subió al cielo,
y está sentado a la derecha del Padre;
y de nuevo vendrá con gloria
para juzgar a vivos y muertos,
y su reino no tendrá fin.
Creo en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo,
recibe una misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas.
Creo en la Iglesia,
que es una, santa, católica y apostólica.
Confieso que hay un solo bautismo
para el perdón de los pecados.
Espero la resurrección de los muertos
y la vida del mundo futuro.
Amén.
1. Creo en...
1. La fe
Comienza el Credo con la pronunciación de la palabra personal, o comunitaria, de «creo», o «creemos». Pero, ¿qué significa esta palabra que está en la boca de los creyentes de todas las religiones, y en las conversaciones diarias entre la gente? A pesar de su uso continuo, no es tan fácil responder a esta pregunta, pues se dirige directamente al Señor, y el Señor es el gran ausente en una sociedad henchida de proyectos y objetivos humanos, sociales, ecológicos y cosmológicos. El Señor no tiene el espacio y el tiempo que en otros tiempos le dedicaban los humanos. Y lo que exige la fe es que el hombre se adapte a la medida de Dios, se trascienda a sí mismo y se identifique con el proyecto que el Señor ha hecho para él. Y a algo de esto aspira el hombre actual, por otra parte, sin alcanzar tantas veces la meta a que le impulsan sus esperas inmediatas.
No obstante esto, el cristianismo comienza su Símbolo con la palabra «creo», que es una actitud humana ante Dios que es inclusiva: entraña la plena fiabilidad de Dios y la apertura confiada del hombre. Es, pues, la reacción humana a una revelación divina; es escuchar una palabra como palabra de Dios. Y la credibilidad divina hace que los hombres se fíen de Él y confíen en Él. Es decir, a la fidelidad del Señor contesta el hombre con la fidelidad-confianza-fe (cf CCE 50-175).
En el principio de la existencia de Israel, un pueblo sometido a la esclavitud y, por tanto, débil, el Señor actúa con poder para salvarle de los egipcios y devolverle la libertad (cf Éx 14,31). Sucede lo mismo con Abrahán (cf Gén 15,6), con David (cf Is 7,2-9), etc. Que Dios es fiel, que tiene una voluntad firme en favor de su pueblo y de los justos, es el fundamento o la roca donde se asienta la vida y la fe de Israel (cf Dt 32,4; Is 26,2-4). Se comienza un diálogo personal iniciado por el Señor y sostenido por Él con relación a su criatura, que escucha y responde. La fe, por consiguiente, no es aprender y afirmar un conjunto de conceptos y verdades que componen una ideología.
En hebreo «creer» significa estar firme, seguro (aman); confiar (batah) y cobijarse o refugiarse (hasad); sin embargo en griego adquiere otro matiz: creer es obedecer (hypakouein), edificar (oikodomein), además del más generalizado que es confiar (pisteuein). Encuadraremos estos significados según aparecen en la Sagrada Escritura, sobre todo en la experiencia religiosa de Abrahán, María y Jesús, según la división de fe subjetiva y objetiva.
2. Dimensión subjetiva de la fe: confianza, fidelidad, obediencia
La fe en Dios entraña dos dimensiones: una subjetiva y otra objetiva. El aspecto subjetivo de la fe parte de la experiencia confiada en Aquel que crea, cuida y salva. Por eso el creyente se apoya, se confía, se entrega y se abandona en Él. Supera el apoyo de la razón como único fundamento de la existencia, porque se es consciente de los límites que tiene esta para afrontar los graves problemas que presenta la historia personal y comunitaria. La confianza en los propios valores y fuerzas, que excluye toda relación que no esté en el propio yo, genera la autosuficiencia que sustituye la infinitud amorosa del Señor. El hombre se establece en el pedestal de los dioses y no necesita a nadie ni nada para vivir y darle un sentido a su existencia; se basta a sí mismo para ello. La fe en Dios va por otro camino; es la confianza en Él, que supone humildad, es decir, la aceptación de la propia finitud y la apertura del corazón a Dios.
