Plato

Obras Completas de Platón


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lo que implica contradicción. No, la virtud es una en su esencia, una en su esfuerzo, y todas estas partes, que se separan indebidamente, no son otra cosa que modos diversos de la virtud; diversos, pero no exclusivos, contenidos y unidos en su esencia misma, como las consecuencias lo están en su principio. Diferentes en apariencia y solamente de nombre, estas virtudes en el fondo se llaman la una a la otra, se encadenan, se asocian, y no forman más que un todo. He aquí cómo Sócrates, bajo la idea de virtud, abrazando todas las virtudes particulares, establece un principio, que los estoicos, después de él, falsearon exagerándolo. Considerada de esta manera, la virtud no entra en el alma, como lo pretende Protágoras, por una enseñanza progresiva y diversa que poco a poco la penetre por el precepto y por el ejemplo, para que nazca en ella, primero la justicia y después el valor. La virtud con sus dones diversos nace de la inspiración de una naturaleza honesta, que por su propio esfuerzo abraza a la vez la esencia y todos los modos, debido al sentimiento innato del bien, que la precede y que la crea. Esta ciencia verdaderamente anterior y superior a la virtud, ninguno puede enseñarla, porque cada uno debe sacarla de sí mismo; nace con nosotros.

      Esta argumentación que parece no tener réplica, no convenció, sin embargo, al sofista, que quiso sostenerse haciendo esta última objeción: que el valor es necesariamente una virtud distinta de todas las demás, puesto que es dado al más injusto y al más depravado de los hombres mostrar valor. Sócrates, valiéndose de razones que reproducen en el fondo ciertos pasajes del Laques, responde, que el valor, desprovisto de prudencia o más bien de ciencia, no es el verdadero valor. El fondo del verdadero valor es la ciencia de las cosas que son de temer y de las que no lo son. De aquí se sigue, puesto que todas las virtudes forman una sola, que Sócrates parece contradecirse, convirtiendo la ciencia en condición de la virtud. Si es una ciencia, se la puede enseñar, lo cual es una contradicción patente con la conclusión que precede.

      Sea que Sócrates no haya tenido por objeto, al fin del debate, más que probar a Protágoras que sabe mejor que un sofista defender y probar el pro y el contra, o sea que se propusiera dejar sin resolución la cuestión principal, es decir, si la virtud puede o no puede ser enseñada, Sócrates rompe la conversación, dirigiendo al sofista este último epigrama: quizá venga un día en que llegue a saber que Protágoras es el más sabio de los hombres.

      Protágoras, o los sofistas

      AMIGO DE SÓCRATES — SÓCRATES — HIPÓCRATES — PROTÁGORAS — ALCIBÍADES — CRITIAS — PRÓDICO — HIPIAS

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿De dónde vienes, Sócrates? ¿Pero para qué es preguntarlo? Vienes de la caza ordinaria a la que te arrastra el hermoso Alcibíades. Te confieso que el otro día me complacía en mirarle, porque me parecía que, a pesar de ser un hombre ya formado, es muy hermoso; porque, acá entre nosotros, puede decirse que no está en su primera juventud, y la barba hace sombrear ya su semblante.

      SÓCRATES. —¿Qué tiene que ver eso? ¿Crees que Homero haya cometido un error en haber dicho que la edad de un joven que comienza a tener barba es la más agradable?[1] Ésta es precisamente la edad de Alcibíades.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —Acabo de dejarle. ¿Cómo estás tú con él?

      SÓCRATES. —Muy bien, y hoy he notado que estaba conmigo mejor que nunca, porque ha dicho mil cosas en mi favor, y ha tomado mi partido; acabo de dejarle, y te diré una cosa que te parecerá bien extraña, y es que en su presencia no me fijaba en él, y muchas veces me olvidaba que estaba allí.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Qué es lo que os ha sucedido al uno y al otro? ¿Has encontrado por ventura en la ciudad algún joven más hermoso que Alcibíades?

