Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura


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el dedo meñique con expresión de espanto.

      —¡Mira! —se quejó—. Me he hecho daño.

      Todos miramos. Tenía un cardenal en el nudillo.

      —Has sido tú, Tom —dijo, acusando a su marido—. Sé que ha sido sin querer, pero has sido tú. Eso me pasa por haberme casado con un bruto, con una mole, con un grandísimo, inconmensurable ejemplar de…

      —No soporto la palabra mole —dijo Tom, molesto—, ni de broma.

      —Una mole —insistió Daisy.

      A veces miss Baker y ella hablaban a la vez, sin levantar la voz, con una incoherencia bromista que jamás caía en el simple parloteo, tan imperturbable como sus vestidos blancos, como sus ojos impersonales y libres de todo deseo. Allí estaban las dos, y nos aceptaban a Tom y a mí, esforzándose si acaso, por educación y amabilidad, en entretenernos o entretenerse. Sabían que pronto acabaría la cena, como también acabaría la velada, que sería olvidada sin mayor importancia. Era muy distinto en el Oeste, donde una velada se precipitaba de fase en fase hacia su final en una sucesión de expectativas siempre defraudadas o en la pura angustia del momento.

      —Haces que me sienta un ser incivilizado, Daisy —confesé al segundo vaso de un clarete con ligero sabor a corcho, pero impresionante—. ¿No puedes hablar de cosechas o algo por el estilo?

      No quería decir nada en especial con mi observación, pero fue recibida de un modo inesperado.

      —La civilización se derrumba —estalló Tom—. Me he vuelto terriblemente pesimista. ¿Has leído El ascenso de los imperios de color, de un tal Goddard?

      —La verdad es que no —respondí sorprendido por su tono.

      —Bueno, es un gran libro, y debería leerlo todo el mundo. Su tesis es que, si no nos mantenemos en guardia, la raza blanca acabará… acabará hundiéndose completamente. Es un hecho científico, comprobado.

      —Tom se está volviendo muy profundo —dijo Daisy, con un despreocupado aire de tristeza—. Lee libros profundos, llenos de palabras larguísimas. ¿Qué palabra era esa que…?

      —Bueno, son libros científicos —insistió Tom, mirándola con impaciencia—. Ese Goddard ha entrado a fondo en el asunto. A nosotros, que somos la raza dominante, nos toca mantenernos vigilantes para que las otras razas no se hagan con el control de todo.

      —Tenemos que aplastarlos —murmuró Daisy, guiñándole feroz al sol ardiente.

      —Deberíais vivir en California —empezó miss Baker, pero Tom la interrumpió, agitándose pesadamente en su silla.

      —La idea es que somos nórdicos. Yo soy nórdico, y tú, y tú, y… —después de un instante de duda infinitesimal, incluyó a Daisy agachando ligeramente la cabeza, y Daisy volvió a guiñarme—. Y nosotros hemos producido todas las cosas que constituyen la civilización, sí, la ciencia y el arte, y todo lo demás. ¿Entiendes?

      Había algo patético en su concentración, como si su suficiencia, más profunda que nunca, ya no le bastara. Cuando, casi inmediatamente, sonó el teléfono dentro de la casa y el mayordomo salió del porche, Daisy aprovechó el momento de pausa y se inclinó hacia mí.

      —Voy a contarte un secreto de familia —murmuró con entusiasmo—. Es sobre la nariz del mayordomo. ¿Quieres saber la historia de la nariz del mayordomo?

      —Para eso he venido esta noche.

      —Bueno, no ha sido siempre mayordomo: solía limpiarle la plata a cierta gente de Nueva York que tenía una cubertería de plata para doscientas personas. Se pasaba limpiándola de la mañana a la noche, hasta que empezó a afectarle a la nariz…

      —Las cosas fueron de mal en peor —sugirió miss Baker.

      —Sí. Las cosas fueron de mal en peor, hasta que por fin tuvo que dejar el trabajo.

