que ignoremos cosas que debe conocer todo hombre de buen sentido. Así son todos los hombres; no se miran a sí mismos, y solo fijan sus miradas en los demás. En cuanto a mí creo haber respondido medianamente. Si me he engañado en algo, no pretendo ser infalible, y me corregiré instruyéndome, sea con Damón, de quien parece te burlas sin conocerlo, sea con otros; y cuando me considere bien instruido, te comunicaré parte de mi ciencia; porque no soy envidioso, y me parece que tú tienes una gran necesidad de instrucción.
LAQUES. —Y tú, Nicias, si hemos de creerte, eres un gran sabio. Sin embargo, con toda esta magnífica opinión de ti mismo, yo aconsejo a Lisímaco y a Melesías que no nos consulten más sobre la educación de sus hijos, y si me creen, como ya lo dije, que se entiendan para esto únicamente con Sócrates, porque por lo que a mí hace, si mis hijos estuvieran en edad, éste es el partido que tomaría.
NICIAS. —¡Ah! En este punto estoy de acuerdo contigo. Si Sócrates se toma el cuidado de nuestros hijos, no hay necesidad de buscar otro, y estoy dispuesto a entregarle mi hijo Nicérato, sí tiene la bondad de encargarse de él. Pero todos los días, cuando le hablo de esto, me remite a otros maestros, y me rehúsa sus cuidados. Mira, Lisímaco, si tú tienes más influencia sobre él.
LISÍMACO. —Muy justo sería, porque por mi parte estoy dispuesto a hacer por Sócrates lo que por nadie haría. ¿Qué dices a esto, Sócrates?, ¿te dejarás ablandar y querrás encargarte de estos jóvenes para hacerlos mejores?
SÓCRATES. —Sería preciso ser bien despegado para no querer contribuir a hacer a estos jóvenes tan buenos cuanto puedan serlo. Si en la conversación que acabamos de tener hubiera aparecido yo muy hábil y los demás ignorantes, tendríais razón para escogerme con preferencia a cualquier otro, pero ya veis que todos nos hemos visto en el mismo embarazo. Y así, ¿por qué preferirme? Me parece que ninguno de nosotros merece la preferencia. Siendo esto así, ved si os parece bien este consejo: soy del dictamen (estamos solos y somos leales los unos para los otros) que todos busquemos el mejor maestro, primero, para nosotros y, después, para estos jóvenes, sin ahorrar gasto ni sacrificio alguno; porque jamás aconsejaré el permanecer en la situación en que nos hallamos, y si alguno se burla de nosotros porque a nuestra edad vamos a la escuela, nos defenderemos, poniendo de frente la autoridad de Homero, que dice en cierto pasaje: el pudor no sienta bien al indigente[8] y burlándonos de lo que pueda decirse, procuraremos mirar a la vez por nosotros mismos y por estos jóvenes.
LISÍMACO. —Ese consejo, Sócrates, me agrada en extremo, y con respecto a mí, cuanto más viejo soy, tanto más empeño tengo en instruirme al mismo tiempo que mis hijos. Haz, pues, lo que dices; ven mañana a mi casa desde la madrugada, y no faltes, te lo suplico, a fin de que acordemos los medios de ejecutar lo que hemos resuelto. Ahora ya es tiempo de que concluya esta conversación.
SÓCRATES. —No faltaré, Lisímaco; iré mañana a tu casa temprano, si Dios quiere.
Argumento del Protágoras[1] por Patricio de Azcárate
El nombre de Protágoras puesto a la cabeza de este diálogo; la solemnidad de una especie de presentación oficial del joven Hipócrates al célebre sofista, hecha delante de testigos por Sócrates; lo escogido de los personajes que deben asistir a la discusión que se va a suscitar, Antímeros de Mende, Hipias de Elea, Pródico de Ceos, amigos de Protágoras; Palaros, Jantipo, Agatón, sus discípulos; esta reunión imponente de sofistas, de jóvenes y de extranjeros, que concurren como a un espectáculo, constituyen un conjunto de detalles característicos, que descubren el pensamiento íntimo de Platón en esta composición a la vez divertida y severa, irónica y profunda; deleitar e ilustrar todo a la vez, poniendo en acción, por medio de la crítica, las costumbres y el espíritu de los sofistas. Éste es uno de esos cuadros, aunque más en grande, que Sócrates acostumbraba a presentar en sus polémicas diarias a vista del público, para llevar a cabo su reforma, y en las que empleaba con arte la ironía y el buen sentido para desacreditar a la escuela sofística, entregando al ridículo y, por último, condenando al silencio a sus más famosos jefes.
