Julio San Román

Heracles


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cómo una puerta se abría, cómo alguien salía del coche. Nadie sabe qué ocurrió después. Tan sólo se puede intuir un hecho a partir de los acontecimientos que deparaba el futuro: el conductor de aquel coche fue el último en ver a Javier Alcázar con vida.

      Capítulo I:

      Aquella noche sin dormir

      La noche de fin de año de 1987 fue une velada que Cruz Rivera recordaba como un torbellino oscuro de personas iluminado intermitentemente con luces de neón rosas y azules. Se acordaba con vaguedad de la mayoría de eventos sucedidos aquella noche en la discoteca El Palacete pero el paso del tiempo había emborronado parte de su memoria, sobre todo en lo referente a los nombres de las personas y a sus rostros.

      Se mojó los labios con saliva para empezar el relato de su noche mas no lo hizo. Recapacitó acerca de lo que podría interesar al inspector.

      —¿Por dónde quieres que empiece? ¿Te hablo de la primera víctima? Cómo se llamaba… ¿Javier? Javier no sé qué.

      —Javier Alcázar —le ayudó Wilson, que parecía muy serio.

      Por primera vez desde que aquel hombre había entrado en su casa, Cruz se preguntó cuánto conocería acerca del caso. Al fin y al cabo, él también había sido partícipe de la vida universitaria en aquellos tiempos, ¡habían sido compañeros! ¿Cuál era el motivo que había arrastrado a aquel inspector hasta su salón? Cruz asintió con la cabeza a la vez que la despejaba de sospechas absurdas.

      —De acuerdo. Me parece que Javier Alcázar era el típico chaval que iba detrás de todas las chicas. Y aquella noche en El Palacete no iba a ser menos…

      ***

      El Palacete era una discoteca que se encontraba en Argüelles, a unas cuantas calles de distancia de donde desaparecería Javier Alcázar en las próximas horas. El interior de la discoteca seguía los cánones ochenteros: paredes cubiertas de espejos en los que rebotaban las luces de neón rosadas y azuladas, suelo enmoquetado donde los vasos que caían no se rompían pero ensuciaban demasiado y música de Alaska y Dinarama, Nacha Pop, Los Secretos y de vez en cuando cabía alguna del aclamado grupo Mecano (que aún no había llegado a lo más alto de su carrera) dentro del repertorio de las baladas lentas o las canciones más marchosas.

      La estancia estaba repleta de personas vestidas de forma elegante, los chicos con traje y las chicas con vestidos de noche, que sostenían en sus manos sudorosas copas, vasos cilíndricos y alargados de cristal barato en su mayoría. Algunos decidían arriesgarse a elegir una bebida que supusiera llevar una copa abombada de cristal, lo que facilitaba mancharse la americana o el vestido de alcohol. No obstante, la noche era joven, era suya. ¿Qué importaba mancharse el vestido si se sentían como dioses, capaces de dominar el mundo nocturno? ¿Qué importaba tener los sentidos nublados por el alcohol si aquella noche estaban destinados a ser grandes y triunfar? La juventud aguardaba con ansia la llegada del nuevo año que, esperaban algunos, empezara con un beso de un futuro amor en la pista de baile, entre las sábanas de alguna cama ajena o en el mismo cuarto de baño de la discoteca si quienes entraban en él eran menos pudorosos e indiscretos.

      Allí, en medio del gentío, que se movía como culebras perpendiculares al suelo en un baile contraído y rítmico, se encontraba una chica rubia perseguida por aquel que daría su último suspiro aquella noche. Javier Alcázar, en su afán de llamar la atención, se había vestido —las malas lenguas, críticas con cualquier anomalía de la moda, dirían que en realidad se disfrazó— al más puro estilo de los años sesenta y perseguía a sus víctimas con una chulería sólo vista en la noche madrileña, donde la gallardía de los «gatos» era famosa y más aún descarada. Su presa, elegida al azar entre todas las damas de la discoteca, era una rubia muy alta ataviada con un vestido negro adornado con flores de colores que resaltaba el azul de sus ojos. Ella aún no había percibido la presencia del joven, ni mucho menos conocía sus intenciones, que habían sido claras desde el momento en el que él había posado sus ojos de felino cazador en el pecho de ella, totalmente oculto por el vestido. Ya se sabe que la imaginación para un pervertido incita a la caza sexual de su objetivo.

