Mario Salvador Arroyo Martínez Fabre

Distopía


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ambos. En un debate no necesariamente hay vencedor y vencido, pues ambos contendientes pueden estar en búsqueda del único galardón común y compartirlo, la verdad.

      Para tender puentes resulta de gran utilidad tener una sana autocrítica y una actitud abierta a comprender las razones diferentes de quien piensa distinto. Las líneas que siguen a continuación se proponen hacer ese esfuerzo. ¿Utopía? ¿Irenismo? ¿Sincretismo? ¿Ingenuidad? Lo podrá juzgar el amable lector al final del breve libro. De todas formas, adelanto una interesante observación crítica que se me ha hecho durante el proceso de redacción final. Un agudo intelectual me ha hecho notar que es vano todo intento de tender puentes entre ambas narrativas para llegar a una visión de consenso común, donde ambas visiones salgan ganando, y se mantenga una cierta vigencia de algunas perspectivas clásicas de la cosmovisión cristiana del mundo. ¿Por qué? Porque parten de dos visiones metafísicas y antropológicas inconciliables en la práctica.

      La visión cristiana parte de una metafísica de la comunión, donde día a día cobra más relevancia el accidente “relación”. El hombre es un ser relacional, que encuentra su plenitud en el encuentro con los otros y alcanza su plenitud y felicidad con el don de sí, muchas veces generoso y sacrificado. Reconoce en consecuencia un valor ético y existencial a la renuncia, al sacrificio, a la entrega. En esta perspectiva el infierno es la soledad, el cerrarse a los otros, pues se clausura así la trascendencia y por tanto el sentido. Desde esta antropología, por ejemplo, la vida de una mujer que se ha gastado formando una familia numerosa, criando a sus hijos, es plena, está colmada de sentido y significado, es feliz, no a pesar de las renuncias y sacrificios, sino precisamente por ellos.

      Por contrapartida tenemos la metafísica y la antropología de la narrativa ascendente. Es marcadamente individualista y subjetiva. El valor absoluto es la realización personal, a cualquier costo, la cual se va consiguiendo a través de experiencias, a ser posible intensas. El único criterio es evitar el sufrimiento, el dolor, el sacrificio. Se trata de una libertad pura, que no se vincula a nada, no se ata, conserva siempre su plena capacidad de decisión y determinación. Desde esta perspectiva sólo se admite el máximo placer, la máxima utilidad, la vivencia personal. Aquí no encuentra cabida la vida cargada de sacrificio que supone sacar adelante una familia, las renuncias que comporta, ni el vínculo que crea, porque finalmente resulta opresivo, odioso, impone obligaciones, crea lazos, limita la libertad. Se trata de un individualismo radical y de una libertad incondicionada; nada puede limitarla, ni nuestras propias palabras o decisiones anteriores, siempre está abierta a cambios. El sujeto no se concibe como relacional, la relación es un límite que se puede tornar opresivo, sino como un sujeto libre, una pura individualidad.

      Como el punto de partida está en la raíz, finalmente serían visiones inconciliables. ¿Es posible tender un puente? ¿Se trata de una quimera? El lector lo juzgará. Considero valida la observación, no sé si la comparto plenamente, sin matices. De la perspectiva que se adopte se desprende el papel que se va a jugar frente a la narrativa imperante. ¿Es de radical rechazo?, ¿de denuncia persistente? ¿No se puede hacer nada en conjunto, no hay puntos en común? Nuestro papel en la sociedad sería entonces exclusivamente de crítica, denuncia y rechazo. Nos configuramos entonces como una resistencia cultural, impermeable, que progresivamente se convierte en un ghetto irrelevante, cada vez más estrecho. ¿Se configura acaso como una resistencia política, que sólo busca patear el tablero, porque en las condiciones actuales resulta imposible el diálogo?

      En cambio, si se adopta la postura del diálogo, el desafío está en entender hasta dónde puedo llegar, sin perder mi identidad, y si finalmente ello resultará valioso para la sociedad, pues permitirá rescatar algunos elementos de la tradición precedente, así como crear una fecunda sinergia en otros ámbitos sociales. Al mismo tiempo, supone el aprendizaje de vivir en un mundo distinto respecto del que hasta ahora hemos tenido, con unas reglas que no dependen de uno, y muchas veces uno no comparte. Parece no quedar otra opción que aprender a manejarse con esas reglas nuevas o caer en el ámbito de lo aislado e irrelevante.

