Julio San Román

Heracles


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mano.

      —Ha acusado a Arturo de tener algo que ver con lo ocurrido con Javier Alcázar —le espeté.

      —Tranquilo, muchacho. A ese, ni caso. Ya tomo yo nota de todo lo que digas, a falta de alguien mejor. Desde luego, cualquier conspiración que haya salido de la mollera de ese agente será borrada de tu testimonio. —Sacó un bolígrafo de un bolsillo interior de su chaqueta, pulsó el botón para que saliera la punta, y comenzó a escribir. La grabadora seguía girando.

      —Gracias.

      —De nada. Por cierto, soy el comisario Mauricio Montoro. —Extendió una mano rechoncha hacia mí y yo se la estreché.

      —Cruz Rivera.

      —Muy bien, señor Rivera, ¿podría narrarme cómo ocurrieron los hechos de forma ordenada y sin omitir ninguna clase de detalles?

      Repetí lo que le había contado a Francisco Abad, esta vez mucho más sereno y siguiendo un orden cronológico de los hechos. Montoro anotaba cada palabra que salía de mi boca. De vez en cuando alzaba la vista, como si hubiera percibido algún detalle que le obligara a reflexionar sobre él. Paraba unas milésimas de segundo y, al darse cuenta de que yo seguía hablando, volvía a centrarse en la escritura. Si yo cesaba mis palabras cuando se paraba a pensar, reaccionaba al instante y movía la mano en círculos, como si fuera un agente de tráfico que me daba pie a que siguiera con mi declaración. Pasada media hora en la que el comisario escuchó todo lo que tenía que contarle y enlazó mis frases con preguntas de su propia cosecha, me hizo firmar la declaración, cerró la carpeta, guardó silencio durante dos segundos reflexivos y me concedió la libertad. Con la palma de la mano extendida hacia la puerta me indicó que podía levantarme y marcharme. Acompañó mis movimientos levantándose él también. Me abrió la puerta y salí al núcleo de la comisaría, que seguía tan abarrotado como antes de mi entrada en la sala de interrogatorios. Me fijé que en uno de los múltiples escritorios que amueblaban la sala se encontraba Arturo, prestando declaración a otro agente, de avanzada edad y con sonrisa de abuelo. Montoro me puso una mano en la espalda para que avanzara hasta el vestíbulo. Allí, con un pie fuera de la comisaría y otro dentro, me abandonó a mi suerte.

      ***

      —Arturo Aguilar, ¿tardó mucho en salir? —quiso saber Wilson. Cruz meneó la cabeza mientras se preguntaba por la fijación extraña que tenía el inspector hacia su antiguo compañero de piso y amigo. Sin embargo, no preguntó nada.

      Cruz agarró el reposabrazos más próximo a él con la palma de la mano para que la tela absorbiera el sudor. Aquella situación con Wilson Mooney le había parecido muy similar a aquel interrogatorio que sufrió tras encontrarse cara a cara con el cadáver de Javier Alcázar.

      —¿Cómo volvisteis a la universidad?

      Cruz continuó con su relato.

      ***

      Me encontraba apoyado en la pared con la espalda y la planta del pie. Las manos estaban resguardadas del frío en el interior de mis bolsillos, aunque se movían sin cesar por el tembleque producido por los nervios y el frío, una mala combinación. Había estado esperando quince minutos cuando Arturo, seguido del comisario Montoro, que parecía más un portero de discoteca ya que se encargaba de acompañar él mismo a todos los detenidos a la puerta, salió. Se puso los mitones y guardó las manos en los bolsillos de su abrigo. Pese a ser ya media mañana, nuestro aliento seguía produciendo vaho que se elevaba desde nuestras bocas hasta que se hacía invisible.

      Le llamé en cuanto le vi y él se giró hacia mí. Parecía ido: su cuerpo estaba presente en aquella vía; su mente, muy lejos de este mundo. Le pregunté varias veces por el interrogatorio pero él se limitaba a contestar con monosílabos como «bien» o sonidos guturales sin significado propio. Tardé poco en hablar de mí mismo y contarle todo lo ocurrido con Francisco Abad, con el comisario Montoro y lo asustado que estaba. Ante todos estos sentimientos y temores, él se encogió de hombros y no le dio importancia.