      SÓCRATES. —Mucho más hermoso.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —Muy bien; ¿es ateniense o extranjero?

      SÓCRATES. —Extranjero.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿De dónde es?

      SÓCRATES. —De Abdera.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Tan hermoso te ha parecido, que a tus ojos ha eclipsado al hijo de Clinias?

      SÓCRATES. —¿Hay nada, amigo mío, que impida que el más sabio aparezca también el más hermoso?

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —Pero qué, ¿acabas de ver algún hombre sabio?

      SÓCRATES. —Sí, un sabio, el más sabio de los hombres que hoy existen; si Protágoras puede parecerte tal.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Qué me dices? ¿Que Protágoras está aquí?

      SÓCRATES. —Sí, hace tres días.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Y acabas ahora mismo de dejarle?

      SÓCRATES. —Sí, en este momento, y después de una conversación muy larga.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —¡Ah!, si no tuvieses cosa urgente que hacer ¿no querrías referirnos esa conversación? Siéntate, te suplico, en el sitial que ocupa este niño, que te lo cederá.

      SÓCRATES. —Con todo mi corazón, y me daré por complacido, si queréis escucharme.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —Los complacidos seremos nosotros, si te dignas referírnoslo.

      SÓCRATES. —Unos y otros quedaremos obligados, y ahora escuchadme. Esta mañana, cuando aún no había amanecido, Hipócrates, hijo de Apolodoro y hermano de Fasón, vino a llamar muy fuerte a mi puerta con su bastón, y apenas le abrieron, cuando se fue derecho a mi cuarto, diciendo en alta voz:

      —Sócrates, ¿duermes?

      Como conociera su voz —le dije:

      —Hola Hipócrates, ¿qué nueva te trae?

      —Una gran nueva —me dijo.

      —Dios lo quiera —le respondí—. ¿Pero qué nueva es la que te trae aquí tan de mañana?

      —Protágoras está en la ciudad —me dijo, manteniéndose en pie frente a mi cama.

      —Ya está aquí desde antes de ayer —le repuse—; ¿no lo has sabido hasta ahora?

      —No lo supe hasta esta noche.

      Diciendo esto, se aproximó a mi cama a tientas, se sentó a mis pies, y continuó hablando de esta manera:

      —Volví ayer por la tarde, ya muy tarde, del pueblo de Oenoe, adonde fui para coger a mi esclavo Sátiro, que se me había fugado; pensaba decírtelo antes, pero no sé qué otra cosa borró de mi espíritu esta idea. Cuando estuve de vuelta, después de cenar, y cuando íbamos ya a acostarnos, fue mi hermano a decirme que Protágoras estaba aquí. El primer pensamiento que me ocurrió fue venir a darte esta buena noticia, pero habiendo reflexionado que la noche estaba muy avanzada, me acosté, y después de un ligero sueño que me ha repuesto de las fatigas de mi viaje, me levanté y me vine aquí corriendo.

      Yo que conozco a Hipócrates como un hombre de corazón, y que le veía todo azorado, le dije:

      —¿Pero qué es? ¿Protágoras te ha hecho alguna injuria?

      —Sí, por los dioses —me respondió riéndose—, me ha hecho la injuria de ser sabio él solo, y no hacerme a mí sabio.

      —¡Oh! —le dije—, y si le das dinero y le puedes comprometer a que te admita por discípulo, también te haría sabio.

      —¡Quieran Zeus y los demás dioses que así sea! —me dijo—; gastaré hasta el último óbolo y agotaré la bolsa de mis amigos, si tal sucede. Lo que me trae es suplicarte que le hables por mí; porque además de que yo soy demasiado joven, jamás le he visto ni conocido, pues cuando hizo aquí su primera venida, era yo un niño. Pero oigo decir a todo el mundo muy bien de él y se asegura que es el más elocuente de los hombres. ¿No será bueno que vayamos a su casa antes de que salga? Me han dicho que está en casa de Calias, hijo de Hipónico; vamos allá, te lo suplico encarecidamente.

      —Es