Era preciso dar representación a estas escenas de comedia, en las que Protágoras desempeña el papel de corifeo de los sofistas, mientras que Sócrates se complace en tomar, tan pronto el papel de un farsante burlón, tan pronto el de un espectador descontento y despiadado, y de aquí el objeto de la discusión producido naturalmente por la situación del joven hijo de Apolodoro. Hipócrates solicitó, en efecto, de Sócrates que le proporcionara un maestro capaz de enseñar lo que debe saber un joven de su edad. ¿Qué otra cosa puede ser sino la virtud?, ¿la virtud puede ser enseñada?; he aquí la cuestión. Protágoras sostiene la afirmativa, y Sócrates la tesis contraria; y este debate contradictorio forma el curso de este diálogo, que algunas líneas bastarán para resumir.
Protágoras, para darse importancia a los ojos de Sócrates y de la gente que le rodea, se alaba de enseñar el arte de gobernar los negocios privados y públicos, es decir, la política. Sócrates se sorprende de que la política pueda enseñarse, por la sencilla razón de que los negocios públicos son, entre todos, los únicos sobre los que los ciudadanos de todas las condiciones y de todas las profesiones son admitidos diariamente a dar su dictamen, y esto sin haber recibido jamás ninguna enseñanza. También lo extrañó por esta otra razón, y es que los más grandes políticos, Pericles, por ejemplo, jamás han podido trasmitir a sus hijos su propia habilidad.
Poco impresionado con estos dos argumentos, el sofista propone con confianza dar, ya con el auxilio de una fábula, ya valiéndose del razonamiento, la prueba incontestable de que la política puede enseñarse. Refiere entonces la vieja leyenda de los dioses, encargando a Epimeteo y a su hermano Prometeo dar facultades diversas a todos los seres del universo, la imprevisión de Epimeteo, el mañoso robo de Prometeo en las fraguas de Hefesto, en fin, la intervención suprema de Zeus, dando liberalmente a cada uno de los mortales una parte de los bienes que aún no se habían repartido, la justicia y el pudor. Gracias a estas dos virtudes, que están en el fondo mismo de la política, nada más natural, ni más necesario, que el que todos los ciudadanos sepan deliberar sobre las cosas públicas. Esta ciencia es un don de los dioses. Y así es que no hay un hombre sobre la tierra que imagine otro hombre, es decir, un ser en todo semejante a él, privado de la idea de la justicia. He aquí cómo queda desvanecida la primera duda de Sócrates.
Protágoras rebate de la misma manera la segunda objeción de Sócrates. ¿Cómo puede sostenerse que la justicia no puede enseñarse, cuando es constante que los hombres injustos son todos los días y por todas partes reprimidos y castigados? Si la privación de la idea de justicia fuese un defecto de la naturaleza, sería una locura imponer castigos a los que la naturaleza hubiere privado de ella. ¿Se castiga a los enfermizos y contrahechos? No, porque no está en su mano remediarlo. Pero se castiga a los malos, porque está en su mano hacerse justos. Los hombres piensan, por lo tanto, que se puede aprender la justicia. Y así todos los ciudadanos, tanto por sí mismos, como por medio de los maestros, se esfuerzan, interesándose en los negocios públicos, en inspirar a sus hijos la idea de la justicia. Y si los hijos de los hombres virtuosos raras veces heredan la virtud de sus padres, la razón de esto es muy sencilla; es porque los hombres no reciben todos disposiciones igualmente felices, y la adquisición de la más elevada virtud reclama un natural mejor y mayores esfuerzos que lo que requiere la práctica de una virtud común.
La discusión hasta ahora aparece muy superficial, porque no sale del dominio de los hechos y de los accidentes, sin remontar a un principio. Sócrates, cambiando de táctica, emprende el tratar la cuestión a fondo. Partiendo del principio evidente de que para saber si la virtud puede ser enseñada, es necesario saber en qué consiste, pregunta a Protágoras si la virtud a sus ojos es una en su esencia o compuesta de partes independientes las unas de las otras, como la justicia, la templanza, el valor. El sofista se esfuerza en sostener la última opinión, hasta que Sócrates lo obliga insensiblemente, por una cadena indisoluble de concesiones, a contradecirse a sí mismo, y, en fin, a convenir, a pesar suyo, en que la virtud es una por naturaleza. Sostener que se compone de partes absolutamente distintas, es confesar, por lo pronto, que cada una de estas partes