      —Hemos tenido mala suerte. Tratemos de relajarnos, a ver si se nos pasa el susto y podemos llegar antes de que empiece la clase de Mitología —dijo como si aquellos consuelos fueran suficientes para apaciguar el estrés producido por aquella experiencia. Se había vuelto loco o intentaba parecer fuerte, pues en mi cabeza no cabía la posibilidad de asistir a clase habiendo sufrido una experiencia traumática hacía escasas horas. Arturo estaba raro y no era complicado notar que algo, nunca llegué a saber el qué, perturbaba su interior.

      —Arturo, ¿tú te estás escuchando? ¡Hemos encontrado un cadáver!

      —Baja la voz —me espetó—. No hace falta que se entere todo el barrio.

      —¿Quieres que me calme? —exclamé. Después, añadí en un tono de voz menos elevado, casi en un susurro— Hemos encontrado a Javier Alcázar, un chico que ha estado secuestrado y al que han matado. ¿Y si los siguientes somos nosotros?

      —¿Y si cae un meteorito y el mundo se acaba hoy? —se burló él. El Arturo al que yo estaba acostumbrado volvió con esa broma socarrona.

      Iba a replicar cuando, sin esperarlo, me golpeó con el envés de la mano en la solapa del abrigo para llamar mi atención. Seguí su mirada hacia el fondo de la calle y vi que venían a paso ligero pero fúnebre dos mujeres que trataban de no llorar pero cuyos ojos vidriosos reflejaban destellos de lágrimas. Venían agarradas de las dos manos, posadas entre sendos hombros. A una la conocía de clase, Rosa Alcázar, con la que nunca había mantenido buena relación y, consecuentemente, la que había sido objeto de chistes burlescos e imitaciones por parte de Arturo y mía cuando ella se comportaba con prepotencia, rasgo de su carácter que no solía ausentarse en ningún momento. La otra, mucho más mayor, era su madre, a la que sólo había visto en las noticias, al pedir ayuda entre lágrimas a todo el mundo para encontrar a su hijo. Jamás logré aprenderme su nombre ya que nunca había prestado mucha atención a aquella clase de reportajes y, en general, al telediario en sí. En aquella época, lo único que atraía mi interés en la televisión eran las películas de cine americano y los deportes, en concreto, el rendimiento del Atlético de Madrid en la Liga. La desaparición de Javier Alcázar no formaba parte de ninguna de las dos.

      Pasaron a nuestro lado y Arturo y Rosa cruzaron una mirada de desafío. Recordé que Arturo había visto a la hermana de Javier la mañana en que éste había desaparecido y me pregunté qué habría pasado entre ellos durante aquella conversación. Tal vez Rosa odiara que hubiéramos sido quienes habíamos encontrado a su hermano muerto, razón de más para aumentar su descontento hacia nosotros.

      —No me lo puedo creer… —murmuró mientras entraba en la comisaría.

      Cuando aparté la mirada de la puerta por la que había desaparecido la pareja, me pareció ver que una lágrima se resbalaba por el párpado inferior de Arturo y que se desvanecía al chocarse contra la pasta de alambre de sus gafas.

      —¿Estás bien? —Posé mi mano en su espalda.

      —Me voy a clase. —Se sorbió la nariz— ¿Vienes?

      —Prefiero quedarme en casa hoy —respondí.

      Asintió y alzó una mano a la carretera para llamar a un taxi.

      ***

      —El taxi nos llevó a la Ciudad Universitaria, donde dejamos a Arturo, que pagó el trayecto hasta ahí, y después me llevó a mi casa. Me eché a dormir y no recuerdo nada más de ese día. Creo que por la tarde vinieron nuestros amigos a casa, pero sin Arturo. Él desapareció hasta la noche.

      Mooney apuntó ese último dato con gran interés.

      —Así que tenemos de nuevo un vacío en la historia —comentó.

      —Oye, siento no serte de más ayuda, pero no puedo contarte algo que no sé —Cruz se encogió de hombros.

      —No te preocupes. ¿Crees que Aguilar mintió? —Wilson entendió que debía explicar a qué se refería cuando Cruz ladeó la cabeza como gesto de incomprensión— Me refiero a aquella persona que él vio en el campo de rugby.