y la fidelidad del Señor a su pueblo en cuanto Hijo de Dios: «Por eso tenía que ser en todo semejante a sus hermanos: para poder ser un sumo sacerdote compasivo y acreditado ante Dios para expiar los pecados del pueblo» (Heb 2,17).
Jesús es fiel a Dios y mantiene la confianza de un hijo para con su padre. Pero el Padre es el que exige el respeto debido a su dignidad. El sentido de obediencia se advierte en la Oración en el huerto de Marcos (cf 14,36) con la dinámica del justo que ora: invocación, súplica, aceptación y abandono a la voluntad divina: «Decía: Abba (Padre), tú lo puedes todo, aparta de mí esa copa. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Jesús, con el rostro en tierra (cf Mc 14,35), como signo de sumisión y disponibilidad, invoca a Dios como Abba. Con ello formula su relación inmediata y cercana a Dios y se aferra a la confesión que su pueblo tiene del Señor: «Tú lo puedes todo». Y lo hace en estos momentos en que es consciente de su muerte inmediata, de la forma de morir y de la pérdida de la causa por la que ha vivido. Además, junto a este poder, implora también la fidelidad del Padre que hace impensable que abandone a sus hijos. Sea cual sea el dictamen de Dios, Jesús se adhiere de antemano a su decisión, obedece a su voluntad suprema, voluntad que es el soporte de su propia vida y es lo que ha enseñado a los discípulos en la tercera petición del Padrenuestro según la redacción de Mateo: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6,10).
La fe de Jesús en el Padre es lo que ha salvado al hombre: «Pero ahora, prescindiendo de la ley, aunque atestiguada por la ley y los profetas, se revela esa justicia de Dios que salva por medio de la fe de Jesucristo a todos los que creen, sin distinción» (Rom 3,21-22). La fe de Jesús responde a la misericordia y fidelidad del Padre para con los hombres para salvarlos, no obstante la infidelidad humana a la relación de amor que el Padre ha establecido desde el principio: «Esa justicia-fidelidad de Dios se revela y hace carne en la pistis de Jesús como fe-fidelidad concretada en su obediencia humana (como respuesta total a la fidelidad de Dios-Padre). De este modo la autocomunicación de Dios se encarna y manifiesta (se traduce humanamente) en la fe de Jesús y en su justicia: o en su justa obediencia, que brota de su confianza y entrega radical al Padre» (Gesteira, 118-119).
Los mismos aspectos que entraña la fe que Jesús ha vivido, los va a tener la fe de los cristianos, que ahora será la fe en Jesús, pues él se convierte en objeto de la fe después de la Resurrección. Para Juan la fe en Jesucristo es una entrega confiada a su persona; parte del nacimiento nuevo que propone a Nicodemo (cf Jn 3,3), vida nueva que se enraíza en el sentido que le ha dado Jesús (cf Jn 15,1-7), que no es otro que el amor y el servicio mutuo (cf Jn 13,1-15), se alimenta con la comunión de su cuerpo y de su sangre (cf Jn 6,56), y se expresa en la donación de sí a los demás (cf Jn 15,13). La fe que une a Jesús y, en él, a los hermanos, termina en Dios como Padre. Entonces la fe en Jesucristo será la respuesta creyente, auténticamente cristiana, al amor de Dios, que ha sido como Jesús ha creído y ha respondido al amor de su Padre: «Dios nos ha amado primero [...]. Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tuvo. Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con Él» (1Jn 4,10.16).
Pablo también presenta a Jesús como aquel que da al creyente una «nueva vida» (cf Ef 1,15-21; 3,14-19) y le hace, por la fe, comprender y querer las mismas relaciones humanas y cosas que ama Cristo. La novedad de vida que ha encontrado al caminar tras Jesús le hace escribir: «...todo lo considero pérdida comparado con el superior conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por el cual doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme a Cristo y estar unido a él. No contando con una justicia mía basada en la ley, sino en la fe en Cristo, con la justicia que Dios concede al que cree» (Flp 3,8-9). Este servicio del cristiano a Jesús, al que se une por la fe, se enriquece con la actitud de obediencia: «¿No sabéis que si os entregáis a obedecer como esclavos, sois esclavos de aquel a quien obedecéis? Si es al pecado, destinados a morir, si es a la obediencia, para ser inocentes. Erais esclavos del pecado, pero gracias a Dios os habéis sometido de corazón al modelo de enseñanza que os han propuesto; y emancipados del pecado, sois siervos de la justicia» (Rom 6,16-18); y con la actitud de confianza: «Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él» (Rom 6,8; cf 2Cor 4,18). Obediencia y confianza que, como hemos afirmado, también son dos de las características de la fe bíblica de Jesús.