      Corresponde al paciente lector hacer su elección de alternativa teórica y práctica. Lo que parece no depender de nosotros es el cambio de narrativa, lo que sí depende es nuestra posición y actitud frente a la nueva historia que da sentido a las distintas historias.

      Ahora bien, el dolor y la crisis que suscita el cambio de modelo, pueden hacernos reflexionar sobre su carácter necesario. ¿Es la historia un proceso inexorable o se puede revisar y reconducir? El presente texto intenta formular una reflexión crítica acerca del ambiente que estamos viviendo, con el deseo de mitigar sus efectos nocivos, al descubrir sus legítimos reclamos, cribándolos de elementos menos idóneos, para configurar así el mundo en el que queremos vivir.

      Se parte del presupuesto de que no se trata de un proceso necesario e inevitable, quedando todavía la capacidad en los individuos para reconducirlo, de la razón para criticarlo y de la libertad del sujeto para dirigirlo. No estamos inermes frente a un proceso impersonal y necesario. Podemos limitar los elementos nocivos del cambio de paradigma y rescatar aún los elementos positivos, útiles para la convivencia y para la vida, del esquema anterior, sin necesidad de ser calificados de reaccionarios o revisionistas, sino más bien, de humanistas.

      Se busca discernir cuáles son los “signos de los tiempos”, los reclamos legítimos del cambio de paradigma, para asimilarlos desde una perspectiva cristiana y humanista de fondo. En este proceso, es fundamental el diálogo, la empatía, intentar comprender los motivos del cambio de perspectiva, para mostrar cómo la visión cristiana de la realidad puede ofrecer todavía respuestas reales. Es fundamental mantener abiertas las puertas del diálogo, no dar por zanjada la discusión, porque de esa forma la gente puede comparar y decidir cuáles elementos siguen siendo valiosos.

      La vida misma nos muestra que es mejor la alternativa de la comunión, la relación, el don de sí, aunque incluya el ingrediente del sacrificio. El individualismo a ultranza no da más de sí y produce una sociedad desencantada y triste, cuyos macabros frutos maduros son la caída de la natalidad y la eutanasia, ambas realidades que manifiestan el hastío de vivir. Es preciso evidenciarlo, para que por ella misma la sociedad vaya, poco a poco, progresivamente, rectificando, sanando. Es verdad que siempre queda la duda, ¿cuál será el costo del error?, ¿estamos todavía a tiempo de rectificar? O si acaso el mal ya es irreparable. No nos queda sino confiar en la conciencia del hombre y en su capacidad de verdad, sin olvidar que “la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas” (Concilio Vaticano II, Dignitatis humanae, n. 1).

      La intuición cristiana es que sólo Cristo “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 22). Es decir, el hombre de cualquier época, independientemente del paradigma o la narrativa vigente, encuentra en Cristo las respuestas más profundas para su existencia. Sólo Él comprende lo que hay en el fondo del corazón humano. En ese sentido, el paradigma puede cambiar, pero sea cual fuere, Cristo siempre podrá ofrecer una respuesta relevante al hombre concreto, en sus circunstancias históricas.

      Por ello es de suma importancia mantener abiertas las puertas del diálogo e intentar una fusión de paradigmas, donde los nuevos problemas y las nuevas visiones del mundo puedan encontrar una respuesta oportuna en las verdades del evangelio. Ahora bien, cada persona debe descubrir si la luz del evangelio arroja luces a su vida; el presente texto intenta reflexionar sobre los problemas acuciantes de la realidad contemporánea desde una racionalidad cristiana. Jesús es el “Verbo”, el “Logos”, la “Razón”, y por ello, el camino del cristianismo es el de la racionalidad humana que se adecua a los reclamos de cada momento histórico. Aspira a ser, en consecuencia, un espacio de diálogo y un intento de tender puentes entre dos narrativas antagónicas en busca de una común verdad.

      I

      Familia

      La familia es una de las instituciones más golpeadas en el mundo contemporáneo. Al mismo tiempo, paradójica y trágicamente, es de las más relevantes para que el individuo sea feliz y la sociedad funcione. Sin temor a exagerar, podemos decir que una familia enferma produce sociedades enfermas y es muestra de que las personas están enfermas.