      Por un instante, con romántico afecto, la última luz del sol le dio en la cara, resplandeciente: su voz me obligó a inclinarme hacia ella mientras la escuchaba sin respirar. Y luego el resplandor desapareció, cada una de las luces la fue abandonando con pesar, sin querer irse, como esos niños que tienen que dejar al anochecer el placer de la calle.

      El mayordomo volvió y murmuró unas palabras al oído de Tom, que frunció las cejas, apartó la silla de la mesa y, sin una palabra, se metió en la casa. Como si aquella ausencia hubiera acelerado algo en su interior, Daisy volvió a acercárseme, y su voz se iluminaba, cantaba.

      —Qué alegría verte en mi mesa, Nick. Me recuerdas a… una rosa, exactamente una rosa. ¿No? —se volvió hacia miss Baker en busca de confirmación—. Exactamente una rosa, ¿verdad?

      No era verdad. Ni de lejos parezco una rosa. Daisy sólo estaba improvisando, pero desprendía una calidez excitante, como si su corazón quisiera escapar y entregarse oculto en una de aquellas palabras entrecortadas, perturbadoras. Entonces, de pronto, lanzó la servilleta a la mesa y entró en la casa.

      Miss Baker y yo intercambiamos una mirada relámpago, premeditadamente desprovista de significado. Iba a hablar cuando ella se irguió en la silla, alerta, y dijo «Shhh», avisándome. De la habitación contigua llegaban murmullos apagados y apasionados, y miss Baker se adelantó, sin ninguna vergüenza, para intentar oír. El murmullo vibró en los límites de la coherencia, se hizo más débil, se elevó en una especie de arrebato, y cesó definitivamente.

      —Ese mister Gatsby del que usted habla es vecino mío —dije.

      —Calle. Quiero enterarme de lo que pasa.

      —¿Pasa algo? —pregunté inocentemente.

      —¿Está diciéndome que no lo sabe? —dijo miss Baker, sorprendida de verdad—. Yo creía que lo sabía todo el mundo.

      —Yo no.

      —Ah… —dijo, dubitativa—. Tom tiene una mujer, en Nueva York.

      —¿Una mujer? —repetí sin comprender.

      Miss Baker asintió.

      —Podría tener la decencia de no llamarlo a la hora de la cena. ¿No cree?

      Casi antes de que captara el sentido de sus palabras, nos llegó el frufrú de un vestido y el crujir de unas botas de cuero, y Tom y Daisy estaban de vuelta a la mesa.

      —¡Era inevitable! —exclamó Daisy con una alegría forzada.

      Se sentó, miró escrutadoramente a miss Baker y luego a mí, y continuó:

      —Me he asomado un momento al jardín. ¡Qué romántico! Hay un pájaro en el césped que debe de ser un ruiseñor llegado en un transatlántico de la compañía Cunard o de la White Star Line. Está cantando… —y su voz cantó—. ¿No te parece romántico, Tom?

      —Muy romántico —respondió Tom antes de dirigirse a mí con tono abatido—. Si todavía hay luz después de la cena, me gustaría llevarte a las cuadras.

      El teléfono sonó dentro de la casa como una alarma y, mientras Daisy negaba rotundamente con la cabeza mirando a Tom, la idea de las cuadras, y todas las ideas, se desvanecieron en el aire. Entre los fragmentos rotos de los últimos cinco minutos en la mesa, recuerdo que habían vuelto a encender las velas, quién sabe para qué, y que tenía conciencia de querer mirar a fondo a todos, y que, sin embargo, evitaba mirar a nadie. Era incapaz de adivinar lo que pensaban Daisy y Tom, pero tampoco estaba seguro de que miss Baker, que parecía en posesión de un escepticismo inquebrantable, pudiera obviar la perentoriedad estridente y metálica de la quinta comensal. Para ciertos temperamentos la situación quizá resultara sugestiva. Mi instinto me pedía llamar inmediatamente a la policía.

      Nadie, es innecesario decirlo, volvió a mencionar los caballos. Tom y miss Baker, separados por un metro de crepúsculo, se dirigieron a la biblioteca, como a velar un cadáver perfectamente tangible, mientras, intentando parecer gratamente interesado y un poco sordo, yo seguía a Daisy a través