Sucede en Pablo como en Juan: la fe del creyente en Cristo termina en la fe de Jesús en el Padre. Por eso nuestra fe en Cristo también es una respuesta al amor de su Padre y nuestro Padre, que ha preparado nuestra salvación y nos ha amado en su Hijo (cf Rom 8,28-30). Y es su Hijo el que nos lleva a una profunda comunión con el Señor (cf 1Cor 8,3), que le hace exclamar: «Estoy persuadido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni poderes ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,38-39).
La fe de Jesús se centra en su respuesta de amor filial al Padre. La fe de los cristianos alcanza el mismo objetivo de Jesús. Si la fe es un diálogo con Dios, ciertamente iniciado por Él, la fe cristiana es la respuesta al amor previo de Dios revelado y hecho persona en Cristo Jesús (cf Jn 3,16).
3. La dimensión objetiva
Dios Padre es una persona viva, que dialoga y ama. El creyente responde con su fe, porque se fía y confía en Él. Y si esto es así, también lo es que se acepte todo cuanto Él comunica. Es lo que llamamos la dimensión objetiva de la fe, o los contenidos fundamentales de la revelación cristiana. Estos acontecimientos son los que Dios Padre ha realizado para la salvación del hombre y para recuperar el sentido primero de la creación. La fe de la persona se asienta y funda sobre los hechos salvadores que el Señor ha realizado para con su criatura.
Y los primeros hechos salvadores que narra la revelación cristiana son los que contienen los credos de Israel. Y se comienza con el «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor» (Dt 6,4), y se sigue con los acontecimientos salvadores que jalonan la historia del pueblo elegido: «Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: “¿Qué son esas normas, esos mandatos y decretos que os mandó el Señor, vuestro Dios?”, le responderás a tu hijo: “Éramos esclavos del Faraón en Egipto y el Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte; el Señor hizo signos y prodigios grandes y funestos contra el Faraón y toda su corte, ante nuestros ojos. A nosotros nos sacó de allí para traernos y darnos la tierra que había prometido a nuestros padres”» (Dt 6,20-23). El don de la libertad que el Señor le concede a Israel cuando logra salir de la esclavitud de Egipto, la Alianza que pactan el Señor e Israel en el monte Sinaí y la posesión de la tierra de Palestina van a ser las constantes de las confesiones de fe de Israel, expresadas en frases cortas: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud» (Éx 20,2; cf Lev 39,36), o en relatos largos y bellos, como: «Mi padre era un arameo errante: bajó a Egipto y residió allí con unos pocos hombres...» (Dt 26,5-9).
Dios se revela como el único Señor (cf Éx 20,3; Dt 5,7) que elige a Israel, pacta con él una Alianza (cf Éx 19-20.24; Dt 26,5-9), lo defiende de sus enemigos, en definitiva, le salva. Esta conciencia es la que permanece en el pueblo de generación en generación: «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses! Porque el Señor, nuestro Dios, es quien nos sacó a nosotros y a nuestros padres de la esclavitud de Egipto, quien hizo ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios, nos guardó en todo nuestro peregrinar y entre todos los pueblos que atravesamos. El Señor expulsó ante nosotros a los pueblos amorreos que habitaban el país. También nosotros servimos al Señor: ¡es nuestro Dios!» (Jos 24,16-18).
La voluntad divina de salvar a Israel y, en él, a toda la creación, se concentra en la historia de la salvación en Jesucristo: él es la cima de todo un proceso de relación y diálogo entre Dios e Israel. Jesús es el punto de encuentro entre la divinidad y la humanidad, que él mismo lo proclama a la gente humilde y sencilla: «Todo me lo ha encomendado mi Padre. Nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre, y quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo decida revelárselo» (Lc 10,22; cf Mt 11,27). Todavía más. Jesús no sólo es el hijo de María y José, sino la Palabra que, desde siempre, está en la gloria de Dios. Y esa «Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Contemplamos su gloria, gloria como de Hijo único del Padre, lleno de lealtad y fidelidad