      Llegaron a la barra. Allí me encontraba yo, esperando a la que por aquel entonces era mi novia, Carmen. Estaba decidiendo si abrir o no su bolso, que custodiaba mientras ella iba al baño, ya que la curiosidad por saber lo que las mujeres guardan en él por aquel entonces me traía de cabeza. Pura inconsciencia adolescente. ¡Tenía ya cumplidos los veinte años!

      La chica rubia pidió una copa al camarero de un grito que se fusionó con el estribillo de Salta, de Tequila. Volvió a gritar, lo que me sacó de mis dilucidaciones, y no sólo a mí. El camarero, un gorila bien vestido y sin un solo pelo, se aproximó a ella, acercó la cabeza ladeada a la barra para que se lo repitiera por tercera vez y atendió su pedido con mucha rapidez. En cuanto la copa llegó a la mano de la chica, Javier entró al ataque con un cigarrillo en alzas. La chica pareció hacerse la despistada, aunque yo creo que más bien estaba incómoda por la intrusión del baboso engominado. Seguramente ella quisiera volver con sus amigas para seguir bailando en una esquina hasta que se decidiera a ligar con un chico, o una chica ya que en aquellos tiempos los límites de la sexualidad comenzaron a desvanecerse, pero algo hizo que esa incomodidad se perdiera en cuestión de segundos. Ella perdió la mirada entre los cuerpos ondulantes, o mejor dicho, clavó la mirada en un punto fijo durante unos segundos y después volvió a hablar con Javier, mucho más extrovertida, como si hubiera perdido la timidez en cuestión de segundos. Intenté ver lo que había provocado tal cambio en su carácter pero los bailarines borrachos me lo impidieron. Me giré de nuevo hacia la pareja, dándome por vencido, y vi cómo ella establecía contacto físico con el donjuán, cómo aceptaba el cigarrillo que él le ofrecía y cómo él se lo encendía con su propio mechero. A cada movimiento que hacían, ella desviaba la mirada sin girar la cabeza hacia la causa de esa actitud hasta que, en uno de esos vistazos al gentío, se produjo un cambio que trajo de vuelta la introversión de la mano y de la incomodidad, que encerraron el descaro en el interior de su cuerpo de nuevo. Entonces ella se apartó del chico, bebió su copa de un trago y se marchó, desapareció entre la multitud de color rosa. Javier se quedó con la palabra en la boca, miró a su alrededor —aparentemente, para encontrar a la chica; en realidad, porque temía que alguien hubiera visto su ridículo— y se topó conmigo. Me encogí de hombros y le sonreí con resignación. Él pidió una copa, el camarero se la sirvió mientras Javier me lanzaba miradas que contenían un cóctel de repulsión y vergüenza, se la bebió de un trago y se marchó de la barra, seguramente conteniendo sus fuerzas para no lanzarse contra mí y darme una paliza. Puede parecer una exageración pero, según mi experiencia, los borrachos suelen tener muy mal genio.

      Carmen no tardó en aparecer. Iba preciosa aquella noche: se había alisado el pelo, aunque no lo llevaba totalmente liso, sino que se le formaban ondas que recordaban a los peinados de los años veinte que se veían en las fotos de los libros de historia; iba maquillada y destacaban sus labios de color escarlata, como su vestido y sus tacones. Era un atuendo un poco clásico. Carmen era así, una apasionada de las novelas de amor históricas, de época, como Cumbres Borrascosas, Orgullo y prejuicio o La señorita Dalloway. Momentos tradicionales como aquella noche, la última del año, en la que podía vestirse más elegante, le permitían recrearse en estas historias de amor y sentirse como una damisela que al final del libro encontrará a su amado, papel que por aquel entonces me tocaba ejercer a mí.

      —¿Dónde está Arturo? —Fue lo primero que preguntó a la vez que me quitaba el bolso de las manos. Con el bolso tenía un aspecto muy pijo. Nunca hacía alarde de su dinero con ropa de marca o cara pero en los detalles residía su verdadero yo. Siempre temí que nos atracaran en la calle cuando salíamos de fiesta porque llevara su bolso de marca. Debido a esto, rehuíamos los barrios obreros, no por mí, sino por ella. Venía de Andalucía, de Sevilla. Antes de venir a Madrid vivía a las afueras de la ciudad, en un cortijo regentado por su madre. Ya en Madrid se buscó una habitación en una residencia donde el horario era muy estricto pero, por otra parte, la calidad de vida era inmejorable. En la capital era una princesa fuera de su castillo.

      —Ha desaparecido justo cuando te has ido al baño —respondí,