Otro aspecto personal de la fe es la fidelidad como respuesta a la fidelidad de Dios para con sus criaturas, para con sus hijos. A la firmeza divina en la defensa de lo que ha salido de sus manos, le sigue el compromiso de cuidarlas y de salvarlas. Dios es tan constante en la defensa de su pueblo, que Israel le llega a llamar «el fiel» (Dt 32,4). Y exige una relación en el mismo nivel para que el hombre no se pierda en los diferentes movimientos y contrariedades que provoca su historia hecha por su libertad. La clave está en que el hombre mantenga la orientación hacia Dios que establece cuando Dios se le abre. Es no perder de vista a Dios en todas las vicisitudes que lleva consigo la historia, y Él le indicará el camino de la fidelidad a sí mismo y de la fidelidad a los demás humanos, incluidos en la Alianza que desde el principio de los tiempos ha establecido Dios con su criatura.
Por último, la fe desarrolla en la persona la obediencia a Dios. Es adentrarse en su vida estableciendo una relación de amor que planifique la vida humana de amistad. Por eso es necesaria la escucha de Dios que habla y se revela en su palabra, en sus mensajes, en sus enviados que disciernen lo que pertenece al Señor y lo que es fruto de los intereses y egoísmos humanos. Obedecer es dejarse guiar por Dios en el camino de la vida, rechazando todos los ídolos que fabrica el hombre para someter y esclavizar. La obediencia transforma al creyente, porque le introduce en la esfera divina del amor y vive pendiente y dependiente de su relación de amor. No es un sometimiento a la ley o a alguien desconocido que anule la voluntad libre humana, sino la aceptación libre de la relación con Alguien, tenido y comprendido como la fuente de la vida.
La experiencia confiada, fiel y obediente de la fe la viven Abrahán, María y Jesús, que nos dan su significado más preciso.
2.1. Abrahán
Abrahán es un pastor de Ur de los caldeos (cf Gén 11,31), situada en Mesopotamia. A la edad de 75 años (cf Gén 12,4; 17,1) no ha conseguido aún dos de los bienes fundamentales del hombre: tener descendencia y poseer una tierra para asegurarse la comida y el pasto del rebaño (cf Gén 11,31; 16,2-3). Y he aquí que recibe una revelación divina: «Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre a la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre y servirá de bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo» (Gén 12,1-2).
Abrahán parte de Jarán hacia un país desconocido con una mujer también mayor. Obedece a Dios y se fía de la promesa que le ha hecho, a pesar de que su vejez y la esterilidad de su mujer indiquen todo lo contrario. Pero romper todas las ligaduras que le atan a la familia y a la tierra supone abrirse a la esperanza que le crea la palabra de Dios: un mundo nuevo representado en las tierras que recorre: Siquén, Betel y el Negueb; lo que antes su trabajo y su esfuerzo no han conseguido y los demás humanos no le han recompensado. Da el primer paso, que es salir de donde está y adorar al Señor que le ha llamado, abandonando los ídolos que han frustrado su vida (cf Gén 12,8; 15,7). El segundo paso es recorrer unas tierras nuevas (cf Gén 12,8-9); al final se asentará en Canaán, donde el Señor le regala tierras y le promete otra vez la descendencia (cf Gén 13,14-18).
Y la descendencia llega más tarde, aunque desconfíen Abrahán y Sara de la promesa del Señor por su ancianidad (cf Gén 17,17; 18,12-15). Dios es fiel y les regala a Isaac (cf Gén 21,1-6), y ellos, ante este hecho concreto, se apoyan más en Dios, como la roca firme en la que la vida humana se asienta segura. Sin embargo, aún les queda la última prueba de la fe: la obediencia a una voluntad divina que parece contradecir la promesa. Cuando el Señor manda sacrificar al hijo único y querido, fruto de la fidelidad mutua que se tienen el Señor y él, el acto romperá la promesa de la descendencia, Abrahán obedece contra la evidencia de quedarse de nuevo sin descendencia y pulverizar la promesa hecha realidad