Hans-Jörg Rheinberger

Iteraciones


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ahora en adelante se trata del discurso de los grafemas, que ya siempre ha sido efectivo, pero solo ahora es clarificado.

      El tema de la escritura ––como grafemathesis universal––se encuentra a la orden del día, incluso cuando hay voces que declaran que el “giro semiológico”, con el que la escritura ha sido asociada de modo superficial, ha pasado de moda. Su grandeza, nos asegura Bruno Latour, “fue desarrollar, al amparo de la doble tiranía del referente y el sujeto hablante, los conceptos que dan su dignidad a los mediadores, los que no son más que simples intermediarios o simples vehículos que transportan el sentido desde la naturaleza hasta los locutores o de éstos hacia aquélla” (2007, p. 97). Y, como prueba del prejuicio duradero y enraizado de una conexión originaria entre lengua y escritura, añade tanto de manera explicativa como negativa: “el texto y el lenguaje hacen el sentido; hasta producen referencias internas a los discursos y locutores instalados en el discurso” (2007, p. 97). Tras la revolución semiológica así descrita, en la última década una variante del posmodernismo ha reemplazado a la otra. En vista de estas secuencias y consecuencias, Latour nos ha exigido finalmente comprender que jamás hemos sido modernos (Nous n’avons jamais été modernes).

      Latour tiene razón. No son juegos del lenguaje los que constituyen al contexto de sentido del mundo. “[V]ivimos en sociedades que tienen por lazo social los objetos fabricados en el laboratorio” (Latour, 2007, p. 44). Pero también hemos vivido en un mundo cuyo vínculo social son objetos inscritos, o mejor dicho “secuencias formales” de cosas, como lo expresa el historiador del arte George Kubler, incluso si estas no provienen siempre de laboratorios, sino primero de cuevas paleolíticas, luego de los campos agrícolas neolíticos, los hornos de fundición de la Edad de Bronce, y de los talleres y cortes renacentistas (Kubler, 1975, p. 45). Por tanto, con referencia a la hominización de lo individual, podemos representarnos cada historia personal, según Kubler, “como la puesta en marcha de ruedas de la fortuna: una gobernando la parte de su temperamento y la otra rigiendo su entrada en una secuencia” (1975, p. 16). Para nosotros, solo hay historia si hay secuencias formales de marcas-artículos diferencialmente replicables, de “objetos primarios”, de “mutantes” y sus posteriores “réplicas”, de toda esta “descendencia” de cosas (1975, p. 53). El museo prehistórico, y también la colección histórico-natural, vive del principio de las series y los enjambres. La historiografía, y en particular también la historia de la ciencia, tiene la tarea de llegar al fundamento de las condiciones locales de tales genealogías.

      Latour, que sigue a Michel Serres aquí, también está de acuerdo con esto: la historia no es meramente la historia de los hombres, sino que siempre ha sido ya también una historia de las cosas (Latour, 2007, p. 122). Pero, para nosotros no hay cosa alguna que no sea también grafema. Todo ser, en tanto existencia, es un ser escrito. La propiedad inmemorial de esta escritura generalizada, de la gramatología del ser, es la de posibilitar en general la re-iteración y la recurrencia, la diferencia como diferencia y, con ello, la historia y el sentido a partir de su materialidad.

      Derrida ha expresado una razón elemental para esto, aunque de manera casual y sin retornar a ella en detalle. Retomo una vez más el pasaje citado: “También es en este sentido que el biólogo habla hoy de escritura y de pro-grama a propósito de los procesos más elementales de la información en la célula viva”. Por cierto, Derrida no dudó más tarde en recurrir a los fenómenos biológicos de la hibridación y del injerto como metáforas para describir el trabajo de interpretación, esto es, de la praxis de la re-iteración de textos (2007, pp. 263-428).

      En este sentido, entonces, la escritura generalizada y la evolución, las “anotaciones” particulares y las historias no son posibles la una sin la otra. Los grafemas y las diferencias se presuponen mutuamente, sin tener un origen que pueda escribirse. Su propio origen tachado es el movimiento de la duplicación. ¿Quién no sabría esto a partir de su propia experiencia? A partir de aquí, un camino ––expérience–– conduce al experimento en tanto signo y señal de las ciencias modernas, a su forma característica de producir secuencias formales de cosas, cadenas grafemáticas de eventos y, por tanto, “cosas epistémicas” (Rheinberger, 1992). Este camino conduce a las formaciones que Gaston Bachelard una vez llamó las “increíbles epigrafías de la materia” (1968, p. 170), al “grabado” del microcosmos, que también solo se torna legible al escribirlo. La cera del físico no proviene de la colmena. Ya no huele a las flores de las que procede, sino al sudor de los métodos que la han depurado. Mientras más limpio, más intenso. La cera del físico se convierte en el momento de aquella “rectificación del saber” diferencial e inconclusa, que ocurre en la frontera del no saber (1968, p. 173), donde lo que llamamos pensar se encuentra en su materialidad grafemática, manteniendo los reflejos imaginarios del cogito aún en una exclusión interna, “en obra” y “en acción”, como un dialéctico permite decir. Aquí todavía nos encontramos en el lugar donde lo simple se experimenta como lo simplificado, manteniendo en sí la huella de su degeneración a partir de lo complejo. Aquí nos encontramos en el lugar donde el saber todavía “(quiere)-no-saber-nada de la verdad en tanto causa”, ese “querer-no-saber-nada” que, según Lacan, le concede su fertilidad y poder (Lacan, 1971, p. 853). En tanto estado grafemático del saber, la situación experimental es más que un conocimiento de signos: se trata, con Serres, de la “pragmatogonía” de las cosas epistémicas, de su grammatogonía, se podría decir, para añadir uno más al arsenal de neografismos que fabrican y testimonian lo técnico, de modo tal que ambas palabras, ciencia y técnica, hoy se han vuelto casi sinónimos. Se trata de las tecnociencias, cuya más reciente adquisición es la ingeniería genética. Con esto, el laboratorio, esta fragua privilegiada de cosas epistémicas, se sitúa en el propio organismo y se vuelve potencialmente inmortal; el laboratorio comienza a escribir el ser con su propia máquina de escribir, y así condujo al proyecto de desciframiento más grande del siglo: la secuenciación del genoma humano (Kay, 1994; Kevles & Hood, 1992).

      Pero seamos precavidos con el concepto de las tecnociencias. Este supone una identidad entre técnica y ciencia que, en vez de aclarar, encubre el carácter y el proceso de las ciencias experimentales, justo en su presunta evidencia. Martín Heidegger también apoyó este malentendido,