una estatua renacentista, ahora estaban arrugadas por las venas que hacían de su piel un mapa topográfico, cubiertas en su totalidad de poros abiertos y vellos negros y duros, enredados como hierbas secas. Tenía la mirada perdida en las estrías de la mesa, que le recordaban a ríos de aguas rojizas por el alto nivel de hierro que poseían las tierras por las que corrían.

      —¿No tiene nada más que contar acerca de aquella noche? —insistió por enésima vez Wilson Mooney.

      Arturo levantó la cabeza como si estuviera expulsando humo imaginario por la boca, emitió un sonido largo, sin significado, desde el fondo de la garganta y esculpió en sus labios un arco con el que indicó al periodista que, en efecto, había acabado su explicación de los hechos de aquella noche. Por si acaso, lo explicó con palabras:

      —Ya le he dicho que me fui pronto de la fiesta. Yo no vi salir a Javier Alcázar de la discoteca. Es más, ni siquiera le vi aquella noche. Me dijeron que estuvo en el local días después cuando se encontró el cuerpo.

      —Así que no hizo nada más: fue a la discoteca, estuvo un par de horas y se marchó porque se encontraba mal —repitió con ahínco Wilson.

      —¿Está sordo o es estúpido? —le espetó Arturo con un nivel de alteración que comenzaba a elevarse sin freno— Pasemos a otro tema antes de que cambie de opinión y le eche de mi casa.

      Wilson suspiró con la boca cerrada, expulsando el aire por la nariz, se rascó la sien y pasó la página de su libreta. Golpeó varias veces con la punta del boli uno de los renglones dibujado en el papel y, tras dejar varios puntos diminutos de tinta en él, comenzó de nuevo con sus preguntas:

      —¿Cuándo se enteró de la desaparición de Javier Alcázar?

      ***

      La mañana del 1 de enero de 1987 la recuerdo con bastante claridad. Me desperté antes que nadie y salí de mi cuarto tratando de no hacer ruido al andar sobre la madera reluciente. El piso estaba ordenado y limpio por lo que no parecía un habitáculo de estudiantes. Esto se debía a que tanto Cruz como yo éramos bastante ordenados, aunque